Las recientes declaraciones del arzobispo Georg Gänswein, exsecretario personal de Benedicto XVI y actual nuncio en los países bálticos, han causado revuelo no solo por lo que dicen, sino por lo que dejan entrever, utilizando un tono que, más que esperanzador, suena a revancha.
Fuente: Vida Nueva Digital
16/05/2025
Lo que podría haber sido un gesto de unidad y apertura ante una nueva etapa para la Iglesia, se convierte en un discurso que, disfrazado de elegancia diplomática, sugiere un relato de restauración: volver al Palacio Apostólico, rescatar el “armario” de Benedicto XVI, y poner fin —según sus palabras— a “la época de la arbitrariedad”. El mensaje es claro: bajo Francisco reinaba la confusión; ahora llega la claridad. Y aunque el Papa emérito fallecido no es atacado directamente, se le reduce a una figura cuyas decisiones se interpretan como un desvío de la tradición. Resulta particularmente desafortunado hacerlo ahora, cuando ya no puede defenderse ni aclarar sus intenciones.
El problema no es que Gänswein tenga una opinión sino el momento, el tono y el uso de símbolos que apelan a una visión conservadora no solo en lo doctrinal, sino también en lo estético e institucional. La Iglesia no puede avanzar si cada transición papal se convierte en una revancha de la anterior.
Hablar de Francisco con calificaciones de “arbitrariedad” es más que un juicio teológico: es un gesto de desagradecimiento y deslealtad. Gänswein, por su papel en la historia reciente de la Iglesia, tenía la oportunidad de ser un puente entre generaciones. Lamentablemente, eligió ser un muro.
Y el cardenal Gerhard Ludwig Müller, que en distinto tono —aunque con el mismo telón de fondo ideológico— también ha arremetido contra el legado de Francisco desconcertando a muchos.
Al cuadro de Gänswein se suma, con menos ambigüedad, este cardenal para quien el pontificado de Francisco no solo fue un desvío, sino casi una amenaza doctrinal. Acusa al Papa difunto de “mundanidad”, critica su apertura al Islam y a las personas homosexuales, y alerta contra una Iglesia que –según él— busca la aprobación del mundo en lugar de la fidelidad a la verdad revelada. Incluso llegó a pedir a los cardenales que no eligieran como Papa a alguien “hereje”.
La coincidencia de estos discursos no es casual, sino sintomática. Y ambos idealizan un modelo de Iglesia cerrada, autorreferencial, protegida por muros de certidumbre doctrinal, sin contaminarse con los clamores del mundo.
Retornar a la tradición
Utilizan así, rápidamente, la ausencia de Francisco para presentar su pontificado como un paréntesis del que ahora, supuestamente, se debe “retornar”. Esta actitud no solo es desconsiderada, sino eclesialmente tóxica.
Resulta difícil, en este contexto, percibir en declaraciones como estas una auténtica disponibilidad interior al servicio de la Iglesia universal. Más que sumar, parecen dictar condiciones. Más que abrirse al futuro, señalan con el dedo hacia el pasado. Ambos hablan como si fueran jueces del camino eclesial, y no discípulos dispuestos a acompañar con humildad al nuevo sucesor de Pedro, sea cual sea su estilo.
¿Dónde está, entonces, la disponibilidad evangélica? La paradoja es evidente: reclaman fidelidad a la tradición, pero desoyen el principio más antiguo del catolicismo —la unidad bajo y con el Papa— cuando este no coincide con sus expectativas.
¿Dónde queda su manera, por ejemplo, de “sentir con la Iglesia”, ese principio tan profundamente ignaciano que ha guiado a generaciones de creyentes y pastores? Sentir con la Iglesia no es callar ni uniformarse, pero sí implica una disposición interior de comunión, de escucha, de apertura al misterio de un Dios que actúa también a través de caminos inesperados. No es suficiente con repetir fórmulas del pasado; es necesario estar disponibles para lo que el Espíritu dice hoy a las Iglesias.
La fidelidad auténtica no consiste en aferrarse rígidamente a lo que fue, sino en emplear todas las energías en una fidelidad creativa, que respete la Tradición viva y, al mismo tiempo, se atreva a traducirla con valentía en nuevos lenguajes. Eso fue lo que intentó Francisco. Y eso es lo que ahora debería acompañar al nuevo Papa, León XIV: no una presión para que encarne un regreso, sino un apoyo fraterno para que discierna, con libertad, lo que la Iglesia necesita en este tiempo. Y recuperar el arte de caminar evangélicamente juntos, aunque pensemos distintos para dar credibilidad ante un mundo que, más que dogmas, espera testigos.
Gänswein y Müller tuvieron en sus manos la oportunidad de promover comunión. Optaron por lo contrario: marcar territorio. En vez de ser puentes, eligieron ser fronteras.
Probablemente aún no habían oído las primeras palabras del Papa Leon XIV : ¡Estamos todos en las manos de Dios! Por lo tanto, sin miedo, unidos de la mano con Dios y entre nosotros, sigamos adelante. Somos discípulos de Cristo. Cristo va delante de nosotros. El mundo necesita su luz. La humanidad necesita de Él como el puente para ser alcanzada por Dios y su amor. Ayúdennos también ustedes, luego los unos a los otros, a construir puentes, con el diálogo, con el encuentro, uniéndonos todos para ser un solo pueblo siempre en paz. ¡Gracias al Papa Francisco!
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