Gabriel Mª OTALORA
PLANTEAMIENTO
Los laicos y
laicas tenemos mucho que decir y hacer. Las dos cosas. Yo a lo que aspiro con
esta reflexión es a poner un granito de arena que ayude a la responsabilidad
que tenemos frente a nuestras dos debilidades más señaladas: el clericalismo y
la pasividad indiferente, los grandes muros que impiden mostrar con hechos el
Reino que se nos invita a construir, ¡entre todos y todas!, no solo unos pocos.
A los Doce
siguieron otros muchos; en el evangelio se citan a aquellos "otros setenta
y dos" que el propio Jesús envió de dos en dos, que no parece que eran
autoridades religiosas. Pablo de Tarso emprendió poco después un enorme
movimiento misionero hacia Occidente hasta el punto que se le considera el
verdadero motor de la incipiente religión cristiana con diferencias esenciales
respecto a la religión judía.
Mis palabras y
reflexiones, por tanto, pretenden sumarse a la gran cadena que debemos tensar
los cristianos para vivir la Buena Noticia entre nosotros y con los demás
mediante el testimonio que lo haga contagioso.
Los laicos
tenemos deberes. Ya no sirve ampararnos en que nos marginan y consideran
menores de edad, eclesialmente hablando. El Papa Francisco sintetiza en su
exhortación apostólica Amoris laetitia, la alegría del amor, su criterio
principal de actuación para obispos, sacerdotes y laicos de vivir con una
conciencia madura capaz de discernir la conducta a seguir en cada caso. Y para
acertar, es preciso dejarse iluminar por Dios, escuchar, orar. Estamos llamados
a curar y cuidar, a sanar y acompañar conforme al signo cristiano:
-Lo primero, no
hacer daño.
-Lo segundo,
implicación, erradicando la actitud de "no es asunto mío".
-Lo tercero,
hacerlo con amor, a la manera de Jesús.
Lograr, entre
todos, una Iglesia libre y abierta frente a los desafíos del presente, que no debiera
estar a la defensiva por temor a perder algo mundano: estas son palabras del
Papa, no mías.
En este contexto,
es hora de reivindicar el papel del laico que, sigue muy postergado por el
clericalismo, y desperezarnos de una pasividad endémica que nos cuestiona
frente a las justas quejas que formulamos buscando una Iglesia viva en comunión
participativa que ofrezca respuestas con hechos. No es una cuestión de
clérigos, sino de todos, porque mientras no sea así, nuestra tarea cristiana de
evangelizar está en juego. No seremos más que un pálido reflejo de lo que
podríamos alumbrar y seremos motivo de escándalo.
Los laicos
tenemos que sacudirnos pasividades, comodidades e inhibiciones y dedicar tiempo
al compromiso activo en la comunidad cristiana y en la sociedad. Pero los
presbíteros deben superar el control total de la comunidad y los recelos con
los laicos para fomentar un verdadero liderazgo de servicio.