La Instrucción Ad resurgendum cum Christo acerca
de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas
en caso de cremación que ha publicado recientemente la Congregación
para la Doctrina de la Fe, pone de manifiesto, una vez más, que la
actualización pastoral tan necesaria para hacer creíble la fe católica en la
cultura actual, encuentra resistencias en algunos organismos pontificios.
Siguen anclados, como en el caso que nos ocupa, en concepciones antropológicas
acerca de la constitución del ser humano, que hace tiempo fueron superadas en
el pensamiento de la mayoría de los teólogos católicos que se han tomado en
serio la renovación de la teología.
Hablar, como lo hace la Instrucción, del alma y del
cuerpo, como dos realidades separables, para fundamentar la normativa que se
quiere imponer en relación con el destino de las cenizas de los fieles
cristianos que han sido incinerados, parece cosa de otra época. Todo el mundo
sabe, menos los que han escrito la “Instrucción”, que al hablar de cuerpo y
alma utilizamos un lenguaje figurado, tomado de Platón, para explicar la
realidad tan compleja y rica de la naturaleza humana. Pero ya es algo
comúnmente aceptado que el ser humano no es un ser compuesto, que con la muerte
se pueda descomponer y luego, en la resurrección de los muertos, recomponer de
nuevo. Platón, con esta forma de explicar la naturaleza humana podía defender
la inmortalidad del alma, que, así, separada del cuerpo, no podía morir; pero
los cristianos no creemos en la inmortalidad sino en la resurrección, que es
otra cosa.
Pues bien, la “Instrucción” recurre a esa
concepción platónica para afirmar que “por
la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá
la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra
alma”. Y sorprende aún más que, para justificar la aceptación de la cremación diga
que: “la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que
la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina
resucitar el cuerpo”.
No se entiende el argumento, porque si el alma, según se ha afirmado,
se separa del cuerpo con la muerte, ya no se puede quemar ni un poquito; se ha
puesto a salvo a tiempo. El problema se planteará a la hora de la resurrección,
cuando suene la trompeta, porque sonará —que ya lo dijo San Pablo— y las almas,
que han estado esperando el momento, tengan que encontrarse con sus cuerpos. Se
entiende ahora mejor por qué la Instrucción insiste una y otra vez en la
conveniencia de enterrar a los muertos en lugar sagrado en vez de quemarlos:
porque si están en un sitio fijo y señalado, le será más fácil a la
Omnipotencia divina conseguir que cada alma recupere a su cuerpo que si el
difunto ha sido cremado y peor aún, si sus cenizas se han echado a la mar o han
sido repartidas entre los familiares y amigos.