JESÚS
MARTÍNEZ GORDO.
Catedrático de Teología
(En DV, Sábado, 02/009/17)
La exposición pública de una
composición «de imágenes blasfemas» de Jesús Crucificado titulada ‘Carnicería
vaticana’ en una txosna del recinto festivo es, al decir del obispado de
Bilbao, «una agresión que ofende sentimientos profundos y creencias arraigadas».
Solicita, por ello, «el amparo» y la intervención de las instituciones públicas
responsables con el fin de promover el «valor básico de la convivencia social
en paz y armonía».
Hay quienes abordan el asunto en términos de
confrontación formal entre libertad religiosa y libertad de expresión. No
faltan quienes ven en ello una ‘boutade’ que, sumada a otras de parecido
estilo, puede acabar cargando las pilas de una ultraderecha dormida y acabar
arruinando la convivencia democrática. Más allá de estos y otros análisis, es
una buena ocasión para refrescar el debate abierto el año 2015, con ocasión de
los atentados terroristas contra los periodistas de ‘Charlie Hebdo’ sobre el
supuesto ‘derecho a blasfemar’ y sobre el tratamiento legal de comportamientos
de este estilo en un Estado moderno.
En los códigos penales de los países europeos se
encuentran tres diferentes maneras de abordar la blasfemia: su penalización
directa, su evolución hacia el insulto o difamación por motivos religiosos y la
persecución de lo que se entiende como incitación al odio (’hate speech’).
La blasfemia como delito es definida como una ofensa
contra Dios, los preceptos y los símbolos de una religión. En Alemania, por
ejemplo, se ha considerado blasfema una obra teatral en la que se representaba
a un cerdo crucificado y se ha condenado a una persona que había escrito en
papel higiénico: «el Corán, el Santo Corán», enviándolo a mezquitas y
televisiones. Los críticos cuestionan la competencia del Estado en un asunto
que pasa por enjuiciar cuestiones de fe o doctrinales, acarreando, casi
siempre, una restricción de la libertad de expresión. Además, prosiguen, las
convicciones religiosas acaban protegiéndose de las no religiosas y del
ateísmo, quedando seriamente lesionadas la imparcialidad y la pluralidad.
La acogida de estas críticas explica que la
consideración de la blasfemia como delito haya evolucionado en Italia, Grecia,
Irlanda, Finlandia, España, Austria, Alemania, Chipre, Dinamarca, Islandia,
Liechtenstein, Noruega y Rumanía hacia el de insulto o difamación de la
religión, extendiéndose el amparo a las confesiones minoritarias. Y explica
también que Letonia y Polonia, hayan decidido proteger al individuo y a los
grupos que profesan una determinada confesión, castigando las ofensas a la
sensibilidad religiosa. En Polonia, por ejemplo, se ha penalizado como
insultante proclamar que «el cerebro (el de los judíos) ha sido circuncidado».
Existe un tercer grupo de naciones integrado por todas
las postcomunistas, (con la excepción de Rumania) juntamente con Holanda, que
prefieren proteger a los creyentes más que sus convicciones. Criminalizan, por
eso, la incitación al odio en el marco de la defensa y salvaguardia de la raza,
el color, la nacionalidad, las opciones políticas, la orientación sexual,
etcétera. Es una apuesta también criticada por la inexistencia de una
definición de ‘incitación al odio’ que sea universalmente aceptada y porque
suele ser bastante frecuente que tales leyes se apliquen de manera desigual,
según se trate de religiones mayoritarias o minoritarias; y, por supuesto, a
los ateos.
De este sucinto recorrido se puede concluir que la
tipificación de la blasfemia como delito o el supuesto derecho a la misma ya no
se puede plantear como solución a la relación, frecuentemente complicada, entre
libertad religiosa y libertad de expresión. Urge reubicar la cuestión en el
marco más amplio del respeto a la diversidad y pluralidad: amparar el insulto o
la difamación de una persona o de un colectivo por sus convicciones religiosas,
raza, color, nacionalidad, orientación sexual o de cualquier otro tipo no es
propio de un Estado moderno que, además de democrático, promueve y cuida la
convivencia cívica. Sin un mínimo de respeto, el ejercicio de cualquier
libertad, incluida la de expresión, debilita la capacidad de vivir juntos,
resintiéndose la misma democracia.
Queda en manos del lector, releer esta consideración
en un mundo como el nuestro, convertido, hace tiempo, en una ‘aldea global’.
«Cuando los periodistas de Charlie Hebdo fueron masacrados», declaraba el
jesuita Franco Martellozzo, en África desde 1963, «un responsable musulmán
local me dijo: ‘matar en nombre de Dios es el peor insulto a Dios, el pecado
más grande’. Pero después, cuando el periódico volvió a la carga con una nueva
caricatura y el gentío fanático quemó iglesias en Níger, el mismo amigo me dijo
amargamente: ’provocar a los fanáticos no es una señal de inteligencia’».
Todo un ejemplo de sabiduría cívico-política para
nuestros políticos. Y también para quienes integran la txosna bilbaína.