Por Ignacio Villota Elejalde
Vivimos tiempos, siempre los hemos vivido, en que las grandes
religiones, entendidas como ciencias acabadas, con sus montajes ideológicos y
certezas logradas ponen en peligro el requisito básico de la convivencia
humana, la tolerancia, e intentan lograr el triunfo de las ideas religiosas y
sus, a veces, logros económicos por medio de la imposición, de la violencia y
de la muerte.
Durante estos últimos años hemos asistido a la irrupción
violenta, a la masacre y el terror de grupos fanatizados del mundo musulmán
que, llevados por un sentido literal asfixiante de su libro sagrado, se
inmolan, aterrorizan y asesinan, llevando a las poblaciones y a los políticos a
miedos incontrolables que, incluso pueden conducir a mentes normalmente
sensatas a conclusiones ideológicas y políticas peregrinas. El fin de los
fanáticos musulmanes sería rehacer las glorias políticas culturales y
religiosas de sus califatos.
Nosotros en el cristianismo sabemos algo de todo esto. No sé
si incitados por teólogos llenos de certezas, o acaso también, por comerciantes
flamencos, ingleses o franceses que vieron en la aventura del Próximo Oriente
la posibilidad de pingües negocios, la Iglesia, a través de aquel grito del
papa Urbano II “Dios lo quiere”, se lanzó a la aventura de la I Cruzada. Había
que rescatar los Santos Lugares por los que Jesús transitó. Convencidos de
poseer la razón y de que era la voluntad de Dios echar a los musulmanes de
aquellas tierras eminentemente cristianas, en opinión del Papa, los cruzados
ejercieron la violencia durante muchos años. No aterrorizaban en el sentido
moderno de la palabra, con dinamita y bombas de racimo, pero sí asediaron,
mataron y ejecutaron a infieles hijos de Mahoma.
Nosotros, los creyentes cristianos, siempre hemos de estar
alerta ante la sutil tentación de confundir las creencias con las certezas, y
andar a “certezazos” con los de dentro o los de fuera que no estén de acuerdo
con ellas. Y para hablar de estas cosas nos sirve el Evangelio de estos días.
“Dichosa tú porque has creído” le dice Isabel a María cuando
ésta la visita. No le dice Isabel: “Dichosa tú porque sabes que vas a ser la
madre del Salvador”, sino porque has creído. No conocemos cómo recibió esta
inspiración divina, dejando de lado el escenario maravilloso e idealizado de la
Anunciación descrito por San Lucas. El caso fue que María creyó durante toda su
vida que aquel hijo suyo, tan extraño, tan contracorriente y tan antisistema en
su tiempo, era un ser excepcional, encarnación de Dios en la historia. Por
cierto, si María hubiera conocido el sentido que hoy se da a la palabra antisistema
hubiera fruncido el ceño. Ella, lógicamente, conocedora de la sociedad de su
tiempo, creería que el sistema, en su sentido más pleno, rico y humano sería
una organización de la sociedad desde las perspectivas económica, política y
religiosa basadas en el amor, la confraternización, la igualdad, la ética en la
vida de los negocios, la redistribución de los bienes, la no confusión de lo
legal con lo ético, el respeto a los diferentes… en conclusión: su Hijo se
dedicaría toda su vida a luchar contra los antisistema, es decir, los poderosos
grupos y personalidades detentadoras del poder religioso, social y político de
Israel.