Jesús Martínez Gordo
El 28 de julio de 2020 ha fallecido Joseph Moingt, a los 104
años, un jesuita dedicado a la comprensión de la fe en un mundo progresivamente
alejado de la misma. Pero también interesado en una Iglesia que, urgida a escuchar
y discernir los latidos de dicho mundo, percibía desmedida y crecientemente
alejada del mismo en una buena parte de sus responsables institucionales,
aunque muy atenta a confrontarse con algunos de sus muchos retos entre otra parte
notable de los bautizados. Sus aportaciones más relevantes han estado
presididas por esta doble inquietud; incluido el último libro, publicado a los
103 años, “El Espíritu del cristianismo”, y escrito en primera persona y con
una libertad envidiable.
Tuve la suerte de encontrarme con él en diferentes ocasiones
en la residencia que, en las décadas finales del pasado siglo, tenían los
jesuitas en la calle Monsieur (París). En una de estas visitas hablamos largo y
tendido sobre una conferencia que, impartida por él en Suiza, fue recogida por
Jean Bernard Lang y publicada como un resumen en la revista “Choisir” el año
1994. Probablemente se desconozca que no la pudo publicar, tal y como la había
escrito, porque el obispo de la diócesis entendió que, lo entonces argumentado
y propuesto por J. Moingt, no era de recibo, ni teológica ni pastoralmente. A partir
de aquella intervención se le cerraron las puertas de aquella diócesis y de
otras.
“El desembarco teológico
de Normandía”
Joseph Moingt se adentró en una urgencia que, también
compartida por su amigo Bernard Sesboüé, se encuentra en el origen de la famosa
declaración Interdicasterial de 1997 dedicada a “la colaboración de los fieles
laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes” que, en alguna ocasión, me he
permitido denominar como “el desembarco teológico de Normandía”, al haber sido firmada
por nada menos que ocho organismos vaticanos: la Congregación para el Clero; el
Pontificio Consejo para los laicos; la Congregación para la Doctrina de la Fe; la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos; la Congregación
para los Obispos; la Congregación para la Evangelización de los Pueblos; la Congregación
para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica y el
Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos. ¡Casi
nada!
Si no me equivoco, creo que fue la primera vez -por supuesto,
en el postconcilio- en la que se produjo un “desembarco” teológico y pastoral de
tanto calado. Y también entiendo que semejante posicionamiento —indudablemente
cargado de una enorme autoridad magisterial, aunque falible, no se olvide— no
ha logrado acallar el problema que, J. Moingt entre otros, trató en aquella
ocasión. Lo hemos podido ver, más recientemente, en la celebración del Sínodo
sobre la Amazonía y lo estamos constatando en las reacciones (críticamente contundentes,
por parte de la gran mayoría del episcopado alemán) que está provocando el
reciente documento de la Congregación para el Clero sobre las parroquias (Instrucción
pastoral, “La conversión pastoral de la comunidad al servicio de la misión evangelizadora
de la Iglesia”).
Creo que el mejor recordatorio que puedo ofrecer de este
singular teólogo es recoger lo entonces sostenido y publicado a partir de las
notas tomadas por Jean Bernard Lang, uno de los oyentes, y que el mismo Joseph
Moingt me aseguró que recogía lo fundamental de lo propuesto y argumentado por
él en aquella intervención, a medias “silenciada” …
Según me confirmó, fue invitado a hablar sobre el
espectacular desarrollo que estaban experimentando los ministerios laicales
después de la Carta Apostólica “Ministeria quaedam” de Pablo VI (1972), así
como sobre la incidencia que estaban teniendo en la concepción y en la praxis
del ministerio ordenado. Tuvo un particular interés en subrayar que, si bien
era cierto que, por aquellos años, se estaba asistiendo al retorno de una nueva
religiosidad (que caracterizó como difusa y comunitaria), no lo era menos que
dicho retorno estaba presentando unas características que no se podían
descuidar y que habían de tenerse muy presentes.
Religiosidad difusa y
comunitaria
La actual crisis religiosa —sostuvo— tiene hondas raíces
culturales y la Iglesia no parece contar con la actitud requerida para afrontarla
debidamente. Es innegable que asistimos a un retorno difuso y ambiguo de lo
religioso, pero también lo es que semejante vuelta no está aconteciendo en la
forma que se podría esperar ya que no refuerza, para nada, a las grandes
instituciones religiosas. Se está tratando de un retorno en el que queda
aparcada la estructura jerárquica de las grandes religiones en favor de formas
más comunitarias, más autónomas y corresponsables y, por ello, más
democráticas. La respuesta de la Iglesia institucional, en vez de leer de
manera inteligente este signo de los tiempos, se limita a desautorizar y
marginar la teología del pueblo de Dios, así como a recuperar una concepción
autoritaria y marcadamente personalista del ministerio ordenado; y, por
supuesto, del papado.