Jesús
Martínez Gordo
El hecho es incuestionable:
estamos asistiendo, desde hace unos cuantos años, al cierre y posterior
agrupación de parroquias en las llamadas unidades pastorales. Y, como
consecuencia de tal estrategia pastoral, también estamos asistiendo a la
disolución de pequeños núcleos comunitarios, por supuesto, en aquellas
parroquias clausuradas en las que hayan podido mantenerse, aunque sea por muy
poco tiempo.
Este es un fenómeno que, si no me
equivoco, se viene produciendo en la gran mayoría de las diócesis españolas,
por no decir que en todas, pero no solo como consecuencia de la secularización
o falta de credibilidad de la Iglesia, sino también —así lo entiendo— como
resultado de activar unas estrategias pastorales que me resultan alicortas y
poco o nada esperanzadoras. Es más, creo que, frecuentemente, son unas
estrategias nada beneficiosas para la Iglesia; en particular, si se practican
de manera mimética o automática y sin las debidas cautelas.
Entiendo que se trata de unas
estrategias que —cuando no se contrastan con otras un poco más ambiciosas, como
expondré en un segundo momento— pueden acabar siendo peligrosas para cualquier
diocesis que pretenda contar con un futuro, cierto que modesto, pero
esperanzado.
Me estoy refiriendo, en concreto,
a unas estrategias pastorales que, al tener como centro absoluto e
incuestionable de la reorganización el creciente —y, al parecer, imparable—
déficit de efectivos presbiterales, no cuentan ni tienen presentes los restos
comunitarios que todavía puedan pervivir en las parroquias reagrupadas en torno
a otros centros más numerosos, pero no, por ello, necesariamente más
comunitarios o con perspectivas de mejorar el futuro pastoral de la zona en la
que así se interviene.
Visto lo que está pasando en
algunas diócesis de la Europa occidental y también entre nosotros, diríase que
el único criterio que parece prevalecer, de hecho, es el de intentar ralentizar
una caída o minimizar las consecuencias de contar con presbíteros bajo el
engañoso manto de una reorganización en unidades pastorales que, más pronto o
más tarde, también tendrán que ser agrupadas en otras, territorialmente todavía
más grandes. El resultado de ello es que lleguemos a diócesis formadas —y no es
fruto de una imaginación calenturienta— por cuatro o cinco unidades pastorales,
como mucho.
La aplicación acrítica e,
incluso, automática de tal estrategia pastoral —o de otras parecidas y en la
misma longitud de onda— puede llevar, a medio o largo plazo, a la
autodisolución, es decir, a la autoliquidación de la Iglesia católica entre
nosotros; en definitiva, a ser un residuo.
Siendo tal futuro bastante
posible, entiendo que haya personas para las que la apuesta por la estrategia
pastoral en curso merezca ser, por lo menos, repensada críticamente para
imaginar, en una segunda fase, posibles alternativas; más allá de las fuerzas y
de las ganas que puedan existir para embarcarse en otras singladuras pastorales
y reorganizativas. Tal es la perspectiva de fondo de estas líneas.
Por lo dicho, creo que ha llegado
la hora de imaginar y diseñar un plan de intervención que permita reconducir —allí
donde sea posible y a partir de un resto de cristianos que no lo son por
inercia sino por libre adhesión o pertenencia— algunas de tales parroquias “en
caída libre”, en comunidades que, aunque numéricamente muy modestas, tengan la
oportunidad de ser vivas y con futuro; al menos con un futuro mejor que la
disolución en un colectivo más numeroso, destinado, a medio o largo plazo, a la
desaparición, previo paso por una esclerotización pastoral en la que todo está
programado, no sirviendo tal programación para nada o para casi nada, es decir,
para abrir a un futuro esperanzado y motivador.
Pero antes de adentrarme en este
terreno —imaginativo y propositivo— es necesario evaluar —como he adelantado—
la consistencia que pueda presentar la hipótesis que acabo de formular sobre el
futuro que previsiblemente aguarda a las diócesis que se vienen decantando —sobre
todo y de manera acrítica— por la estrategia de reorganizarse en unidades
pastorales.
Entiendo que haya cristianos y
responsables eclesiales a los que les parezca buena o, al menos, no tan mala,
cualquier estrategia pastoral con tal de salir al paso de la drástica reducción
de efectivos presbiterales. Pero también entiendo que haya quienes sostengan
que son posibles otras estrategias que apunten, por ejemplo, a crear —en unos
años, y allí donde sea razonablemente viable— comunidades de libre adhesión o
de pertenencia personal; por tanto, no solo canónica o meramente
administrativa. Se trataría de comunidades fundadas a partir de la existencia
de un número mínimo de miembros que hubieran manifestado, de manera explícita,
su voluntad de pertenecer a las mismas. Estas personas, al posicionarse así,
podrían estar garantizando un futuro a las actuales parroquias “en caída
libre”.
Obviamente, se trataría de
comunidades de matriz parroquial que, porque quieren seguir vivas y con futuro,
podrían estar formadas por un mínimo de personas que se adhieren a ellas de
manera libre y responsable: entre 20 y 30, como mínimo, reconocibles como
“resto” o “rescoldo” comunitario o, también, como “primer círculo” de
pertenencia comunitaria. Este “primer círculo” de pertenencia se caracterizaría
por estar dispuesto a dedicar, por lo menos, dos horas a la semana para
intentar crear una comunidad viva y con futuro, así como a cuidar y estar interrelacionado
con otros, tales como los dominicales, los ocasionales, la religiosidad
popular, los alejados, etc.
Estaríamos hablando de “restos o
rescoldos comunitarios” con voluntad de ser comunidades estables en ocho o diez
años y que contarían con el servicio —aunque fuera ocasional— de un nuevo
modelo de presbítero, reconocible como apostólico e itinerante.
Es evidente que la viabilidad de
esta apuesta sería factible si fuera asumida y promovida —previo diálogo,
impulso y ratificación episcopal— como objetivo prioritario en el plan
diocesano de pastoral, además obviamente, de por las parroquias y cristianos
directamente concernidos.
Así pues, creo que ha llegado la
hora de imaginar y ofrecer —como he adelantado— una de estas posibles
estrategias pastorales —alternativa a las que se están aplicando estos últimos
años— con el fin de propiciar una Iglesia viva y con futuro o, al menos, con el
de ofrecer un proyecto que permita salir del alicorto porvenir al que nos
conduce la estrategia pastoral en curso.
Pero antes habrá que exponer —como
igualmente he adelantado— cuáles son las urgencias que vienen provocando las
estrategias pastorales que se están primando y evaluar —a la luz de las
implementaciones conocidas— su idoneidad. Y, una vez conocidos —y aceptados—
tales aciertos y limitaciones, imaginar la estrategia alternativa.
De lo primero, es decir, de las
urgencias que vienen provocando tales decisiones y de los diferentes
procedimientos adoptados, ya escribí hace más de un par de décadas un largo
libro recogiendo las experiencias al respecto; y no solo en España, sino también
en Francia, Italia, Suiza y Alemania[1].
Es lo segundo —la idoneidad de las estrategias pastorales que se vienen
promoviendo y socializando esta última temporada— lo que hay que abordar y
evaluar; en referencia, sobre todo, a la iglesia española. Pero es necesario
adentrarse en este apartado crítico con la intención de exponer en un segundo
momento, algunas líneas mayores de una estrategia pastoral que, alternativa a
las mayoritariamente actuales, pueda ofrecer un mínimo de futuro razonable y
viable y, por ello, más esperanzador que el actual; pero también —no soy
ingenuo— más complejo y laborioso.
El camino, como acabo de indicar,
no es —ni va a ser— fácil o corto, pero creo que es esperanzador y, por tanto,
llamado a superar el desaliento en el que parece está sumida una buena parte de
la Iglesia española, incluidos sus responsables últimos, es decir, los obispos
y, con ellos, muchos presbíteros y laicos cualificados. Creo que esto último es
perceptible cuando, como así suele suceder, se limitan a ofrecer infinidad de
datos sobre la preocupante situación de sus respectivas diócesis o parroquias,
casi siempre referidos a la caída de la práctica sacramental o al desplome —al
parecer, imparable— en la autoidentificación como católicos, no aportando
propuestas capaces de movilizar lo mucho y bueno que subsiste en no pocas de
las actuales parroquias, a pesar de encontrarse, muchas de ellas, en caída
libre.
Desconozco si son conscientes de
que, procediendo de esta manera, desmovilizan y siembran de sal el poco o mucho
terreno de esperanzado y movilizador futuro que pueda existir. E, igualmente,
desconozco si son conscientes de que, siendo cierto que hay muchas parroquias
en caída libre, no lo es menos que en bastantes de ellas todavía subsisten
rescoldos de posibles comunidades que —debidamente alentados y acompañados—
pueden ser restos de un prometedor futuro. Su modesto número no exime de
acogerlos e impulsarlos —desde el presente— hacia un futuro mejor que la
autodisolución en una colectividad más grande de participantes sacramentales,
que es lo que, de hecho, se acaba primando normalmente con la apuesta —y
subsiguiente estrategia pastoral— de crear unidades pastorales.
Entiendo que esto último —el
reconocimiento, cuidado y puesta en valor de tales “restos” o rescoldos
comunitarios— ha de ser el objetivo primero y fundamental de un nuevo marco de
intervención pastoral que apueste por un futuro medianamente viable de
cualquiera de nuestras actuales parroquias y diócesis. Y que se han de
reconocer, cuidar y primar dichos “restos” o rescoldos, siendo conscientes de
que nos vamos a tener que mover en el marco de una drástica caída de efectivos
presbiterales, al parecer, sin una fecha de previsible finalización.