Adaptado del artículo “Fundamentalismo y comunión” de
Juan Mª Laboa
sobre la “religión mal vivida” en Sal Terrae enero 2016
En
el tratamiento de este tema, conviene tener en cuenta que la tolerancia, el
pluralismo, la convergencia de concepciones y, por otra parte, la intolerancia
y el fundamentalismo tienen que ver con la doctrina, pero también, y a veces de
manera determinante, con la cultura, la psicología y el talante de los
individuos y de la sociedad civil del momento. Por otra parte, en el
catolicismo no siempre coinciden armoniosamente la necesaria y permanente
adaptación entre una legislación con pretensión de universalidad y la obligada
asimilación de las condiciones y realidades locales. La permanente tensión
existente entre el centro romano y las periferias nacionales responde también a
esta realidad.
…
Para
precisar el concepto [fundamentalismo] en su significación actual, y en
contraste con el integrismo, podríamos partir de la consideración del
fundamentalismo cristiano como «la insistencia, por motivos religiosos o
políticos, en la existencia de un punto de vista de la verdad absoluto»; y,
asociado, a esta actitud, «un rechazo de ciertos principios importantes del
mundo moderno, como la tolerancia, el pluralismo, la secularización y el
relativismo», por temor a que estos derechos disminuyan la autoridad y la actuación
de Dios y de la Iglesia en la sociedad, tal como escribió Pío VI en la bula de
condena de los derechos del hombre y del ciudadano: «Pero ¿qué podía haber más
insensato que el establecimiento entre los hombres de esta igualdad y esta
libertad desenfrenada que parece borrar toda razón? ¿No es la libertad de
pensar y actuar un derecho quimérico contrario a los derechos del Creador
supremo, a quien debemos la existencia y todo cuanto poseemos?»
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Como
es bien conocido, los siglos XIX y XX han constituido una época de profundos
cambios y transformaciones en la sociedad europea. El progreso ha supuesto, a
menudo, el abandono de antiguas costumbres, métodos, ideas y prejuicios. Para
el mundo cristiano todo esto abarcaba y comprendía la palabra «novedades». Toda
novedad parecía contener, de hecho, una profunda carga negativa. La novedad no
era buena para la Iglesia y se enfrentaba directamente a la tradición. Los
cultivadores de las novedades resultaban siempre peligrosos y cercanos a la
herejía, si es que no habían caído ya en ella. La Tradición comenzó a
significar también lo antiguo, la rutina, lo repetido, lo conocido... Se
convirtió en una trampa. Ya no era «el sábado para el hombre, sino el hombre
para el sábado», sin darse cuenta de que la
tradición representaba, a menudo, costumbres, hábitos, interpretaciones
teológicas y reglas recientes que no eran aceptables para el hombre
contemporáneo ni imprescindibles para la vida evangélica. En efecto, en el
largo conflicto de mentalidades y de ideas que ha dividido a los católicos a lo
largo de los dos últimos siglos, los motivos determinantes no siempre han sido
elementos doctrinales y dogmáticos, sino más bien culturales y psicológicos, de
orgullo, pereza mental y oportunismo.
…
Tal
vez no resulte fácil mantener al mismo tiempo la unidad y un espíritu amplio,
dialogante y tolerante. Tal vez resulte complicado mantener a la vez la
ortodoxia y la libertad de pensamiento, aunque, obviamente, es posible y
necesario. En cualquier caso, para los integristas la única manera posible y
aceptable de convivir en la Iglesia consiste en actuar rígidamente según una
única pauta determinada: la suya. Las circunstancias concretas en que se
encuentra la persona no tienen ninguna importancia.
La actitud integrista busca
y espera encontrar en la Iglesia un sistema cerrado, completo, uniforme, que
lo abarque todo, en el que encuentre
con sencillez
la respuesta adecuada y definitiva a todos los problemas de la sociedad. No
cabe duda de que para algunos la presencia de diversas posibles
interpretaciones puede desconcertar y desorientar. No es eso lo
que esperan de la Iglesia, sino seguridad, respuestas, convicciones
definitivas. De ahí su rechazo furibundo de diversas escuelas teológicas, de
los cambios en la liturgia, del cambio del latín por las lenguas modernas.
Esta
postura pasiva pero agresiva, bastante común en el cristianismo contemporáneo,
resulta destructiva para la convivencia y la comunión eclesial. El enemigo es
el cercano; el creyente que no se identifica completamente; el que, formando
parte de la misma comunidad, demuestra una cierta autonomía y mantiene un
talante diverso, un punto de vista diferente, y defiende con desparpajo
explicaciones teológicas no coincidentes con las tradicionales o las romanas.
…
Naturalmente,
no es posible llegar a esta situación de comunión intraeclesial si predomina
el fundamentalismo, sus métodos, sus miedos y sus sospechas. El reto más
importante en la Iglesia actual es el de superar el reino de la sospecha.
Durante estos dos siglos y, sobre todo, en los últimos años se ha instalado en
el ámbito eclesial la óptica de situación, la sospecha de que quienes piensan o
sienten de otra manera resultan deletéreos para la comunidad creyente y para
la evangelización. Los «otros» son considerados herejes infiltrados, movidos por
extrañas intenciones, o bien personas ignorantes o ávidas de poder que buscan
tan solo la imposición de sus ideas. No es posible un pluralismo convergente
en el planeta de la sospecha; no es posible una comunión eclesial allí donde
la desconfianza camina en todas direcciones. Otro tanto se debe afirmar de las
causas de nombramientos o exclusiones. Conviene recordar las palabras de
Newman: «Exigen una Iglesia dentro de la Iglesia... convirtiendo en dogma sus
puntos de vista particulares. Yo no me defiendo contra sus opiniones, sino
contra lo que se debe llamar su “espíritu cismático”».
Y, junto a la sospecha, el
miedo. Aunque se trate de una moneda corriente en los ámbitos del poder
político o económico, si el miedo se instala en la Iglesia, se resquebraja la
esencia de esta. Además, allí donde se instala el miedo crecen la prepotencia y
la tiranía, tal como nos enseña la historia.
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