martes, 15 de abril de 2025

El Sínodo de la Sinodalidad: una Iglesia en punto muerto entre reforma y resistenci

Fuente:   Redes Cristianas

Por   Evaristo

14/04/2025



El Sínodo de la Sinodalidad, comenzado en 2022, ve aplazado o aparcado su desenlace hasta el año 2028. Este retraso ha suscitado preguntas y debates sobre el propósito y la dinámica de este proceso sinodal. Si queremos comprender qué es este Sínodo, la finalidad que persigue, su polémico desarrollo y el insólito aplazamiento de su culminación, debemos analizarlo desde una perspectiva amplia y temporal. Este proceso sinodal debe considerarse no sólo en el contexto del Concilio Vaticano II, sino también teniendo en cuenta siglos anteriores en los que se evidenció la incapacidad de auto-reforma de la Iglesia Católica Romana.

Si se emprendió el Concilio Vaticano II para la “puesta al día” (aggiornamento) de la Iglesia, se debe constatar que su fruto fue decepcionante. Si hubiese sido satisfactorio, no hubiese sido necesario el actual Sínodo para la misma finalidad. El desarrollo del proceso sinodal 2022-2024 topó con las mismas dificultades que el Concilio. La Iglesia se encuentra en una contradicción o callejón sin salida: por una parte le es imprescindible la auto-reforma, y por otra parte es radicalmente incapaz de realizarla.

Progresan en la Iglesia las fuerzas conscientes de la necesidad de cambio, que no pueden ser silenciadas indefinidamente por los sectores inmovilistas de la institución, pero éstos son bastante potentes para frustrar cualquier iniciativa renovadora. Por eso, el Sínodo de la Sinodalidad no pudo aceptar las medidas de cambio propuestas, pero tampoco pudo oponerse a ellas. El resultado fue bastante insólito: por una parte se declara que el Sínodo y la finalidad que persigue son válidos, pero termina sin decisiones concretas. Se estableció una etapa de “implementación” que es una novedad en este tipo de asambleas. Parece que la implementación, que debe durar varios años, en realidad significa que el pontífice le pasa la “patata caliente” a su sucesor.

Es evidente que tal estado de la cuestión evoca o anuncia confrontaciones y posibles rupturas. De hecho, tales conflictos fueron no poco frecuentes en la historia eclesiástica; ahí están los numerosos cismas que se fueron produciendo a lo largo del tiempo. No se puede proponer soluciones a problemas irresolubles, pero sí se puede señalar la causa raíz de toda la problemática. La cuestión no es si tales o tales medidas (sacerdocio femenino, supresión del celibato de los clérigos…) son útiles y necesarias para la organización de la Iglesia. La Iglesia no es un fin en sí misma; es, o debe ser, un instrumento para una finalidad, para la realización de un objetivo.

La cuestión es analizar si la institución eclesial está sirviendo para lo que se supone que es su objetivo o finalidad. Hasta donde somos capaces de entender e interpretar el Evangelio, hemos de constatar que la enseñanza de Jesús y la práctica eclesial van por caminos diferentes y en direcciones distintas. El camino que Jesús señala es el que sigue el Buen Samaritano, en dirección al hombre herido al lado del camino, para socorrerle. El camino por el que la clerecía nos quiere conducir es el del Templo, al que se dirigían el sacerdote y el levita de esa parábola.

Es decir, Jesús vino a establecer el Reino de Dios, un reino que no sigue los modelos terrenales. Su enseñanza llama a sus seguidores a transformar la sociedad, cuestionando las estructuras de poder y asumiendo las consecuencias de este compromiso. Su misión no consistió en fomentar rituales y devociones, sino en transmitir un mensaje de cambio profundo basado en la justicia y el amor.

El mensaje de Jesús deja claro que la verdadera autoridad se encuentra en el servicio a los demás. En lugar de centrarse en los espacios de poder, como los altares de los templos, el Evangelio nos enseña que Dios quiere que se le rinda culto en las personas más vulnerables: los pobres, los enfermos, los marginados, los inmigrantes, los discriminados, las mujeres maltratadas, los niños abandonados…

A lo largo de la historia, las iglesias cristianas, han desarrollado jerarquías que han priorizado la liturgia sobre el compromiso social. Esta estructura clerical se ha aliado con los poderes dominantes, obteniendo privilegios institucionales y beneficios para su jerarquía. Sin embargo, estas dinámicas no reflejan el mensaje original del Evangelio.

Además, la fidelidad al Evangelio no puede limitarse a la adhesión intelectual a credos formulados en categorías filosóficas ajenas al mundo bíblico y al horizonte vital de Jesús. El dogmatismo bizantino que aún impregna muchas confesiones de fe y declaraciones doctrinales ha contribuido a encapsular el mensaje liberador del Evangelio en fórmulas estériles, desconectadas de la realidad del ser humano concreto. Este tipo de ortodoxia abstracta, más preocupada por la precisión conceptual que por la praxis del amor y la justicia, se convierte en un obstáculo más para la renovación evangélica de la Iglesia.

El verdadero cambio que Jesús propone exige una firme oposición a cualquier forma de opresión y explotación. Implica rechazar las guerras, no respaldar a quienes anteponen sus intereses privados al bien común y combatir las desigualdades dentro y fuera de la Iglesia. Seguir este camino es ser sal de la Tierra y luz del mundo. Este es el desafío que deberían asumir los concilios y sínodos, estudiando acciones concretas para transformar la sociedad. Eso implica asumir una auto-reforma eclesial que ponga su foco en la misión de la Iglesia y no en discutir y negociar rangos y espacios de poder dentro de ella.

 

 

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