lunes, 27 de noviembre de 2023

Interpelaciones recibidas desde los ámbitos sociales y políticos (II)

CÓMO VIVE UN POLÍTICO CRISTIANO SU COMPROMISO EN UN AMBIENTE BELIGERANTE

(I parte)

Javier Madrazo Lavín

BARCELONA

24-10-23

 

Se me ha preguntado, de manera explícita o implícita, por qué sigo perteneciendo a esta iglesia que lleva camino de ser más un residuo que un resto significativo para el mundo de hoy. Reconozco que es difícil anunciar que la iglesia lleva un tesoro en vasijas de barro. O que es santa y pecadora a la vez.

Muchas veces, me he encontrado más identificado, con el testimonio y militancia, de muchas personas, que considerándose ateas o agnósticas, representaban, en la práctica, mejor los valores del evangelio de Jesús, que muchas otras,  que considerándose muy cristianas y devotas, eran ajenas a los sufrimientos y padecimientos, de tantos hombres y mujeres a lo largo y ancho del mundo

Frente a los que me preguntan que “pinto” en esta Iglesia,  yo les digo que en esta Iglesia, con todas sus imperfecciones he descubierto el mayor  “tesoro”, Jesús el Cristo, que da pleno sentido a mi vida. La alternativa, por tanto, no pasa por “montar” una Iglesia paralela, sino por transformarla desde dentro y desde abajo. Como dice Congar: “No hay que hacer otra Iglesia, sino una Iglesia otra, distinta”.

 ***

 

Hay dos cuestiones que han alejado a muchas personas de la identidad Jesu-Cristiana: el problema del mal en el mundo y un modelo de iglesia esclerotizado

 

A.- Dios no quiere el mal ni nuestro dolor

Una interpelación recurrente que me plantean muchas personas, de ese entorno ateo y agnóstico que me rodea, se refiere a la existencia del mal en el mundo. ¿Por qué si Dios es bueno permite el sufrimiento y la muerte de personas inocentes? ¿Si Dios lo puede todo porque permite tanto dolor injusto en el mundo? Reconozco que es una cuestión que no tiene fácil respuesta. Nos envuelve el Misterio.

Me parece muy sugerente la idea de un Dios que convive “pacíficamente” con la libertad humana, porque es así como Él mismo concibió al ser humano desde el inicio de los tiempos. Incluso para tomar decisiones que le alejen del proyecto de humanidad que Dios anuncia a través de Jesús.

El dolor no es un castigo de Dios. Hay que asumirlo como un dato de la realidad, pero en la medida de lo posible, hay que tratar de evitarlo, en nosotros y en los demás, porque Dios no quiere nuestro dolor. Dios quiere nuestra alegría y nuestro bienestar.

Nos encontramos, por tanto, ante el misterio de un Padre y Madre que prefiere crearnos, a no crearnos. Es verdad que nos ha creado finitos, y capaces de ser inhumanos con nuestros semejantes. Pero también capaces de lo mejor: de amar y hacer el bien, de ser felices, de reír, disfrutar y gozar de tantos placeres que nos ofrece la vida. Dios nos crea porque entiende que la vida merece la pena ser vivida y disfrutada.

Sabiendo esto, Dios, por amor, no nos deja “tirados”, se abaja, y haciéndose uno de nosotros, asume nuestra finitud, y nos acompaña en todo momento, en nuestro peregrinar por este mundo, mostrándonos el camino de la felicidad y de la vida en plenitud.

Lo recoge muy bien el teólogo gallego, Andrés Torres Queiruga: “Dios, porque es capaz de crearnos desde la nada, tiene también poder para no dejarnos recaer en ella, rescatándonos de la muerte, convertida así en el “último enemigo” en ser vencido. Mientras tanto, acompaña en el camino; el mal no es castigo, sino el peaje inevitable del crecimiento en toda existencia finita…No hay que atribuir el mal a Dios, que por definición, es el Anti-mal, sino a la finitud humana…La resurrección de Cristo es la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios”.

Dios no quiere nuestro dolor, ni quiso el dolor de Jesús. El dolor hay que evitarlo y suprimirlo, si se puede. Pero hay dolores inevitables, bien por la misma naturaleza humana que es débil y finita, bien porque tenemos que afrontarlo, al defender los derechos humanos, al promover el reino de Dios. Pero lo que salva no es el dolor con el que nos encontramos, sino el bien que podemos hacer. El dolor, en sí mismo, no tiene ningún valor salvador.

En este punto, me parece fundamental subrayar, la confianza depositada por Jesús en esos terribles momentos: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Es la confianza depositada en un Dios que es Amor, al que no le resulta indiferente el sufrimiento de sus hijos/as.

Les suelo comentar, a mis compañeros y amigos ateos, que la fe en el Dios jesu-cristiano y uni-trinitario no elimina los problemas que son comunes a deistas, teístas y ateos.

En cualquier caso, más allá de las insuficiencias de las explicaciones deístas o teístas, me parecen mucho más consistentes desde el punto de vista racional que las explicaciones ateas, que más allá de negar a Dios, se limitan a proponer el silencio como explicación al problema del mal y de la muerte de los inocentes.

 

B.- La urgente reforma de la Iglesia

Otra de las interpelaciones tiene que ver con la Iglesia. Muchas veces este diálogo con el ateísmo queda “contaminado” por la visión que en esta sociedad secularizada se tiene de la iglesia. Este es uno de los principales cuestionamientos que se me han hecho, en los diferentes ámbitos sociales, políticos e institucionales en los que me he movido, y me muevo. Se me ha preguntado, de manera explícita o implícita, por qué sigo perteneciendo a esta iglesia que lleva camino de ser más un residuo que un resto significativo para el mundo de hoy. Reconozco que es difícil anunciar que la iglesia lleva un tesoro en vasijas de barro. O que es santa y pecadora a la vez.

Verdaderamente, el actual modelo de iglesia patriarcal y clerical, es un obstáculo muy grande para poder presentar a Jesucristo como camino de liberación y como oferta de sentido al mundo contemporáneo.

Este modelo de Iglesia no conecta, al menos en Occidente, con una ciudadanía que valora, cada vez más, la participación en la toma de decisiones o la igualdad entre hombres y mujeres.

Como bien señala, González Faus: “la Iglesia no podrá hacer más evangélicas sus conductas hacia fuera si no convierte sus estructuras hacia dentro”.

Es muy anacrónica a la luz del pensamiento moderno, una institución en la que el pueblo de Dios no participa en la elección de los Obispos; en la que las mujeres tienen vetado el acceso al sacerdocio y son tratadas como ciudadanas de segunda;  en la que no hay separación de poderes, en la medida que, el poder está concentrado en una minoría (ministerio ordenado); en la que la mayoría laical sigue teniendo un papel subalterno y secundario.

Una iglesia del poder donde sólo los hombres mandan, una iglesia separada entre los de “arriba” y los de “abajo”, no puede ser la iglesia de Jesús, en la que nos tratamos como hermanas y hermanos.

 

Desde mi punto de vista la minoría preconciliar que “perdió” el Concilio Vaticano II ha acabado imponiendo sus posiciones por la vía de los hechos,  apoyada por los sucesivos papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. El Código de Derecho Canónico es la culminación de tal proceso involucionista. Hay una distancia “sideral” entre el Concilio Vaticano II y el Código de Derecho Canónico.

Se empiezan a alzar voces pidiendo un nuevo Concilio (Concilio Vaticano III ) como único espacio posible en el que abordar las necesarias reformas estructurales que necesita nuestra Iglesia.

La iniciativa “pro Concilio-Concilio desde abajo” puesta en marcha en la diócesis de Rottenburg-Stuttgart, señala que “la Iglesia sólo puede cumplir eficazmente su misión de transmitir el mensaje gozoso del Evangelio si es creíble. Las estructuras de poder monárquicas, el clericalismo masculino, el celibato obligatorio, una moral sexual rígida y numerosas fijaciones dogmáticas no son parte del mensaje bíblico de salvación, sino las reliquias del 'congelador' de la historia de la iglesia que bloquean el camino de innumerables personas hacia el evangelio.

No es posible que la Iglesia tenga éxito a la hora de sostener la "antorcha de la esperanza" mientras se distinga de la sociedad como una pequeña minoría con estructuras de liderazgo antidemocráticas, con una doctrina incomprensible y con una liturgia con un lenguaje incomprensible. Solo puede funcionar en una iglesia que formula un mensaje de manera atractiva para la gente de hoy y que es escuchada porque vive lo que proclama".

En definitiva, estamos ante una Iglesia muy alejada de las características que debe tener la comunidad de los seguidores de Jesucristo.

Este modelo sintoniza, fundamentalmente, hoy, con el pensamiento conservador y de derechas. No es casualidad que los grupos que están creciendo y desarrollándose con más fuerza, en muchos casos, con el impulso decidido de la jerarquía, son los de corte espiritualista y tradicionalista. Grupos que no vinculan la Fe con la Justicia y con el compromiso con los empobrecidos; que no cuestionan un modelo de Iglesia que tiene sus bases en el concilio de Trento; que aceptan acríticamente este sistema económico capitalista generador de pobreza y desigualdad.

Reconozco que vivo con mucha desazón la apropiación que hace  del cristianismo, la derecha política y los grupos eclesiales de pensamiento conservador.

Hacen una defensa cerrada del no nacido, cosa que comparto, pero se olvidan del nacido, de las personas que peor lo pasan.

No todas las opciones son asumibles y coherentes con el Evangelio, por mucho que estas personas se santigüen y vayan mucho a misa, y aunque cuenten con el apoyo entusiasta de una parte de la jerarquía de la Iglesia.

Me refiero a opciones políticas o sociales: que niegan la violencia machista, que criminalizan la inmigración y a los inmigrantes permitiendo su muerte y explotación; que niegan el cambio climático; que defienden la propiedad privada con carácter absoluto e incondicionado aunque sea al precio de impedir el acceso a las necesidades básicas ( pan, techo y trabajo) de amplias capas de la sociedad; que defienden un sistema de producción y consumo capitalista de carácter productivista, generador de pobreza y desigualdad, depredador del medio ambiente y que pone la obtención de beneficios sin límites, por encima de las necesidades de las personas.

 

Me resulta difícil vivir en comunión de fe, y compartir espacios comunitarios con estas personas. Además, resulta sorprendente y desconcertante, comprobar el apoyo y complicidad con que cuentan, de una buena parte de la jerarquía de la conferencia episcopal española. A pesar de este malestar me suelo decir a mí mismo que antes se irán ellos/as que yo.

No es de extrañar el alejamiento, de la Iglesia, y lo que es peor, de la adhesión a la identidad cristiana y al seguimiento de Jesús, salvo excepciones, del movimiento obrero, de los intelectuales y científicos, de los jóvenes y del movimiento estudiantil.

La fe y la defensa del capitalismo son conceptos incompatibles. La izquierda y el cristianismo, sin confundirse, comparten en la praxis, un proyecto emancipador, representan valores comunes de igualdad y justicia;  mientras que la derecha y el pensamiento conservador se sustenta en la defensa del beneficio propio ilimitado y en el egoísmo de clase.

En este contexto, se entiende, por ejemplo, el trabajo compartido entre militantes marxistas y cristianos de base en los años de la dictadura en España.

De hecho, muchas veces, me he encontrado más identificado, con el testimonio y militancia, de muchas personas, que considerándose ateas o agnósticas, representaban, en la práctica, mejor los valores del evangelio de Jesús, que muchas otras,  que considerándose muy cristianas y devotas, eran ajenas a los sufrimientos y padecimientos, de tantos hombres y mujeres a lo largo y ancho del mundo. Compañeros/as  y camaradas, capaces de entregarse en cuerpo y alma, a la causa de la lucha contra la pobreza, por las libertades democráticas y la justicia social. Incluso pagando un alto precio por ello ( represión, despido, cárcel, exilio, tortura...).

Mi experiencia personal avanza en esta dirección. A lo largo de toda mi trayectoria vital, la coincidencia y la convivencia entre personas de izquierda, y hombres  y mujeres cristianas, han sido una constante: en el movimiento estudiantil, en la objeción de conciencia, en las primeras asociaciones de barrio, en el activismo pacifista, en la lucha obrera,  en la militancia político/partidaria, en el mundo de las ONGs...

Quienes nos sentimos y nos reconocemos como cristianos/as, debemos mantener una presencia activa, en las acciones y proyectos transformadores, que hacen bandera de la utopía, y asumen los principios y valores que mejor conectan, con el  pensamiento y la propuesta de vida de Jesús.

Como regalo del Espíritu, la figura del Papa Francisco ha emergido en la última década, como signo de esperanza y bocanada de aire fresco. En el ámbito de los sectores progresistas y de izquierda, su discurso y gestos proféticos, han recuperado buena parte del crédito perdido bajo los mandatos de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.

Este Papa, fallecido hace 10 meses, poniendo el énfasis en la verdad, concibe a la Iglesia como “salero”, es decir, cómo “faro y guía” de esta sociedad, aunque, a veces, tenga  que convertirse en “fortaleza asediada”. Por el contrario, Francisco,  priorizando  la misericordia, concibe a la Iglesia como “sal y levadura”, una Iglesia “en salida”, “hospital de campaña”, y “madre más que maestra”.

En otras palabras, el frente conservador de la Iglesia (catocapitalistas o teoconservadores) quiere, primero la “confesión de los pecados” y luego “curar las heridas”.

 

Para Francisco, por el contrario, ante todo, y sobre todo, Dios es misericordia, y el ser humano sólo puede reconocer su pecado si es abrazado con misericordia.

El mandato de Francisco está facilitando el diálogo de la Fe y la Cultura. Está permitiendo romper muros y tender puentes, entre posiciones que han estado muy alejadas entre sí. Con este Papa, la Iglesia, a pesar de todas sus contradicciones, está ganando un respeto que había perdido. Ello cobra más importancia si cabe, en el contexto geopolítico en el que vivimos, de gran incertidumbre y zozobra, con grandes amenazas que se ciernen sobre la humanidad: guerras, cambio climático, amenaza nuclear, recesión económica, aumento de las desigualdades, violencia de género…

Bergoglio se ha erigido en un referente para creyentes y no creyentes, máxime en un momento en el que hay un gran déficit de liderazgos políticos que contribuyan a abrir horizontes de esperanza; a dar aliento ético y alimentar la esperanza en un mundo mejor; a ofrecer respuestas y alternativas; y a anteponer el bien común a otros  intereses espurios.

De todos modos, no práctico ninguna clase de “papolatría”. Si bien considero que el Papa Francisco ha abierto una nueva etapa, con discursos renovados, que está ayudando a levantar los ánimos y las ilusiones, también sostengo que, pasados diez años de pontificado, no ha sido capaz de implementar las reformas estructurales que necesita la Iglesia. Falta pasar de las palabras a los hechos. Y no me sirve eso,  de que tiene muchas presiones de los sectores preconciliares y de la poderosa curia vaticana. Ya sabemos que esto es cierto. Pero se necesita más coraje evangélico y fuerza profética para dar un “golpe de timón” y evitar la deriva en la que se encuentra la Iglesia, al menos en Occidente.

En este sentido, valoro enormemente el Sínodo que ha puesto en marcha en la Iglesia Universal, y que está teniendo lugar a lo largo de este mes de Octubre. Siendo positivo el proceso de escucha al Pueblo de Dios, sin embargo, se queda corto. Resulta insuficiente. Me uno a las palabras de Julia Knop, doctora en antropología teológica y profesora en teología dogmática, refiriéndose al proceso Sinodal: “sólo la élite del liderazgo eclesiástico juzga, si lo que los fieles entienden importante está inspirado por el Espíritu Santo o no. Los presidentes de las Conferencias Episcopales Europeas, ellos solos, cerrarán el documento final y decidirán cuales son los resultados de esta etapa. Pero nada sobre los impulsos reformistas. No se trataba de eso, sino solo de realizar una “experiencia sinodal”. Los procesos sinodales, tal y como los entienden los romanos, no sirven para formar y formular una voluntad común, sino para el juicio episcopal. Para entonces, los laicos se habrán ido hace mucho tiempo. Es muy posible que el Espíritu Santo se haya ido a casa con ellos. Porque habla el idioma del pueblo. No se le puede domar, ni en los minutos de silencio ni en la autorreflexión episcopal. Sopla donde quiere”. Thomas Söding, vicepresidente del Comité Central de Católicos alemanes, se pregunta si es “un derecho divino” que en la Iglesia solo gobiernen los obispos y los ministros ordenados.

Por el contrario, valoro de forma extraordinariamente positiva, la iniciativa del Camino Sinodal Alemán que está profundizando de manera muy seria, decidida y valiente, en un verdadero proceso de sinodalidad y corresponsabilidad. Están abordando los verdaderos “nudos gordianos” de la necesaria reforma estructural de la Iglesia: el modelo absolutista y cupular en la gestión del poder, la obsoleta moral sexual, replantear el ministerio ordenado y la marginación de la mujer.

El Camino Sinodal Alemán, junto al Sínodo de la Amazonía,  son las dos  iniciativas  más esperanzadoras que ha vivido la Iglesia Católica en los últimos cuatro años. Están abriendo camino, y anticipando el nuevo tiempo que, más pronto que tarde, debe abrirse paso en la Iglesia, si verdaderamente quiere ser la comunidad que anuncia, y no oculta,  la Buena Noticia del Evangelio.

Frente a los que me preguntan que “pinto” en esta Iglesia,  yo les digo que en esta Iglesia, con todas sus imperfecciones he descubierto el mayor  “tesoro”, Jesús el Cristo, que da pleno sentido a mi vida. La alternativa, por tanto, no pasa por “montar” una Iglesia paralela, sino por transformarla desde dentro y desde abajo. Como dice Congar: “No hay que hacer otra Iglesia, sino una Iglesia otra, distinta”.

 

 

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