Por Jesús Martínez Gordo, teólogo
Según leo en la página web de la diócesis de Bilbao, el 28 de octubre de 2023 se tuvo el primer encuentro de Referentes Parroquiales (“Alkartezainak”, en euskera) en el centro San Viator de Sopuerta (Bizkaia) para reconocer la generosidad y la admirable entrega de las personas “cuidadoras” de las parroquias. Y tal y como se informa en dicha página, fue una ocasión en la que, además, se pudo “escuchar, reflexionar, recordar y, sobre todo, visibilizar públicamente la gran y callada labor que realizan las personas que están al cuidado de las parroquias” en la diócesis de Bilbao. Solo por esto, me parece excelente la iniciativa ya que es mucho el cariño, la dedicación y las horas que entregan un centenar pasado de personas para que una buena parte de nuestras parroquias sigan abiertas, prestando algunos de los servicios que, propios e identificativos de una comunidad cristiana, son necesarios e imprescindibles.
Pero en este encuentro,
además de reconocer la entrega y el servicio de estas personas, se presentó un
“documento borrador” titulado “referentes parroquiales. Orientaciones
diocesanas. ‘Que cada uno ponga sus dones al servicio de los demás’ (1 Pe 4,
10)”. En dicho “documento-borrador”, con el membrete del Obispado de Bilbao, se
indicaba, al final del mismo, que se admitían “aportaciones y sugerencias hasta
el 8 de noviembre” en una dirección de correo electrónico y que, “después de
considerarlas, el sr. Obispo” firmaría “la versión definitiva”.
La lectura de tal
“documento- borrador” me ha remitido a lo que escribí sobre este asunto hace ya
poco más de cinco años: “Cómo nacer de nuevo siendo viejo. Ministerialidad
laical y unidades pastorales”, Pliego de Vida Nueva, 3073, 3 de marzo de 2018,
pp. 23-30. Lo he releído para recordar la historia y el debate
teológico-pastoral sobre esta figura en la Iglesia católica y en la diócesis de
Bilbao. Y, en un momento posterior, me he adentrado en el “documento-borrador”
presentado en el encuentro de Sopuerta para ver la novedad que pudiera aportar
y apreciar, en lo que se propone, algún progreso teológico-pastoral con
respecto a lo mantenido hace cinco años en el Pliego de Vida Nueva sobre esta
figura pastoral.
No creo que éste sea un
asunto menor ya que entiendo que dicha figura pastoral está llamada a ser muy
importante en el futuro de nuestras parroquias e iglesias locales; bastante más
de lo que está siendo hasta el presente, al menos, en la diócesis de Bilbao.
Tal ha sido -y sigue siendo- el criterio de ésta y de otras aportaciones
anteriores. E, igualmente, la hipótesis de lectura del texto presentado como
“documento-borrador”.
Y, con el fin de facilitar una mejor explicitación de lo que creo que está en juego, nada mejor que empezar por contextualizar teológico-pastoralmente sus diferenciadas denominaciones cuando se decide llamarlos de una u otra manera: ¿referentes -parroquiales o pastorales- o, por el contrario, ministerios -es decir, servidores- laicales de la comunidad?
¿Ministerios laicales o
referentes parroquiales?
En el Pliego citado,
sostenía que Benedicto XVI (y con él, una buena parte de la curia vaticana de
su tiempo) no había visto nunca con buenos ojos que se hablara de
ministerialidad laical. Prefería hablar de los “oficios” y “servicios” que
realizaban los laicos. Y lo solía hacer, diferenciando tales “oficios” y
“servicios” del “sacerdocio ministerial” que prestan los presbíteros.
Recurriendo a este
artificio jurídico, diluía el fundamento de la ministerialidad laical en la
existencia -como se proclama en el Vaticano II- de un “sacerdocio común de
todos los fieles”, sencillamente, porque entendía que dichos “oficios” y
“servicios” solo eran posibles como mera “colaboración” con el ministerio
ordenado o sacerdocio ministerial. Como es evidente, apelando a esta
diferenciación, poco o nada importaba que todos los bautizados tambien
fuéramos, por el bautismo, sacerdotes. Y que lo fuéramos porque participamos
del sacerdocio de Cristo, no del que es propio del ministerio ordenado.
No me parece que esté de
más recordar que la lectura que el Papa J. Ratzinger hacía del Vaticano II no
era compartida -tampoco entonces- por la gran mayoría de la comunidad
teológica, aunque sí estuviera liderada por la curia vaticana de aquellos años
y, en algunos momentos, de manera no solo argumentativa, sino tambien -y
desgraciadamente- coercitiva. Ya se sabe, “donde manda capitán, no manda
marinero”, aunque su decisión -en este caso, jurídica- y su supuesto cimiento
fuera, cuando menos, de una más que discutible consistencia teológica y, por
supuesto, de otra más que dudosa procedencia pastoral.
Que tal lectura del
Vaticano II era personal se evidenciaba, además, en el decantamiento de otras
iglesias -siguiendo el Motu Proprio “Ministeria quaedam” de Pablo VI (1972)-
por una conceptualización claramente ministerial y por la consecuente apertura del
debate teológico sobre el fundamento de dicha ministerialidad laical: o en el
sacerdocio bautismal y en la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia (como
enfatizaban, siguiendo LG 10, entre otras, la mayoría de las diócesis
francesas) o en la “colaboración de los fieles” con el ministerio ordenado en
algunos “oficios” “y servicios” (como había recordado la Declaración
Interdicasterial de 1997).
La apuesta por tipificar a
los laicos que prestan un servicio eclesial como “referentes pastorales” o
“parroquiales” (en detrimento o, por lo menos, solapando su denominación,
igualmente legal y legítima, como “ministerios laicales”) canalizaba una voluntad
en la que la “presidencia” del ministro ordenado (cristológica, por supuesto)
primaba y se ponía por encima de la corresponsabilidad bautismal y de la raíz
pneumatológica -e, igualmente, cristológica- de los ministerios laicales.
Como consecuencia de ello,
se debilitaba -e, incluso, se diluía- la teología del sacerdocio común, tan
trabajosamente alcanzada en el Vaticano II, a la par que seguía ganando terreno
la “presidencia” -y con ella, el clericalismo- del ministerio ordenado que (a
pesar de la crisis en la que estaba sumido) tenía a su vera y contaba con la
“colaboración” subordinada de los “referentes pastorales”.
Y por si eso fuera poco, la
comunidad pasaba a ser una simple destinataria (y receptora) de dichos
ministerios, ordenados y laicales. Para nada o, muy escasamente,
corresponsable; incluso en la promoción de algunos de sus miembros, ya fueran
como “servidores” o “ministros” suyos y corresponsables con el ministerio
ordenado o “colaboradores” de los presbíteros en la prestación de algunos
“servicios” y “oficios”.
Sorprendentemente, estos
debates (que resurgen como el Guadiana en el tiempo postconciliar) no impiden
la aparición de experiencias pastorales que han intentado recoger lo mejor de
la teología conciliar y de las posteriores aportaciones.
Son obligadas, por
diferentes motivos, las impulsadas por el conjunto de la iglesia alemana en
favor del “referente pastoral o de la comunidad”; la opción teológico-pastoral
de la diócesis de Údine (Italia) por el “coordinador” o “referente parroquial”;
la de la diócesis de Bilbao (España), primero,
por el laico con encomienda diocesana al servicio de la diócesis y
profesionalizado y, posteriormente, por el “coordinador” o “referente
parroquial”; y, sobre todo, el decantamiento de la diócesis de Poitiers por las
“comunidades locales” y los “equipos pastorales de laicos”.
Solo me ocuparé en dos entregas posteriores -y por razones de espacio y actualidad- en la de la diócesis de Bilbao y en la ensayada por la de Poitiers.
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