martes, 12 de marzo de 2024

La guerra nunca es santa

Nunca. La guerra nunca es santa, aunque muchos quisieran llevar el agua a su molino. Se equivocan siempre. Hacia 1934 escribía Antonio Machado Ruiz a Ramiro de Maeztu Whitney: “Si sacamos la espada, antes será por Dios o por el diablo, que por España. Porque España ha sido siempre muy poca cosa para un español. (…) si habla usted de las banderas de Cristo, encontrará usted quien le siga; con la bandera española no entusiasmará usted a nadie”.

Fuente:   Cristianisme i Justícia

Por   Josep M. Margenat Peralta

11/03/2024


[Imagen de OpenClipart-Vectors en Pixabay]

Maeztu, que había sido formado en el nihilismo arreligioso, evolucionó. Fue asesinado en 1936 ¿por ser católico y conservador? Antonio Machado, también con una buena formación ilustrada, acabó muriendo en el exilio. Atravesó la frontera entre dos estados y murió en Cotlliure, en Cataluña norte, en el Rosselló, donde poco antes había muerto su madre a quien Machado acompañaba en aquella huida trágica, aquel exilio doloroso. Allí pudimos visitar su tumba hace años.

Decididamente no, ninguna guerra es santa, ni lo ha sido ni lo será nunca, aunque algunos quieran apropiarse para su beneficio e introducir su “agenda” en la de las confesiones religiosas. En la guerra no hay nada que ganar, nunca lo hubo. Ni la de Ucraina ni la de Tierra santa son “guerras santas”. Ahora aún es menos posible: muerte y destrucción, odios crecientes que requerirán tiempo para aplacarse. Desde mediados del siglo pasado las guerras afectan cada vez más a la población civil. ¿Cómo se puede poner alguien sólo de una parte? No hay guerras santas.

Lo dijo claramente en octubre pasado L’Osservatore romano: “estar sólo de una parte, la de la paz”. La venganza puede vencerse con el bien, estando sólo de una parte. Sólo de una parte, la de la paz. Francisco, el Papa, el 18 de octubre invitó a los cristianos a estar del lado “de la paz, de la oración y la dedicación total”. Nunca, de ningún otro lado. (La cursiva es mía: sólo de una parte, la de la paz). Sin banderas, ni equidistancias. Sólo, de una parte, la de la paz. ¿Cómo? Con “imaginación profética” o social, como proponía Octogesima adveniens (1971).

Como la que ejerció el cardenal Vidal i Barraquer. El niño Francesc Vidal había estudiado cuatro cursos en el colegio de los jesuitas de Manresa entre 1880 y 1885, el mismo que poco después fue trasladado a Sarrià. El cardenal fue entre sus once y sus diecisiete años alumno nuestro. Vidal era un “antiguo” del Sant Ignasi. Quizá en aquellos anchos muros manresanos tuvo que traducir Christus Pax nostra, quizá, y se le quedó grabado. Con doce años las cosas se guardan en la memoria. Por cierto, el colegio ahora ha sido trasformado en un impresionante museo del barroco y así sigue estando al servicio del diálogo entre la fe y la cultura.

La Carta colectiva de la mayoría del episcopado español de 1937 supuso para muchos un verdadero problema de conciencia, pues afirmaba con claridad y coherencia un apoyo explícito al bando sublevado en julio de 1936. Los rebeldes tenían tanta claridad y contundencia en sus argumentos “religiosos” para legitimar sobrevenidamente la rebelión, que no dudaron. Hacia fuera de España la presentaron como una guerra de liberación frente a la barbarie asiática; hacia dentro como “cruzada”, que era más asimilable.

Jacques Maritain se refirió en distintas ocasiones a la guerra de España. Entre esos textos encontramos uno referido al « Comité espagnol pour la paix civile et religieuse en Espagne » y otros como «Pour le peuple basque», una intervención a propósito de «Les attaques de M. Serrano Suñer», «Un cri d’alarme», «Accueil aux réfugiés basques», «Une nouvelle démarche des Comités espagnol et français pour la paix», «Contre le bombardement aérien des villes espagnoles», «Pour la suspension des hostilités et le rétablisement de la paix en Espagne», etc. Quizá el más conocido, pues fue considerado un verdadero contrapunto ante la Carta colectiva del episcopado española de julio-agosto de 1937, y luego fue muy difundido por la propaganda republicana en forma de folleto, fuera el prefacio “Considérations françaises sur les choses d’Espagne” al libro Aux origines d’une tragédie. La politique espagnole de 1923 à 1936 del profesor de la Universidad de Oviedo, Alfredo de Mendizábal, fechado en agosto de 1937.

Un político democristiano catalán, de Sarrià con orígenes manresanos, Maurici Serrahima, escribió: “i tinc molt present el consol que aquella decisió d’ell [del cardenal Vidal] va ser per a nosaltres. Encara recordo el gest amb què el meu pare [Lluís Serrahima i Camín, 1870-1952], llegit el text, va plegar neguitosament el paper i, després d’un breu silenci, em va dir: –«però el Cardenal no l’ha signada!»…”. Maurici Serrahima i Bofill (1902-1979) fue dirigente fejocista, de la Federació de Joves Cristians de Catalunya (FJCC) y de Unió Democràtica (UDC); en 1977 fue senador real.

Entre la sublevación militar de julio de 1936 y el documento colectivo del episcopado español de agosto de 1937 (aunque con fecha de julio), se produjo un complejo proceso de construcción del consenso en el que intervino la jerarquía católica y gran parte de la opinión pública internacional. La posición del cardenal de Tarragona, Francesc Vidal i Barraquer, supuso un límite claro a dicho consenso. La ausencia de su firma, tras un forcejeo de más de cuarenta días, tuvo como consecuencia cuatro años de prórroga del exilio del cardenal y su muerte en Suiza, en 1943. Otros cuatro obispos, por razones diversas, no firmaron la Pastoral colectiva: Pedro Segura (Sevilla), Mateo Múgica (Vitoria), Francisco Javier de Irastorza (Orihuela) y Joan Torres (Ciutadella). Justí Guitart i Vilardebó, de l’Urgell, fue presionado y dudó hasta el final. Sabemos esto por su correspondencia con Vidal. Eran amigos y condiscípulos en la universidad barcelonesa. Como dijo Joan-Enric Vives, su sucesor: Guitart firmó “a contracor”.

La posición adoptada por intelectuales católicos como Jacques Maritain que se pronunciaron, como queda dicho, contra la pretendida “guerra santa”, reforzó la legitimidad de los límites cada vez más amplios de este disenso.

Escribe Díaz-Salazar en su libro de 1991 sobre Gramsci: “Para lograr y preparar el consenso de las masas para que éste llegue a ser “espontáneo” y “vivido” por éstas es necesario conseguir modificar las costumbres, la voluntad y las convicciones de grandes núcleos de población hasta lograr adecuarlos a los fines del proyecto hegemónico”. Las Carta estaba al servicio de ese consenso.

La negativa a firmar una carta impropia para unos obispos significaba un disenso que iría creciendo con el paso de los años. Muchos pudimos pensar después: alguien salvó el honor de la Iglesia (otros pensaron y dijeron que en junio de 1940 de Gaulle salvo el honor de Francia). Los que asumieron las “agendas” de uno u otro de los bandos en pugna quedaron olvidados. Sólo quien no se sometió abrió posibilidades inéditas. El cardenal murió en 1943 y sus restos no pudieron ser enterrados en Tarragona hasta 1978.

El destierro del cardenal Vidal quien, por voluntad explícita del Papa, conservó el cargo de arzobispo Tarragona hasta su muerte en 1943, fue un castigo en toda regla. La suerte de las armas significó pronto la desaparición de cualquier posición mediadora, como la de UDC, y el alejamiento definitivo del cardenal. En la España de Gomà y de Pla i Deniel, sucesivamente arzobispos toledanos, no cabía Vidal i Barraquer. ¿El tercero ausente?

El general rebelde pidió al cardenal Gomà introducir en la “agenda” de la Iglesia en España una declaración que avisó se entendería como apoyo (sobrevenido) a la rebelión, es decir, al llamado alzamiento. Así fue.

Motivos no faltaban. Asesinatos de sacerdotes, religiosas, religiosos, seglares católicos muy comprometidos, algunos jóvenes; como nuestros Francesc de Paula Castelló (1914-1936), estudiante del Químic de Sarrià o John Roig Diggle (1917-1936), dependiente de almacén en “la dreta de l’eixample” de Barcelona. Había motivos para identificarse con una de las “agendas”, también los había para identificarse con otra muy minoritaria, como la de Joan Vilar i Costa, manresano nacido en el carrer vell de Santa Clara, junto a la Cova, como Manuel Carrasco Formiguera, alumno de Casp en su día, fusilado en Burgos en 1938, confortado espiritualmente un momento antes del fusilamiento por el jurista y jesuita Ignasi Romañà. Había motivos para una y otra bandera, para una y otra “agenda”. Dos primados catalanes, nacidos ambos en pueblos de Tarragona, Cambrils y La Riba. Un primado, el que se sentaba en la sede toledana, se sumó a la “agenda” del general rebelde que le hizo la propuesta. El otro primado, el tarraconense, dijo no a justificar eclesialmente esa “agenda”, pues entendía que la Carta colectiva citada, la de verano de 1937, era un texto “muy propio para propaganda, pero (…) poco adecuado a la condición y carácter de quienes han de suscribirlo. Temo que se le dará una interpretación política …”. El cardenal actuó de acuerdo con su conciencia y plenamente consciente del coste que tenía: “Quan em vaig negar a firmar, sabia perfectament quines serien les conseqüències del meu refus”.

El 15 de enero de 1939 entraron en Tarragona las fuerzas militares rebeldes. Dos meses y medio más tarde acabó la guerra de los tres años. El 9 de febrero desde Roma el cardenal escribió al embajador, manifestándole “mi más sincera congratulación por la pacificación de mi provincia eclesiástica, augurio cierto de la total del resto de España”, y ofreciendo su cooperación con el gobierno estatal “para todo lo relacionado con el bien público y especialmente para la conciliación de los espíritus tan necesaria en los actuales momentos”. Un mes antes, el embajador había telegrafiado al ministro de Exteriores solicitando instrucciones “sobre eventual gestión que convenga hacer ante la Santa Sede en relación futura situación señor Cardenal de Tarragona”. El ministro del ramo enviaba al embajador dos largos telegramas “reservados” los días 23 y 27 de enero y en ellos hacía referencia al cardenal quien, a juicio del ministro, “se había hecho incompatible con España y por tanto no debía pensarse en que jamás se posesionara de su diócesis”. Unos días más tarde, el ministro repetía que, “el Cardenal Vidal jamás podrá entrar en España por haberse hecho incompatible con ella”. El 4 de febrero el ministro escribía al embajador español: “a este respecto significo a V.E. para su personal información exclusivamente que el Gobierno está dispuesto si se retrasa cese de Cardenal Vidal a instruirle proceso de alta traición”. El 11 de febrero, un telegrama oficial del ministro al embajador cerca de la Santa Sede, autorizaba a éste a recibir al cardenal “dada la alta jerarquía eclesiástica” del mismo, indicando que el “Gobierno Nacional se ha creído obligado a prohibirle su entrada en España, ya que por su actuación pasada remota y reciente, en materia tan delicada como la unidad de la Patria, punto fundamental de nuestro lema, sobre el que no cabe transacción posible, él mismo se ha colocado fuera de nuestra España haciéndose absolutamente incompatible con movimiento nacional. Debe V. E. indicarle que, como esta resolución es irrevocable, el mejor servicio que puede prestar si desea evitar complicaciones y estragos, siempre lamentables, es facilitar su eliminación y dándose cuenta de la situación aceptar las consecuencias de sus pasados errores sin pretender imponer soluciones imposibles que en circunstancias actuales no harían más que agravar el problema sin obtener ningún resultado. Si en el curso de la entrevista no mostrase Cardenal suficiente comprensión para aceptar tales sugestiones le hará V. E. ver la imposibilidad de recibirlo nuevamente, poniendo definitivamente término a toda relación con él”. Sobra cualquier comentario. “Proceso de alta traición”.

Vidal i Barraquer fue apoyado siempre por el cardenal Pacelli, poco más tarde papa Pío XII. Vidal i Barraquer fue desterrado por un régimen sedicente católico y murió como arzobispo de Tarragona cuatro años después en Friburgo de Suiza.

La guerra nunca es santa. La paz no se viste ni se reviste de banderas ni de argumentos tramposos. Defender la paz con imaginación tiene costes. Al cardenal, no alinearse con uno de los dos bandos en guerra, cada uno con sus buenos argumentos, le costó el exilio. Murió desterrado.

Manuel de Falla, el afamado compositor católico, oía por las noches los fusilamientos en la tapia del cementerio próximo a su casa, el Carmen de la Antequeruela granadina. Fue a ver a la autoridad para protestar ante este doloroso hecho. Habían asesinado amigos suyos en ambos bandos, uno de ellos Federico; por ello, se veía obligado a más discreción. No resistió aquella violencia. El gobernador no le hizo caso, le dijo simplemente que se ocupara de lo suyo, la composición, como él se ocupaba de mantener el orden público, mejor sería decir el des-orden violento. El compositor aprovechó una invitación profesional y se fue sin ruido de Granada para no volver. Defender desde la verdad los derechos vulnerados tiene un precio que hay que pagar. Falla dejó el “carmen” arreglado como si su hermana, que con él vivía, y él hubiesen de volver al cabo de pocas semanas. Murió siete años más tarde en Córdoba (Argentina). No regresó. Comprometerse con la paz tiene costes, no con cualquier paz, sino con la que brota de la verdad del evangelio, de Cristo, nuestra paz.

La cuestión de cuál sea el servicio cristiano de la paz sigue siendo urgente. Cada día actual. Un aspecto es el legítimo pluralismo de los ciudadanos cristianos en situaciones que admiten diferentes respuestas y otra la esencia de la diakonía cristiana de la paz en tanto que cristianos, en tanto que Iglesia. Son dos planos diferentes. Otra vez, Octogesima adveniens (1971), también Deus caritas est (2005). Si nos atrevemos a pensar, podemos dialogar, buscar conjuntamente, cooperativamente la verdad que es Christus, pax nostra.

 

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