Fuente: Il Sismografo
04/03/2022
"¡Te lo suplico,
Dios mío,
trata de existir, al
menos un poco, por mí,
abre tus ojos, te lo suplico!
No tendrás nada que
hacer más que esto,
estar al tanto de lo que
pasa: ¡es muy poco!
Pero, Señor, haz el
esfuerzo de ver, ¡te lo ruego!
Vivir sin testigos que
lo vean, ¡qué desgracia!
Por eso, forzando mi
voz,
grito, grito:
Padre mío,
te lo ruego
y lloro:
¡Tú existes!"
Se trata de "La oración de un ateo creyente", compuesta en el momento de la disidencia religiosa por un escritor ruso, Aleksandr Zinoviev, nacido en el ateísmo, y que, después de haberse adentrado en una búsqueda espiritual, fue expulsado, por esta razón, de su país. Una "oración" que me ha vuelto a la mente en estos días de tanto desastre. Y que irrumpe, casi pidiendo explicaciones al cielo, como una protesta angustiada.
"¿Pero está Dios en Ucrania hoy? Y si lo está, ¿por qué permite todo esto? ¿Por qué dejas morir a tanta gente inocente?" Ya ha miles de víctimas, especialmente ancianos, mujeres, niños. Ciudades devastadas, destruidas. Millones de personas huyendo, desarraigadas de sus tierras. Se habla de negociaciones, y, mientras tanto, seguimos devastando, matando. Seguimos en las redes sociales proponiendo diariamente la "historia" de la guerra, como si la guerra fuera un cuento de hadas o, peor aún, un espectáculo.
"¿Pero está Dios en Ucrania hoy?" Sí, por supuesto, es una cuestión ya arruinada desde el principio por el peso inevitable de la retórica que lleva consigo. Y, sin embargo, frente a lo monstruoso de lo que está sucediendo, es una pregunta que un creyente no puede sino hacerse a sí mismo. Hasta que, asombrado, llega a preguntarse: "Pero ¿es Dios quien está en silencio? ¿O son, más bien, los que permanecen en silencio, en un silencio culpable, quienes deberían exigir la radicalidad del Evangelio, hablar de paz y justicia en nombre de Dios?"
Y aquí me encuentro con el punto doloroso y cruel: ¿qué están haciendo los hombres de la Iglesia para evitar que continúe esa horrenda carnicería en Ucrania? Se necesitarían profetas, verdaderos profetas, quienes, abandonando la reticencia y la cautela, desarrollaran de manera plena, libremente, su función, como conciencia crítica de la comunidad humana. Profetas, verdaderos profetas, que, sin temor a pronunciar palabras llamando a las cosas por su nombre y condenando, invocaran la intervención de Dios, su juicio, sobre la crueldad de los hombres.
¿Y qué tenemos? Hasta ahora, solo ha habido un pequeño movimiento. Nunca una acusación directa y explícita contra Putin, llamándolo por su nombre, condenándolo por la invasión de un país soberano, por haber puesto en marcha el mecanismo perverso de una guerra. Ni una sola vez se ha hecho referencia a Rusia, a sus pretensiones hegemónicas, en sus comunicados, en sus discursos.
Ya conocíamos a las Iglesias ortodoxas, divididas entre sí, y demasiado apegadas a sus respectivos poderes temporales para permitirnos criticarlas. Pero lo más sorprendente ha sido la actitud de la Iglesia Católica, que desde hace décadas, especialmente desde el Concilio Vaticano II, ha desempeñado un papel protagonista en el mundo, en favor de la pacificación, de la justicia y de la solidaridad.
Es cierto. El Papa Francisco ha hecho algunos gestos de cierto significado, pero acompañados también de algunas contradicciones. Fue a visitar al embajador ruso ante la Santa Sede para expresar su fuerte preocupación por la guerra que había estallado; pero tal vez hubiera sido mejor (como lo hizo al día siguiente con la llamada telefónica al presidente Zelensky) expresar primero su solidaridad con el pueblo ucraniano. En el Ángelus del 27 de febrero, lanzó un llamamiento para el fin de la guerra, pero muy brevemente, después de una larguísima reflexión singular sobre la lectura del Evangelio, y, por supuesto, sin nombrar nunca ni a Putin ni a Rusia.
También es cierto que, mientras tanto, ha desarrollado una movilización extraordinaria en el frente humanitario, en particular en la acogida de refugiados. Pero está claro que, aunque es una obra muy valiosa, el compromiso de la Iglesia Católica no puede limitarse al de una ONG.
¿Y, entonces? Tal vez sería necesaria una decisión verdaderamente profética de Francisco. Deje de lado todas las dudas y condicionamientos de la diplomacia vaticana. Deshágase de razones tales como que es el representante de Cristo en la tierra, y olvídese de que es un jefe de Estado. Tome un avión y salga hacia Kiev, cite al patriarca ortodoxo de Moscú Kirill en la Plaza Majdan, en el centro de la capital ucraniana. Recen juntos, por la paz, por la reconciliación entre esos pueblos. Oren juntos, para pedirle al único Dios que evite la locura de una nueva guerra mundial.
Hay algo que, seguramente, lograrán. Al menos, ese día, como sucedió aquel 27 de octubre en Asís con motivo de la Jornada Mundial de Oración por la Paz, las armas estarán en silencio, nadie morirá.
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