Edith Bruck
Desde la primera carta que te escribí en mis pensamientos a la edad de nueve años, ¡han pasado ochenta años! Y sentí que me sonrojaba tanto entonces como hace dos noches por la misma idea que nunca me ha abandonado.
Me pareció una blasfemia que nunca pronuncié, tal vez una insolencia o una locura lúcida. Pero ahora te escribo de verdad, mientras pueda ver.
Te escribo a Ti, que nunca leerás mis garabatos, nunca responderás a mis preguntas, a mis pensamientos de toda la vida.
Los pensamientos elementales y pequeños, los de la niña que hay en mí, no han crecido conmigo, ni han cambiado mucho. Tal vez tenga que poner en páginas lo que he acumulado en mi mente porque el destino me está privando de la vista. Ya me cuesta descifrar mi letra torcida y mis trazos de borracho, pero tengo prisa, el tiempo se acaba. Estoy notando que cada palabra y cada línea tiende cada vez más hacia arriba y quién sabe si no llega a Ti, si estás ahí o si estás hecho de silencio, de invisibilidad y sin imagen para tu pueblo al que pertenezco. Hija de una madre que te dirigía más palabras que a los seis hijos y de un marido culpable por ser pobre.
Hijos que mi madre pensó que Tú le habías dado y se dirigió a Ti pidiéndote de todo: zapatos, abrigos, harina, carne para el santo sábado, y azúcar en lugar de sacarina para nuestro té en la cena. No había nada que no te pidiera: leña para la fría estufa, un nuevo techo para la casa, una primavera temprana, un invierno menos duro y botas para papá, y que el barro arcilloso no le desgarró las suelas durante sus viajes de negocios y que no volvió, como casi siempre, con las manos vacías.
Debo confesar que me irritaban sus peticiones, me enfurecían sus constantes conversaciones contigo, que ni siquiera la ayudabas a librarse del estreñimiento y que, toda roja de esfuerzo, estrechaba mis manos invocándote.
Pensé que en esa cabaña de madera podrida ni siquiera debía mencionarte.
Pero ella dijo que Tú estás en todas partes, pero si estuvieras en todas partes siendo el Uno, si estuvieras en todas partes no estarías en ninguna parte porque el Uno es el Uno. Ya sabía contar antes de la escuela primaria, y también sabía leer y escribir. Siempre he escrito y cuando no podía de pequeña porque sólo tenía un cuaderno del colegio, escribía con mis pensamientos a todo el mundo, incluso a Ti. A mi padre que nunca jugó conmigo y la primera vez que me besó estaba de uniforme yendo a la guerra.
Lo vi triste, pero parecía más recto que de costumbre, más guapo, más alto, a diferencia de su madre que se había derrumbado sobre sí misma.
Tal vez había pasado un año desde aquel primer beso paterno y el segundo que me dio cuando regresó sombrío, abatido, sudoroso y mayor, sintiéndose humillado porque le habían echado del ejército, siendo judío. En mis pensamientos silenciosos en la cama, también escribí a mi madre, diciéndole que papá a menudo dice las cosas correctas pero que para ella no era así, como si un pobre padre nunca pudiera tener razón. También le negó la paternidad repitiendo que los hijos se los diste Tú. Y los había traído al mundo tantos como Tú querías.
En mis cartas imaginarias le había preguntado a mamá que si papá no había tenido nada que ver con nuestro nacimiento, ¿por qué tenía que mantenernos?
En cambio, pensé en Ti todas las noches de mi vida. Te interrogué sobre muchas cosas, pero nunca escuché tu voz como la de Moisés, nunca me diste una sola respuesta, como tampoco se la diste a mi madre con su fe inquebrantable en Ti. A diferencia de mí, dudoso y a merced del pequeño pueblo desde que abrí los ojos al mundo que era nuestro enemigo como si fuera natural. Y si lo viste todo, fuiste todo, ojos, oídos, ¿cómo es que no viste nuestro trabajo? Ya sabes lo que hacía mi padre para sobrevivir: con una carreta prestada transportaba aves de corral, algunos terneros e incluso cerdos que hacían temblar a mi madre, al pueblo vecino para terceros. Salía por la noche para estar allí al amanecer y volvía más abatido que triunfante porque cedía al primer comprador, siendo malo en el negocio. Como judío, todo el mundo pensaba que era muy bueno, pero era impaciente y se contentaba con el menor beneficio. Para bien, un soñador, prometiéndose que un día tendría su propio carro con al menos un caballo.
Siempre me he preguntado, y aún no tengo la respuesta, de qué sirven las oraciones si no cambian nada ni a nadie, si Tú no puedes hacer nada o si no oyes, no ves o si eres la invención de una mente superior, inimaginable o eres Tú quien inventaste a Tumismo. Yo, que siempre he escrito sin aliento día tras día, ahora me detengo de repente con la mano suspendida y la mirada fija en el vacío, es en el vacío donde te busco.
No tenemos ni el Purgatorio ni el Paraíso pero he conocido el Infierno, donde el dedo de Mengele señalaba el lado izquierdo que era el fuego y el lado derecho la agonía del trabajo, los experimentos y la muerte por hambre y frío.
Los casos de supervivencia se produjeron sin mérito alguno, quizá a costa de la vida de otros o al servicio del enemigo. ¿Por qué no te rompiste el dedo? En la Capilla Sixtina la extiendes hacia Adán-Adán -hombre en hebreo- sin tocarla como aquel médico que era el Sí y el No ocupando tu lugar, ¡dejas que te sustituya! Y pon ese dedo índice de fuego contra millones de inocentes que te invocaron y adoraron como mi madre. ¿No temiste que te negaran, o también volviste tu dedo contra Ti, siguiendo el destino de tu pueblo elegido? Nosotros, que hemos salido de ese infierno, estamos abandonados a nosotros mismos, pero Tú no eres mortal, Tú no eres Nuestro Eterno? Palabras bellas y consoladoras, hechas de esperanza, necesarias como el pan para los hambrientos, y al mundo no le falta hambre como no le falta abundancia para los pocos.
La justicia es una palabra que debería desaparecer de los diccionarios y no debería ser pronunciada en vano como Tu nombre. Pero Tú tienes tantos nombres y hasta de mi boca se escapa a veces “¡Dios mío!”, pero en un susurro, cuando el mal es demasiado y me indigna lo que ha pasado, está pasando y pasará.
Todo se repite. Tú también eres la Única Repetición Infinita, el mayor misterio que existe, si es que existe, esa es la pregunta que nunca será respondida, o se te cree ciegamente o se duda lúcidamente de Ti, o la pregunta queda suspendida entre yo y yo mismo.
Oh, Tú, Gran Silencio, si supieras de mis miedos, de todo menos de Ti. Si sobreviviera, tendría sentido. ¿No es así?
Te ruego, por primera vez te pido algo: la memoria, que es mi pan de cada día, para mí fiel infiel, no me dejes en la oscuridad, todavía tengo que iluminar algunas conciencias jóvenes en colegios y aulas universitarias donde como testigo cuento mi experiencia de toda la vida. Donde las preguntas más frecuentes son tres: si creo en Ti, si perdono el mal y si odio a mis verdugos. A la primera pregunta me sonrojo como si me pidieran que me desnudara, a la segunda le explico que un judío sólo puede perdonar por sí mismo, pero yo no soy capaz porque pienso en los otros aniquilados que no me perdonarían. Sólo a la tercera tengo una respuesta certera: misericordia sí, hacia cualquiera, odio nunca, así que estoy salvado, huérfano, libre y por ello te doy las gracias, en la Biblia Hashem, en la oración Adonai, en el Dios diario.
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