El teólogo brasileño celebra medio siglo de la irrupción en las librerías de ‘Los sacramentos de la vida’, la obra que popularizó sus reflexiones
Fuente: Vida Nueva Digital
Por José Beltrán
07/11/2025

El teólogo brasileño Leonardo Boff portando una gorra del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) de su país
“Este librito solo puede ser entendido por aquellos espíritus que, inmersos en el mundo técnico-científico de la modernidad, viven de otro espíritu, que les permite ver más allá de cualquier paisaje y alcanzar siempre más allá de cualquier horizonte”. Con esta advertencia arranca ‘Los sacramentos de la vida’ (Sal Terrae), que se remata con una alerta todavía más rotunda: “Sacramento sin conversión es condenación. Sacramento con conversión es salvación”.
Entre una y otra frase, una obra teológica empapada de bienaventuranzas ordinarias que hace cincuenta años comenzó a remover a más de uno. Nacía de la investigación, la oración y la vida de Leonardo Boff, que, a sus 86 años, sigue ‘sacramentando’ la cotidianidad. A estas alturas, ni le pesan los dedos acusadores del pasado ni le elevan dos palmos del suelo los honoris causa que sigue acumulando.
“Cuando tengo que hablar en lugares considerados importantes, como la Asamblea General de la ONU o en Harvard, me remito siempre a ese tiempo remoto de donde vengo, recuerdo al niño de pies descalzos y llenos de niguas que fui, alimentado con mucha polenta y lectura precoz de libros”, expresa en uno de sus blogs el pensador brasileño que continúa desarrollando la opción preferencial por los pobres, con el foco puesto en la ecoteología.
PREGUNTA.- Se cumplen 50 años de la publicación de ‘Los sacramentos de la vida’. Cuando alguien le dice de tú a tú que su vida cambió de alguna manera después de leer este libro, ¿qué siente como autor?
RESPUESTA.- En verdad, no siento nada en cuanto a orgullo se refiere. Simplemente, hice lo que debía hacer a través de esa obra y, de alguna manera, siento que he sido comprendido en el mensaje que quería contagiar.
P.- ¿Firmaría hoy el mismo libro, tal cual, o modificaría alguna de las reflexiones troncales que plantea?
R.- Yo no cambiaría nada, porque era el resumen de mi tesis doctoral de 590 páginas en alemán. Lo curioso es que, en varias facultades alemanas de teología, consideradas siempre muy serias, han adoptado el librito después como texto oficial de algunas asignaturas.
Influencia paterna
P.- ¿Esa colilla de un cigarro a la que dedicaba todo un capítulo sigue siendo hoy un ‘sacramento’ en 2025?
R.- La colilla sigue siendo un sacramento porque, de vez en cuando, vuelvo, de alguna manera, a aspirar ese olor a humo casero, ese tabaco que mi padre fumaba. Este recuerdo me lleva directamente a traer al presente la figura que más me influyó en mi vida, por su sabiduría, por su amor a los últimos y por su espiritualidad.
P.- Cuando la Congregación para la Doctrina de la Fe de alguna manera le ‘condenó’ a un año de ‘silencio’ en 1985 por su libro ‘Iglesia: carisma y poder’ (Sal Terrae), ¿en algún momento llegó a pensar verdaderamente que era un ‘hereje’ y que había errado en su pensamiento?
R.- Nunca fui condenado por hereje ni me he sentido como tal. Yo seguía a san Agustín, que, en su inmensa obra, reconoce más de trescientos sacramentos. Para él, todo lo que se refería a lo sagrado era sacramental o un sacramento. El entonces cardenal Joseph Ratzinger, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y especialista en san Agustín, sí olvidó totalmente este particular. La advertencia que se me hizo decía que mi acción teológica podría poner en peligro la fe de los cristianos. Lo curioso era que no condenaban una doctrina, sino una práctica. Eso habría sido competencia de una congregación de moral y costumbres y no de Doctrina de la Fe. Superado ese trance, seguí adelante con la Teología de la liberación.
P.- ¿Cómo vivió esa etapa en la que se le cuestionó como investigador y como católico? No debió de ser fácil cuando, en 1992, renunció a ser franciscano y a ser sacerdote…
R.- El cardenal italiano Sebastiano Baggio, que era un espía del Vaticano en el gran encuentro ecológico que se celebró en Río de Janeiro en 1992, se puso furioso cuando yo, en una conferencia pública con el Dalai Lama, dije que la tradición abrahámica y, especialmente el cristianismo, contenían expresiones de gran violencia. De hecho, expuse cómo se hicieron muchas guerras religiosas con matanzas terribles como el proceso de colonización de América Latina, en el que etnias enteras fueron sencillamente eliminadas por paganas, sin referirme a las grande guerras acaecidas en el continente europeo, todo él cristiano. Fueron más de cien millones de víctimas. Aquello fue el detonante que me llevó a dejar –como dije en la carta que escribí entonces– el ministerio presbiteral, pero no la Iglesia. Me aparté de la Orden Franciscana, pero no del sueño tierno y fraterno de san Francisco de Asís. Como señalé entonces, cambié, “no de batalla, sino de trinchera”.
Libertad cristiana
P.- Por otro lado, hay quien siempre le ha encumbrado como un ‘profeta’. ¿Se siente identificado con ese apelativo?
R.- Nunca me sentí profeta de nada. Y si lo hubiera sentido, sería un señal de que era un falso profeta. Intenté ejercer la libertad cristiana de decir lo que pienso, ser verdadero, particularmente frente al faraonismo de las figuras cardenalicias y papales. Cualquier cristiano debe vivir la libertad que nos dio Jesús. Cristo nos liberó, como dice san Pablo en algún lugar de sus cartas.
P.- Se han cumplido seis meses de la muerte de Francisco. ¿Qué sensación le dejan estos doce años del primer papa latinoamericano de la historia?
R.- Conocía a Jorge Mario Bergoglio de Argentina mucho antes, porque juntos dimos charlas sobre nuestros respectivos carismas: el mío, de san Francisco y, el de él, de san Ignacio. Siempre subrayábamos que san Ignacio de Loyola admiraba mucho al ‘Poverello’. Como Papa, no desapareció nuestra relación; al revés, se intensificó, porque intercambiamos cartas y textos sobre ecología. Me pedía que no enviara mis documentos a la Curia romana porque nunca le llegarían. Practican el ‘sottosedere’, es decir, se sientan encima de la correspondencia y la entregan solo a toro pasado. Es más, me aconsejó que enviara los textos al embajador argentino ante la Santa Sede, con el que tomaba mate cada mañana. Él le entregaba los textos que, al parecer, le fueron útiles en la confección de la encíclica de ecología integral Laudato si’, sobre el cuidado de la Casa común”.
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