lunes, 3 de noviembre de 2025

La desesperanza política: Schmitt en el porche de mi casa

Fuente:   Cristianisme i Justicia

Por   Lucas López Pérez

30/19/2025

Casi cien años después de su nacimiento, en 1985, murió en Plettenberg, una pequeña ciudad de Westfalia (Alemania), el politólogo Carl Schmitt. Habían pasado cincuenta y dos años desde su afiliación al partido nacionalsocialista y cuarenta años del final del régimen nazi. Nunca fue condenado como colaborador de Hitler. Al parecer, los aliados siempre quisieron contar con él a la hora de entender el entramado político de los nazis. Además, Schmitt había perdido el aprecio de las SS ya en el año 1936, a raíz de algunas relaciones que mantenía con personas judías. 

En Nuremberg, el abogado germano-norteamericano Robert Kempner lo interrogó: «¿Cómo pudo un hombre de su cultura e inteligencia servir a un régimen así?». Schmitt le devolvió la pregunta: «¿Cómo puede un hombre de su cultura e inteligencia servir a un régimen como el de Roosevelt?». En su respuesta, lejos del arrepentimiento, había una actitud orgullosa y desafiante que, de un modo u otro, aseguraba que todo pensador está siempre al servicio del poder, con independencia de su orientación. Plantea un profundo relativismo de los valores políticos: todos al mismo nivel, todos con el mismo estatuto ético. Así que, a su juicio, el elemento diferencial era la toma de decisiones y la capacidad para imponer esa decisión.

En realidad, Schmitt nos habita en muchas de las conversaciones familiares sobre política. Estamos en la sobremesa, bajo el porche de la casa que mis padres construyeron con no poco esfuerzo en las medianías de Las Breñas, en La Palma. Acabo de retirar a mamá, que ya dormita en su sillón delante de una tele que permanece encendida con bajo volumen. «Así las cosas», dice María (nombre supuesto), concluyendo una larga conversación sobre la política en el país, «hay que echarlos a todos». Se refiere a nuestros políticos(as). Escucho en ella la misma desesperanza que habita en tantos corazones. 

Venimos hablando, desde hace un rato, del malestar que se vive en España desde hace años y que, en realidad, afectaría a toda la cosa pública (res publica). Lucía, que se ha implicado menos en la conversación, concluye: «Es el modo de abrirle paso a la ultraderecha». En realidad, a mi retorno a la isla, tras estos últimos meses en República Dominicana, me parece que, sea cual sea la posición política que se defienda, la mayoría publicada o dialogada en las sobremesas, los cafés, las conversas con gente querida o las webs y redes sociales, muestra un malestar que, en buena medida, procede de una gobernanza (gobernantes) que parece obedecer más a intereses personales o grupales de quienes nos gobiernan (o hacen la oposición) que a eso que llamamos «el bien común». Sin embargo, como sabemos, no es una situación original de España.

A finales de septiembre, el arzobispo de Guayaquil, cardenal Cabrera, participaba en el programa Rostros y Voces, de la red ADN CELAM: la pobreza, la violencia y la gobernanza aparecían, a su juicio, como los principales problemas de las sociedades latinoamericanas. El último punto, el de la gobernanza, tiene su raíz, a juicio del cardenal, en un cambio de fines: en vez de como un servicio, se ejerce como la oportunidad para beneficios personales de diferente índole. 

Pero «no», respondo a Lucía cuando me pregunta si es que pienso que la situación en España es similar a la de América Latina. Me resuenan esas conversaciones en que alguien afirma que nuestro presidente es Maduro o que nuestra oposición es Bukele. Es evidente que, en términos de estrategia comunicativa, nos encanta movernos entre dos extremos, tener claro qué es blanco y qué es negro y demonizar al adversario. Pasa en los conflictos familiares y es común que pase en estos tiempos en que las redes permiten hacer ruido y desahogarte como lo hacíamos insultando al árbitro en los partidos de fútbol de antaño (quizás también ahora, pero ya no voy al estadio). 

Permítanme que traiga de nuevo a Schmitt a este escrito. Me refiero a su obra El concepto de lo político, publicada por primera vez en 1927 y reeditada con correcciones en los primeros años de la década siguiente. El libro podría resumirse (claro que es discutible) en torno a tres ideas: la política es distinguir entre el amigo y el enemigo, la decisión es lo que constituye al agente político y, por eso, la democracia parlamentaria, que quiere negar la realidad amigo-enemigo, debilita al Estado. 

El caso es que no, ni el contexto social ni la cultura política ni el entramado institucional permiten, hoy por hoy, que el fascismo domine nuestra sociedad europea, ni que se pueda comparar a la izquierda que gobierna en España con lo de Maduro y su gente. Sin embargo, claro está, el corazón humano es igual en todas partes y las pulsiones en torno al poder se parecen a un lado y a otro del espectro político. Nunca digas «de esta agua no he de beber».

Probablemente, en la conversación bajo el porche de la casa de medianías, salió a relucir mucho de lo insatisfactorio de nuestro sistema político, sus agujeros de corrupción, la poca calidad de gestión de las personas que la ejercen, la seducción por la dialéctica amigo-enemigo que se muestra en nuestros múltiples nacionalismos y sus negaciones, la incapacidad para resolver problemas tan graves como la disponibilidad de vivienda o la eficacia de la Administración Pública, el déficit de nuestros servicios sociales o el uso de la cuestión migratoria como piedra con la que golpearnos. 

El listado es enorme y tiene que ver con la calidad de nuestra gobernanza. Sin embargo, si nos quedamos en el ruido de lo negativo y el espectáculo de los medios, falseamos la realidad. Hay muchísimas personas que cada día hacen funcionar las instituciones y hay multitud de instituciones que cada día vehiculan nuestras relaciones para que no quede todo en la dialéctica amigo-enemigo de Schmitt. Son muchas las personas que trabajan por aquello que creen que es el bien común y, usando palabras del ya fallecido Francisco, colocan la amistad social como un objetivo y un modo de convivencia capaz de orientar la participación política. 

Si nos fijamos en todo eso, el decisionismo impositivo de Schmitt, que tanto seduce a los extremos (Stalin y Hitler), no nos ayuda. En realidad, lo apropiado sigue siendo una búsqueda de soluciones mediante el diálogo que aborda también nuestras diferencias. Por supuesto, así llegaremos a propuestas que, a menudo, nos dejarán insatisfechos y que, claro está, nos empujarán a una búsqueda sin término de nuevos diálogos y mejores soluciones. No desistir y tomar decisiones desde los consensos más amplios posibles es el difícil equilibrio inestable y es el único camino que construye en cuanto dejamos el porche de la casa (o el compulsivo insulto en las redes) y nos ponemos manos a la obra.

 

[Imagen de George en Pixabay]

 

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