Fuente: ATRIO
Por: Carlos F. Barberá
20/03/2023
En el capítulo 17 del Éxodo se relata un episodio en el que el pueblo de Israel, en pleno desierto y carente de agua, se rebela contra Moisés. La historia se resuelve favorablemente pero queda en el aire la pregunta: ¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?
Y es que, en efecto, rodeado de pueblos poderosos que erigen estatuas poderosas de sus dioses, el pueblo de Israel tendrá que creer en un Dios que supuestamente los compaña pero al que nadie ha visto ni puede ver.
He pensado en esto reflexionando sobre la crisis del cristianismo y estoy convencido de que no viene tanto de los curas pederastas ni de una misoginia que tarda en revertir ni de su estructura piramidal (aunque todas estas cosas ayuden) sino fundamentalmente de que a los occidentales se les ha hecho muy cuesta arriba creer en un Dios al que no ven y que parece haber decidido mantenerse alejado de este mundo. Y por eso se toman actitudes que dependen de la respuesta negativa a la pregunta: ¿Está o no está Dios en medio de nosotros?
Se dirá que este Dios es el mismo de hace cien años pero no es así. Aquel era un Dios que había creado un mundo complejo y maravilloso pero ahora cualquiera sabe que el mundo nació en el bing bang y se ha desarrollado por evolución. Aquel Dios dictaba una moral pero hoy es la misma sociedad quien se la da a sí misma. Aquel Dios estaba en la calle, en las fiestas, en los ritos, en cruces o imágenes que hoy van desapareciendo. Y sobre todo este Dios es incapaz de contrarrestar la violencia y el sufrimiento del mundo.
La crisis del cristianismo es la crisis de Dios. Esta situación no afecta del mismo modo a otras religiones. Yo siempre me pregunto cómo es posible ser occidental y leer sin sobresaltos el Corán pero allí donde gobierna, Dios está en el ambiente, en la moral, en las costumbres y además colabora para dominar naciones enteras. En el budismo la cuestión de Dios no se plantea. En realidad es una especie de monacato presidido por la figura de Buda.
Occidente debatía estar agradecido al cristianismo. Aseguró desde el principio que el mundo era profano, que Dios lo dejaba al cuidado y al arbitrio de los seres humanos y les aseguró igualdad y dignidad. Aunque la Iglesia ha jugado durante siglos el papel de armonizadora social, llega un momento en que entendemos esa profanidad del mundo y vemos claro que Dios no puede ser un metemeentodo o un tapaagujeros (Bonhöffer)
El cristianismo sin embargo mantiene contra viento y marea que Dios está en medio de nosotros pero que la experiencia de esta presencia no puede ser sino una experiencia mística. Parece que Karl Rahner previó con preocupación esta crisis, cuando los fieles descubrieran que Dios no intervenía directamente en el mundo y en todo caso fue él quien acuñó la repetida frase según la cual cristino del siglo XXI será un místico o no será.
¿Y en qué consiste ser un místico en este contexto? Pues en ver –no sólo en pensar, no sólo en considerar–, en ver la presencia de Dios en los acontecimientos.
Ya se ha citado muchas veces a Madeleine Delbrel, aquella mística de la calle: “Que importa lo que tengamos que hacer, tomar una escoba o una pluma, hablar o callar, zurcir o dar una conferencia, curar a un enfermo o escribir a máquina. Todo esto es la corteza de una realidad espléndida, el encuentro del alma con Dios, renovado cada minuto, acrecentando su gracia cada minuto, cada vez más bella para su Dios. ¿Llaman? Rápido, abramos, es Dios quien viene a vernos, a amarnos. ¿Una información? aquí está Dios que viene a amarnos ¿Es hora de sentarse a la mesa? Vamos, es Dios que viene a amarnos”.
No cabe duda de que en la Iglesia son necesarias muchas reformas pero lo más importante, lo más urgente es una reflexión, una catequesis sobre el Dios a quien nadie ha visto nunca pero al que vemos como realidad y promesa en todos los acontecimientos. Una mistagogía que permita a todos los que quieran contestar afirmativamente a la pregunta: ¿Está o no el Señor en medio de nosotros?
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