Felisa Elizondo
En el ambiente de estos días cercanos a la Pascua vuelven a mi mente imágenes y palabras asociadas a ese día que comienza con una larga Vigilia. En primer plano, la representación de enormes dimensiones, ideada por Pericle Fazzii, fundida en bronce y cobre que preside el Aula Nervi (llamada así por el arquitecto que la proyectó), la magnífica Sala vaticana destinada a las Audiencias. Pintores y escultores geniales han probado la dificultad de representar lo impensable del misterio, y no debió ser menor la del autor de la Rissurrezione que domina desde el trasfondo aquel recinto.
Es sabido que la obra fue encargada ya
en 1964 por san Pablo VI, que se expuso
a la vista de todos en 1971. El escultor admite que quiso representarla “como
un estallido de tierra, como una enorme tempestad en forma de un mundo en
explosión” que rodea al Cristo que se alza sereno. El trabajo muestra un excepcional
dominio de materiales duros, adelgazados y modelados hasta dar al conjunto una
sorprendente impresión de ligereza. De ese modo, aparece como un imponente
relieve que quiere dar idea del alcance y la fuerza de la resurrección de
Jesús, que arrastra consigo, eleva y transfigura esta tierra nuestra.
Contemplada con calma, esta Rissurrezione
parece decir en bronce algo que tampoco las palabras alcanzan a aferrar: que el
Resucitado es “la tierra de los vivos”. La cita llega desde la inscripción de
una iglesia ortodoxa de Constantinopla, y Olivier Clément, que la recoge, comenta: “No es la reanimación de un cadáver
según las condiciones “de este mundo”, sino la inversión de dichas condiciones,
la transformación universal que comienza en una humanidad convertida en la
humanidad de Dios” (La alegría de la resurrección, 2016, 106-107).
En mi percepción –que es seguramente la de muchos más– esta representación, forjada por un broncista insigne, refleja el clima de la renovación conciliar que en pleno siglo pasado hizo revivir en las conciencias, con declaraciones solemnes, la promesa bíblica de “unos cielos nuevos y una nueva tierra”. Y podría acogerse también al título de La Pascua de la creación, que encabeza el libro póstumo de Juan Luis Ruiz de la Peña, uno de los tratados más apreciados en la teología reciente escrito en castellano. De hecho, el impacto de ese fondo espectacular en el que el metal parece aligerarse al máximo para dar idea de una materia que se transforma, encaja bien con las palabras y los textos que tratan de decir en el mundo de hoy, con la mayor justeza posible, lo que la memoria cristiana ha conservado desde los primeros decenios de nuestra era.
Decir “resurrección” hoy
A
lo largo de unos cuantos decenios, exegetas, historiadores y teólogos han
analizado detenidamente los textos bíblicos en los que, a veces con sobriedad extrema,
aparecen el término y sus sinónimos referidos, en primer lugar, a un
crucificado. Y que apuntan también a lo
que sus seguidores podían esperar. Sabemos que apenas transcurridos veinte años
de la crucifixión, hacia el año 47, Pablo de Tarso recordaba a los corintios
que lo primero que trasmitió fue “que Cristo murió por nuestros pecados , según
las Escrituras; que fue sepultado , y que resucitó al tercer día”(Cor 15, 3-4).
Y que en otros lugares del Nuevo Testamento, con el lenguaje de la vida o
de la exaltación, se encuentra también el
testimonio de lo increíble pero real
sucedido en Jesús de Nazaret. Un testimonio que llega desde seguidores primero
desilusionados y luego exultantes. Anuncio que presagia lo que felizmente nos
aguarda y aguarda a la creación entera.
Los estudios a que nos hemos referido
han vuelto a poner de relieve lo nuclear y decisivo para la humanidad y la
creación entera de la irrupción de vida realizada en Jesús, como “el primero de
los hermanos”. Se trata de la “experiencia fundante”, que los discípulos
transmitieron con fórmulas y relatos diversos y que la tradición ha conservado.
Una experiencia pascual vivida en la fe que los llevó hasta dar su vida por
extender a más aquel anuncio feliz. Una memoria viva que culmina las
celebraciones cristianas ahora mismo.
Exegetas e historiadores, y desde luego teólogos, no han dejado de señalar que la fe en la resurrección es un fogonazo de luz que nos alcanza y en la que puede descansar nuestra esperanza. Valgan como ejemplo algunas intervenciones que citaremos abreviándolas.
“Ha resucitado”, un anuncio glosado por
Benedicto XVI
En su libro Jesús de Nazaret
(1913), el papa Benedicto dedicó algunas páginas a las distintas lecturas de
los pasajes de la Escritura que se ofrecen
en el panorama teológico reciente. A lo largo de su pontificado, con
ocasión de celebraciones pascuales, pronunció varias homilías en las que
expresa, con profundidad y sencillez a un tiempo, cómo la confesión de fe en el
Resucitado posibilita y reclama de quien cree una vida convertida y
humildemente esperanzada.
En 2006, inició la Vigilia Pascual con la
pregunta del ángel a las mujeres que acudían al sepulcro: “¿Buscáis a Jesús el
Nazareno, el crucificado? No está aquí, ha resucitado” (Mc 16, 6). Y añadía:
“Lo mismo nos dice también a nosotros el evangelista en esta noche santa: Jesús
no es un personaje del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de
nosotros; nos llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también
nosotros el camino de la vida (...) En Pascua nos alegramos porque Cristo no ha
quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al
mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es –como proclamamos en
el rito del cirio pascual– Alfa
y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también
hoy y por la eternidad (cf. Hb 13, 8)”.
Reconocía también la extrañeza que encuentra ahora mismo ese anuncio: “En cierto modo, vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte, tan extraña a todas nuestras experiencias, que, entrando en nosotros mismos, continuamos con la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? ¿Y para el mundo y la historia en su conjunto?”.
Un misterioso y decisivo acontecimiento
La interrogación –proseguía el Papa en la homilía-- no se satisface con la respuesta de un milagro, el de un cadáver reanimado, sino que nos afecta de otra manera: “La resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia”.
Y argumentaba: “La pregunta se detiene en lo decisivo de que este hombre se encontraba... en un mismo abrazo con Aquel que es la vida misma, un abrazo no solamente emotivo, sino que abarcaba y penetraba su ser. Su propia vida no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se la podía quitar realmente (...) Así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte (...) Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte”.
Estallido de luz y explosión de amor
“La resurrección –prosigue la homilía– fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo”.
Se trata –viene a decir– de un estallido que nos afecta de lleno: “Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí”. Semejante acontecimiento –sigue diciendo– nos llega mediante la fe y el bautismo, un rito que forma parte desde antiguo de la celebración pascual. Y a este propósito afirma que el bautismo, que implica nada menos que muerte y resurrección, comporta “renacimiento, transformación en una nueva vida”: “Un yo insertado en un nuevo sujeto más grande, transformado, bruñido, abierto a la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia”.
“El gran estallido de la resurrección –insiste– nos ha alcanzado en el bautismo para atraernos. Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos...”
Todavía antes de terminar se refiere a un tema siempre presente en la liturgia: la alegría pascual. En estos términos: “Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. A ella, es decir al Señor resucitado, nos sujetamos, y sabemos que también Él nos sostiene firmemente cuando nuestras manos se debilitan. Nos agarramos a su mano, y así nos damos la mano unos a otros, nos convertimos en un sujeto único y no solamente en una sola cosa”.
Y en un último párrafo: “La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquel que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo. La meta”.
El nombre de nuestra esperanza
Hemos prestado atención especial a esta exégesis del creer en la resurrección porque llega de un creyente, un papa teólogo muy consciente de hablar de algo tan singular como la resurrección de Jesús y la nuestra en un tiempo de realismo corto, tentado de inmanencia, aunque siga siendo sensible al dolor y desearía evitar desastres y desgracias. A las frases reseñadas podrían sumarse otras expresiones que han quedado impresas en escritos posteriores. Sin olvidar la actitud serena y la confianza humilde que, en coherencia con lo que había escrito y predicado, mostró ante la cercanía de su propia muerte.
Releyendo otras reflexiones hechas en la teología reciente sobre el significado y alcance de lo que confesamos, se podría encontrar afirmado que la fe-esperanza de resurrección hace de la nuestra “una humanidad realzada: “La idea de salvación (también de la muerte) –insistía el teólogo belga Adolf Gesché– se funda en una idea elevada del ser humano”. Y en el mismo tono añadía: “Es verdad que el hombre muere, pero… no debe creer que está hecho para la muerte: el hombre está hecho para la vida”. Y creer que Jesús ha resucitado supone o es inseparable de reconocer la dignidad incomparable de cada ser humano: “Proclamar que ya no puedo tratar a nadie como si no estuviera destinado a la resurrección”. Afirmaciones que responden a una convicción de fondo: “Creer en Dios y en su Cristo es un modo de creer en el hombre”(El destino (2004) p.105)
Una confianza humilde
Ahora bien, afirmar que el último destino es un destino de Vida no equivale a dejar en el olvido que, también para quien cree, la muerte sigue siendo “el último enemigo”, y el dique con que topan todas las expectativas. El realismo cristiano acepta que ni siquiera una fe sincera llega a vencer el temor cuando la debilidad de nuestro cuerpo se deja sentir o cuando nos estremecemos ante el silencio de quienes mueren.
Además, si no parece que en otro tiempo fuera fácil, ahora mismo no es extraño encontrar especialmente difícil el artículo del Credo que habla de la “resurrección de la carne”. De hecho, su traducción por “resurrección de los muertos” intenta restar dificultad. Con todo, se puede recordar que aquella formulación, situada en su contexto, quiso evitar el espiritualismo desencarnado. Y que no se aleja del lenguaje empleado por san Pablo al hablar de un “cuerpo espiritual/espiritualizado” un “cuerpo de gloria”. Un lenguaje que honra nuestro entero vivir humano, que será al fin transfigurado.
Esta es, en último término, la esperanza audaz que el artículo del Credo expresa desde siglos atrás con “resurrección de la carne”. Una confesión que hoy suscita cierta extrañeza, hasta el punto de que algunas versiones prefieren hablar de “resurrección de los muertos”. Con todo, aceptado que el término “carne” necesita ser situado en el contexto en que comenzó a usarse en el Símbolo de la fe, tiene razón de ser porque, a distancia de un espiritualismo desencarnado, sugiere que será cada uno, con su experiencia vital cumplida, quien tras la muerte entrará en la Vida que no cesa.
El nombre de nuestra esperanza
Ahora bien, afirmar que el último destino es destino de vida, no equivale a dejar en el olvido que, también para quien cree, la muerte sigue siendo “el último enemigo”, y el dique con que se topan todas las expectativas. Con realismo cristiano, hay que reconocer que ni siquiera una fe sincera llega a vencer plenamente al temor cuando la debilidad de nuestro cuerpo se deja sentir o cuando nos estremecemos ante el silencio de quien muere.
Pero hay frases en la liturgia que parecen cobrar mayor verdad y eficacia en los momentos de perplejidad, cuando asistimos al desmoronarse de nuestro cuerpo de carne o nos rodea un clima de realismo crudo, y hasta nihilista: “Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la esperanza de la futura inmortalidad” (aquí por “resurrección”). Y en el decir escueto del latín han llegado hasta nosotros dos palabras que condensan toda una convicción: “La vida no se pierde, se transforma”. Escuchar una y otra sentencia en las voces de otros creyentes han venido siendo y son ayudadoras de la esperanza.
Los relatos pascuales atestiguan que el mismo Jesús, que probó la fatiga, el dolor lacerante de una cruz y bajó a la tumba, fue reconocido al fin “glorioso”, “a la derecha del Padre”. Los textos recogen también su promesa de hacernos partícipes de su dicha. Aunque no podemos experimentar por anticipado lo que esperamos, dar crédito a su resurrección es aguardar, aunque sea en la penumbra, que se cumpla en nosotros ese último destino que nos asocia a Él y a cuantos “han pasado de la muerte a la Vida”.
De la Iglesia se dice, con una profundidad y urgencia que no escapa a un autor antes citado, que es “una matriz de resurrección, una escuela de resurrección. Tanto en lo más íntimo de las ermitas, de las cárceles o de los hospitales, como en la vida de cada día, Hoy –sigue nuestro autor– es necesario introducir de nuevo en la cultura signos de resurrección para abrir en la historia de los hombres un camino hacia la divino-humanidad” (O. Clément, op cit, 109).
Resurrección es el nombre de nuestra esperanza: “Morir –ha dejado dicho el poeta Christian Bobin, mirando la lápida de su padre– no cierra el libro en la última página”. Y para quien cree, la promesa de resucitar contiene también la del reencuentro con quienes siguen viviendo de otro modo y a los que el amor no nos deja olvidar .
Felisa Elizondo
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