Jesús Martínez Gordo
La experiencia de renovación eclesial impulsada por monseñor A. Rouet (1994-2011) en Poitiers fue formalmente desautorizada en 2012 por el sector de la curia vaticana más partidario de defender un modelo de Iglesia marcadamente clericalista que sinodal y corresponsable y, a la vez, más atento al código de derecho canónico que a los criterios teológicos proclamados por el Vaticano II o a las urgencias (evangelizadoras y reorganizativas) que brotan de una sociedad crecientemente secularizada[1].
Sin embargo, más allá de las dudas que razonablemente se abren sobre dicha descalificación en el actual papado, la de Poitiers es una experiencia de renovación que, con las adaptaciones y correcciones que se estimen oportunas, sigue siendo referencial. De hecho, lo es en las otras renovaciones que también se están llevando a cabo en Francia y en muchas iglesias locales de Europa.
1.- Algunos datos
Los datos históricos son incontestables y, a la vez, muy comunes a los de otras iglesias locales en Europa: la diócesis de Poitiers contaba, hacia la mitad del siglo XX, con unos 800 presbíteros y sus previsiones para finales del siglo XX e inicios del XXI eran de poco más de 200. No tiene nada de excepcional que –en sintonía con el modo de proceder de la gran mayoría de las diócesis francesas- afrontara su futuro y, particularmente, los problemas derivados del envejecimiento y disminución del clero de manera sinodal y corresponsable.
Fruto de ello fue la celebración, entre los años 1988 y 1993, del primer sínodo diocesano y el acuerdo de agrupar las 604 parroquias, entonces existentes, en 77 unidades pastorales (“relais”) con un consejo encargado de redactar un proyecto pastoral.
En enero de 1994 Albert Rouet, hasta entonces, obispo auxiliar en Paris, es nombrado titular de Poitiers en sustitución (por jubilación) de monseñor Joseph Rozier. Finalizada la celebración litúrgica de entrada en la diócesis, le entregan las Actas del Sínodo recién clausurado.
El nuevo obispo entiende que, antes de proceder a su aplicación, necesita conocer “in situ” el estado real de la diócesis. Esta inquietud le lleva a realizar una visita pastoral. En el transcurso de la misma se percata de que la remodelación que se piensa activar, al estar más preocupada por la estricta aplicación del código de derecho canónico que por la resolución de las urgencias pastorales, corre un alto riesgo de favorecer una reorganización clericalista ya que su referencia primera y última es el número (actual y previsible) de sacerdotes. Como consecuencia de ello, constata, se va acabar condenando a su suerte a las pequeñas parroquias y se va a dar por buena una imperdonable hemorragia de personas y comunidades.
2.- Las claves de la renovación
Estas constataciones le llevan a proponer una renovación eclesial presidida no tanto por las previsiones de presbíteros o por las limitadas posibilidades pastorales que se abren a partir de una interpretación posibilista del derecho canónico, sino por la misión, la sinodalidad, la pertenencia responsable y corresponsable a las comunidades locales, la promoción de equipos pastorales de base y la potenciación de un nuevo modelo de presbítero en el que la dimensión cultual y litúrgica tenga su importancia, pero no el centro articulador en torno a la que giren las restantes.
2.1.- Una diócesis en estado de misión
En la diócesis de Poitiers, apunta el nuevo obispo, también ha irrumpido, a pesar de ser una región marcadamente rural, la secularización. Hace tiempo que ha desaparecido el cristianismo sociológico, extinguiéndose la tradicional correspondencia entre el número de habitantes y el número de católicos. La comunidad cristiana ya no es identificable con toda la población.
Por eso, es preciso asumir algo que comienza a ser bastante común en muchas diócesis de las grandes urbes: la Iglesia va camino de ser una minoría en una sociedad crecientemente pagana o, en todo caso, no cristiana. Esto quiere decir que nos encontramos en una situación de misión y que los servicios hasta ahora prestados por las actuales parroquias ya no garantizan una fe madura ni, incluso, su misma supervivencia ni la de la comunidad cristiana.
Pero, siendo importante percatarse y asumir esta nueva situación, lo es mucho más repensar cómo es posible ser cristianos y cómo es viable potenciar comunidades evangelizadoras en un mundo crecientemente secularizado. Es la primera de las tareas de toda renovación eclesial.
2.2.- Una diócesis sinodal
El funcionamiento sinodal y corresponsable está en el código genético de la Iglesia de todos los tiempos. Consecuentemente, ha de presidir todas las estructuras eclesiales y todos los proyectos de renovación y de reorganización pastoral. También, por supuesto, el que se pretenda activar en la diócesis de Poitiers.
De ahí que el protagonismo de las parroquias y de todos los bautizados en el diseño de su propio futuro sea un criterio innegociable, aparcando cualquier lógica o procedimiento que la diluya o que la agüe. Por tanto, la sinodalidad es la forma de abordar todos los problemas que se avecinan y de hacer creíble la renovación eclesial.
2.3.- Comunidades locales y pertenencia corresponsable
Si, como suele ser habitual en muchos lugares, se confunde la Iglesia con una organización contingente (la parroquial), entonces la diócesis de Poitiers también acabará topándose más tarde o más temprano con los subterfugios a los que frecuentemente se recurre para conservar el modelo de Iglesia clerical del pasado y las estructuras que la han propiciado con la ayuda, por supuesto, de un código de derecho canónico interpretado “ad casum”: encontrar personas que sustituyan o “colaboren” con los sacerdotes; ser menos exigentes con los criterios que se han de exigir para la ordenación presbiteral (pudiendo ser suficiente la piedad); remodelaciones y unidades pastorales a la medida de las posibilidades del modelo latino de ministerio sacerdotal… La catástrofe previsible (ya sea a medio o a largo plazo) es más que evidente.
Si, por el contrario, se comprende que la desaparición de una estructura (aunque sea tan importante como la parroquia) no es la muerte de la Iglesia, sino una ocasión para la creatividad apostólica y misionera, es decir, para la renovación eclesial, entonces es muy posible que irrumpan, en medio de las indudables limitaciones, la esperanza y la confianza ante un futuro que invita –como en los tiempos de las primeras comunidades- a la esperanza.
La situación actual es de tal calibre, apunta seguidamente monseñor A. Rouet, que no sólo lleva a renunciar a las recetas pastorales de siempre (aunque estén avaladas por el derecho canónico), sino, sobre todo, a centrar la mirada en cómo se organizaban las primeras comunidades para realizar, a la luz de dicha manera de proceder, una lectura implicativa que puede (y debe) ser igualmente iluminada con la experiencia de otras iglesias contemporáneas (particularmente en África, Asia o en América latina). Tanto unas como otras, han sido (y son) comunidades con clara autoconciencia de ser corresponsables, misioneras y creativas, a pesar de contar para ello con poquísimos presbíteros. Son cientos de miles las comunidades cristianas que, a lo largo y ancho del mundo, se organizan de otra manera, muy diferente a la que actualmente impera en Europa.
De los países de misión llegan modelos de funcionamiento y organización muy diferentes al europeo. Existen, por ejemplo, diócesis con centenares de miles de habitantes y con menos de 30 sacerdotes e, incluso, con menos de 20. Y lo que es más sorprendente: estos presbíteros están aparentemente menos estresados que los de Francia y mucho más ilusionados que los de aquí. Y, a la vez, hay miles de cristianos que, en comunión con el sacerdote, animan comunidades vivas, comprometidas, nada acomplejadas ni abonadas a los lloriqueos y a los lamentos desesperanzados y por cuya cabeza no pasa decir que Cristo las ha abandonado a su suerte al no poder contar con la presencia permanente de un presbítero.
A la luz de estas experiencias y criterios, y teniendo presentes las líneas de fondo del Sínodo diocesano, el nuevo obispo propone impulsar las llamadas, a partir de entonces, “comunidades locales”. Se entienden por tal los grupos de cristianos que se reúnen para vivir el Evangelio, que van (y quieren ir) más allá de los encuentros dominicales u ocasionales para la celebración de funerales, bodas y otros eventos sacramentales. Y que, además, se adhieren a ellas de manera libre y responsable.
Por tanto, lo definitivo de estas “comunidades locales” no es la referencia a un territorio administrativo, sino la pertenencia libre y responsable a las mismas; la atención y el cuidado de los tres pilares fundamentales de toda comunidad cristiana (el anuncio de la fe o la evangelización, la oración en el Espíritu de Cristo o la liturgia y el servicio a la caridad y a la justicia) y la existencia de un equipo pastoral de base que, además de renovarse periódicamente, ejerce su ministerio o servicio en comunión con las restantes comunidades locales de la diócesis.
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