Fuente: Vida Nueva
(A FONDO. Catequesis de Adultos)
Por: MIGUEL ÁNGEL MALAVIA
La historia de búsqueda de Vanesa Prieto comienza antes de su nacimiento hace casi 40 años. Evoca a sus raíces más íntimas, cuando las familias de los que serían sus padres cambiaron su vida: “Siendo ambos adolescentes en Barcelona, sus abuelos y padres se convirtieron en bloque del catolicismo, que vivían como algo tradicional y no tan vivencial, a una nueva fe, la de los Testigos de Jehová. Desde entonces, toda nuestra familia pertenece a lo que yo hoy no dudo en calificar de secta”.
Su infancia y adolescencia “estuvieron marcadas por abusos de todo tipo, tanto emocionales como físicos. Crecí en un ambiente en el que, muy temprano, supe que Dios no podía estar ahí. Notaba que algo esencial no funcionaba, no estaba bien. Eran demasiadas las contradicciones entre el mensaje predicado y las acciones que lo encarnaban”.
Fueron años dolorosos en los que sentía “la presión de ser muy buena a ojos de los demás para que mi entorno estuviera orgulloso de mí”. Y todo mientras sufría desgarros profundos, como saber de la existencia de dos hermanos suyos que fallecieron antes de nacer ella “casi por casualidad… Cuando preguntaba por ellos, apenas tenía respuestas. Mis padres no hablaban de ellos, era un tabú grandísimo. Lo que conozco es porque mis otros hermanos o abuelos en algún momento decían cosas sobre ese tema. Los dos nacieron con una enfermedad cardiaca congénita. Más allá de las circunstancias, me entristece que no se hable de ellos, como si no hubieran existido”. Además, ella misma fue víctima de abusos de distinto tipo por parte de quienes debían protegerla. Una mirada retrospectiva lleva a Vanesa a lamentar con tristeza el papel de su madre: “Era una mujer que siempre miró exclusivamente por mi padre, que muchas veces actuaba con gran dureza contra sus hijos. No sé si fue por miedo o por sumisión, pero nunca nos protegió”.
Algo que se puso de manifiesto en el momento más complicado: “Cuando naces Testigo de Jehová, lo habitual es recibir el bautismo en la adolescencia. Uno decide aceptarlo con todas sus consecuencias y sabe que ya no hay salida posible, salvo que se acepte romper radicalmente con todo. Es lo que me ocurrió… Me había bautizado por responsabilidad hacia la familia, pero atravesaba un período de cierta rebeldía. Tenía mis amigos fuera de ese ambiente y quería vivir mi vida, lo que generaba tensión en casa”.
Un día, su madre “supo que estaba con un chico y habíamos tenido relaciones. Sin dudarlo, me denunció ante la asamblea de ancianos y me sometieron a juicio. Yo reconocí que, a sus ojos, lo que había hecho era un pecado, pero no me podía engañar a mí misma y aclaré que, no solo no me arrepentía de nada, sino que no quería seguir formando parte de los Testigos de Jehová. El juicio acabó con mi condena y expulsión de la comunidad”. “Cuando me echaron de la secta –continúa–, me fui de casa de mis padres y me independicé. Unos años después, cuando tenía 22, me casé con un chico. Al poco, nos divorciamos y, con 24, empecé a formarme y a trabajar como actriz. Me vine a París con 30 años. Durante los primeros años después de la ruptura familiar intenté mantener un contacto razonable con ellos. Les llamaba y acudía a verlos muy de vez en cuando. Hace unos años me di cuenta de que el movimiento solo iba de mí hacia ellos. Si no lo hacía yo, ellos nunca me contactaban. Fui consciente de que podía estar viva o muerta y para ellos no tenía ninguna importancia, así que dejé de llamarlos. Desde entonces, el contacto es prácticamente nulo. Como mucho, un mensaje de texto alguna vez”. (Continuará)
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