miércoles, 1 de febrero de 2012

Tres pilares de credibilidad

La credibilidad es una característica que hace referencia a la capacidad de ser creído. En algunas profesiones y actividades resulta un valor imprescindible. El político que no tiene credibilidad no es votado, mientras que el periodista que no genera confianza, no influye en su público. Lo mismo pasa en las Iglesias cuando sus mensajes carecen de credibilidad porque las conductas de sus representantes no transmiten confianza. Solo por nuestros hechos nos conocerán.

Gabriel María Otalora



Esta introducción me sirve para centrar el espinoso tema de la credibilidad católica en el actual momento vasco. Por sintetizarlo en titulares, tres temas formarían el cuore donde nos estamos jugando la credibilidad, insisto que referida a nuestro momento actual: la paz y la reconciliación, la situación económica y centrarnos en las obras buenas y no en otras cosas.

Lo que tan bien se cocinó bajo la mesa en la Conferencia de Paz promovida por Lokarri, debiera servir para que la institución católica vasca, con sus respectivos obispos a la cabeza, asuma abiertamente la parte de liderazgo que le corresponde, aunque solo sea porque Jesucristo fue el mayor trabajador de la reconciliación. Y se mantenga en el intento -porque algo hubo a finales del mandato socialista- de mediación del Vaticano en una pacificación integral que incluya el relato de lo ocurrido (memoria histórica) desde un magisterio pacificador que cure heridas y derribe muros de división.

La labor es ingente para avanzar en la reconciliación como la esencia del amor fraterno, que es lo que se le supone a un seguidor de Cristo con responsabilidades pastorales. Además de rezar, tienen mucho que decir y hacer por la paz, incluyendo a los obispos eméritos que tanto saben de esto; mucho que hacer por los derechos de las víctimas, el perdón liberador y hasta en el allanamiento de "la gestión de los derechos colectivos y las aspiraciones legítimas de los pueblos, así como la gestión acertada del conflicto entre identidades nacionales contrapuestas". Así pues, el tema no se puede despachar con unas "orientaciones prácticas para la reflexión y el compromiso" y un encuentro de oración previsto para el 25 de febrero. Involucrarse en la convivencia con criterios evangélicos es mucho más que esto.

No había ocurrido nunca en la historia económica moderna que tres grandes crisis confluyan combinándose: financiera, energética y alimentaria. Cada una de ellas interactúa sobre las otras agravando, de forma exponencial, a la economía real. Pero la codicia de unos y el consumismo irresponsable de los demás tapan la crisis alimentaria y que al Tercer Mundo solo se le mira ya en clave de materias primas. Frente al comportamiento de los mercados y sus consecuencias desastrosas para casi todos, la Iglesia católica no puede quedarse en declaraciones formales y esporádicas que pueden interpretarse fácilmente como de una ambigüedad calculada y poco creíble. Al menos no se comportan así muchos obispos de lugares pobres con riesgo para sus vidas.

El décimo mandamiento se ha convertido en una tremenda maza que golpea la dignidad humana sin que aparentemente las autoridades eclesiásticas vascas den muestras de que estamos involucrados hasta el tuétano como cristianos en la denuncia profética.

La Iglesia toda, también la cabeza de la Iglesia vasca, debe dar un paso al frente con el evangelio en la mano, sin retorcerse el cuello de tanto mirar a Madrid y a Roma, en lugar de fijarse en el modelo y los hechos de Jesús de Nazaret.
Los católicos, seguramente, seremos quienes más obras solidarias tenemos en acción, bien estructuradas y con resultados en muchas personas heridas por la vida, a los que la Iglesia ofrece ayuda concreta en forma de miles de voluntarios y asociaciones con la mano tendida para paliar el sufrimiento. Una ayuda que trasciende, con mucho, el aspecto material. Se trata de una oferta desde el amor, que choca en la sociedad materialista e insolidaria. Por tanto, es imprescindible centrarse y hacer bandera católica con nuestras obras, mantenerlas incluso desde la apretura económica, siempre inferior a la de quienes menos tienen y son el rostro predilecto del evangelio. Que nuestra Iglesia vasca focalice su corazón en estas obras como signo por el que queremos ser reconocidos. Que se publiciten para que lleguen a más personas que sientan el pálpito de tantos laicos y miembros de congregaciones que son un gran signo fraterno. Atraería a más comprometidos con el amor de Cristo.

Al menos en estos tres pilares, los católicos vascos precisamos con urgencia de una profunda renovación hacia actitudes más comprometidas y audaces en las que nuestros obispos deberían implicarse muy en serio a la manera de Jesús, por amor, mojándose por la reconciliación y denunciando sin ambages las estructuras injustas, al menos como lo hacen con el derecho a la vida del nasciturus. Nada es imposible excepto cuando pecamos de omisión. Como los grandes hitos históricos de personas comprometidas con el ser humano -cristianas o no- que padecieron grandes incomprensiones hasta en sus propias filas; fueron perseguidos incluso por causa del evangelio. Ahora, en cambio, no vemos que nuestros obispos antepongan el evangelio a la institución eclesial, cada vez más centrados en las normas canónicas, los signos litúrgicos y la referencia de los grandes acontecimientos de masas.

Dejemos a un lado la religión tranquilizadora e infantil que ha perdido la tensión del seguimiento de Cristo (J. A. Pagola) obviando las responsabilidades básicas del cristiano mediante signos que son cada vez más fines en sí mismos. A más clericalismo, menos Iglesia y audacia evangélica. Que nos retumben las palabras que Pedro Miguel Lamet pone en boca de Jesucristo en Getsemaní: "¿Y qué hago yo aquí? ¿A qué he venido? He pasado haciendo el bien, devolviendo la salud y la vida, predicando palabras de salvación. ¿De qué sirve? Soy un puro fracaso, me van a dejar tirado incluso mis mejores amigos".

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