La credibilidad es una característica
que hace referencia a la capacidad de ser creído. En algunas
profesiones y actividades resulta un valor imprescindible. El político
que no tiene credibilidad no es votado, mientras que el periodista que
no genera confianza, no influye en su público. Lo mismo pasa en las
Iglesias cuando sus mensajes carecen de credibilidad porque las
conductas de sus representantes no transmiten confianza. Solo por
nuestros hechos nos conocerán.
Gabriel María Otalora
Esta introducción me sirve para centrar el espinoso tema de la
credibilidad católica en el actual momento vasco. Por sintetizarlo en
titulares, tres temas formarían el cuore donde nos estamos
jugando la credibilidad, insisto que referida a nuestro momento actual:
la paz y la reconciliación, la situación económica y centrarnos en las
obras buenas y no en otras cosas.
Lo que tan bien se cocinó bajo la mesa en la
Conferencia de Paz promovida por Lokarri, debiera servir para que la
institución católica vasca, con sus respectivos obispos a la cabeza,
asuma abiertamente la parte de liderazgo que le corresponde, aunque solo
sea porque Jesucristo fue el mayor trabajador de la reconciliación. Y
se mantenga en el intento -porque algo hubo a finales del mandato
socialista- de mediación del Vaticano en una pacificación integral que
incluya el relato de lo ocurrido (memoria histórica) desde un magisterio
pacificador que cure heridas y derribe muros de división.
La labor es ingente para avanzar en la reconciliación como la
esencia del amor fraterno, que es lo que se le supone a un seguidor de
Cristo con responsabilidades pastorales. Además de rezar, tienen mucho
que decir y hacer por la paz, incluyendo a los obispos eméritos que
tanto saben de esto; mucho que hacer por los derechos de las víctimas,
el perdón liberador y hasta en el allanamiento de "la gestión de los
derechos colectivos y las aspiraciones legítimas de los pueblos, así
como la gestión acertada del conflicto entre identidades nacionales
contrapuestas". Así pues, el tema no se puede despachar con unas
"orientaciones prácticas para la reflexión y el compromiso" y un
encuentro de oración previsto para el 25 de febrero. Involucrarse en la
convivencia con criterios evangélicos es mucho más que esto.
No había ocurrido nunca en la historia económica moderna que
tres grandes crisis confluyan combinándose: financiera, energética y
alimentaria. Cada una de ellas interactúa sobre las otras agravando, de
forma exponencial, a la economía real. Pero la codicia de unos y el
consumismo irresponsable de los demás tapan la crisis alimentaria y que
al Tercer Mundo solo se le mira ya en clave de materias primas. Frente
al comportamiento de los mercados y sus consecuencias desastrosas para
casi todos, la Iglesia católica no puede quedarse en declaraciones
formales y esporádicas que pueden interpretarse fácilmente como de una
ambigüedad calculada y poco creíble. Al menos no se comportan así muchos
obispos de lugares pobres con riesgo para sus vidas.
El décimo mandamiento se ha convertido en una tremenda maza
que golpea la dignidad humana sin que aparentemente las autoridades
eclesiásticas vascas den muestras de que estamos involucrados hasta el
tuétano como cristianos en la denuncia profética.
La Iglesia toda, también la cabeza de la Iglesia vasca, debe
dar un paso al frente con el evangelio en la mano, sin retorcerse el
cuello de tanto mirar a Madrid y a Roma, en lugar de fijarse en el
modelo y los hechos de Jesús de Nazaret.
Los católicos, seguramente, seremos quienes más obras
solidarias tenemos en acción, bien estructuradas y con resultados en
muchas personas heridas por la vida, a los que la Iglesia ofrece ayuda
concreta en forma de miles de voluntarios y asociaciones con la mano
tendida para paliar el sufrimiento. Una ayuda que trasciende, con mucho,
el aspecto material. Se trata de una oferta desde el amor, que choca en
la sociedad materialista e insolidaria. Por tanto, es imprescindible
centrarse y hacer bandera católica con nuestras obras, mantenerlas
incluso desde la apretura económica, siempre inferior a la de quienes
menos tienen y son el rostro predilecto del evangelio. Que nuestra
Iglesia vasca focalice su corazón en estas obras como signo por el que
queremos ser reconocidos. Que se publiciten para que lleguen a más
personas que sientan el pálpito de tantos laicos y miembros de
congregaciones que son un gran signo fraterno. Atraería a más
comprometidos con el amor de Cristo.
Al menos en estos tres pilares, los católicos vascos
precisamos con urgencia de una profunda renovación hacia actitudes más
comprometidas y audaces en las que nuestros obispos deberían implicarse
muy en serio a la manera de Jesús, por amor, mojándose por la
reconciliación y denunciando sin ambages las estructuras injustas, al
menos como lo hacen con el derecho a la vida del nasciturus. Nada es
imposible excepto cuando pecamos de omisión. Como los grandes hitos
históricos de personas comprometidas con el ser humano -cristianas o no-
que padecieron grandes incomprensiones hasta en sus propias filas;
fueron perseguidos incluso por causa del evangelio. Ahora, en cambio, no
vemos que nuestros obispos antepongan el evangelio a la institución
eclesial, cada vez más centrados en las normas canónicas, los signos
litúrgicos y la referencia de los grandes acontecimientos de masas.
Dejemos a un lado la religión tranquilizadora e infantil que
ha perdido la tensión del seguimiento de Cristo (J. A. Pagola) obviando
las responsabilidades básicas del cristiano mediante signos que son cada
vez más fines en sí mismos. A más clericalismo, menos Iglesia y audacia
evangélica. Que nos retumben las palabras que Pedro Miguel Lamet pone
en boca de Jesucristo en Getsemaní: "¿Y qué hago yo aquí? ¿A qué he
venido? He pasado haciendo el bien, devolviendo la salud y la vida,
predicando palabras de salvación. ¿De qué sirve? Soy un puro fracaso, me
van a dejar tirado incluso mis mejores amigos".
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