EL SÍNODO DE LOS OBISPOS:
lo que pudo ser… y lo que algún día será
Jesús Martínez Gordo
Pablo VI hace pública su
voluntad de instituir el Sínodo de los obispos en el discurso inaugural en la
última sesión del concilio (14 septiembre 1965).
Al día siguiente se
publica el “Motu Propio” “Apostolica
sollicitudo” por el que se erige tal organismo con la finalidad de ayudar
eficazmente al papado en su solicitud por la iglesia universal. Se trata de una
institución central en el gobierno de la iglesia, representativa de todo el
episcopado católico, perpetua, flexible en cuanto a su composición y apta para
abordar problemas ocasionales o de más entidad. Se señala que normalmente será
de carácter consultivo, aunque puede tener potestad deliberativa cuando así lo
decida el Papa, y se indica que está “sometido directa e inmediatamente a la
autoridad del Romano Pontífice”. Compete al Papa convocarlo, ratificar la
elección de sus miembros, fijar los temas y presidirlo por sí mismo o por medio
de otras personas.
Con la constitución del
Sínodo de obispos, Pablo VI visualiza institucionalmente la colegialidad
episcopal, la integra en el gobierno eclesial e inaugura una costumbre –rota
con la encíclica “Humanae vitae”- de someter a consulta (y si es el caso, a
deliberación) de los obispos las cuestiones de fondo que afectan a la iglesia.
En el análisis de los
primeros Sínodos se puede constatar cómo los obispos participantes transmiten
al Papa su parecer sobre las cuestiones planteadas o sobre otros asuntos de
interés en el gobierno eclesial, dejando, por supuesto, siempre a salvo la
libertad y autoridad del sucesor de Pedro. Sin embargo, las votaciones realizadas en el primero de los
sínodos (1967) dan la impresión de que éste es más “deliberativo” que
consultivo, algo así como una prolongación del Vaticano II o una especie de
“mini-concilio”.
Ante esa impresión, la curia vaticana recuerda a los obispos que el
gobierno del Papa es “personal” y no “colegial” y que el Sínodo es uno de los
muchos instrumentos con que cuenta para ello, nunca una instancia que entre en
competencia con la autoridad del pontífice. Recela, como se puede apreciar, de
esta importante institución y propone una reforma de su reglamento que refuerce
la autoridad papal, minimice el papel de la colegialidad episcopal en el
gobierno eclesial y, de paso, dote de un mayor protagonismo a la misma curia
vaticana.
Al tomar en consideración esta crítica de la curia, Pablo VI activa la
eclesiología preconciliar que rezuma la “Nota explicativa previa” a la Constitución Dogmática
sobre la Iglesia
“Lumen Gentium”. Ésta es una “Nota explicativa previa” que, curiosamente, se
adjunta al final del documento conciliar por “mandato de la autoridad superior”
y con la intención de acallar el rechazo de la minoría conciliar a la doctrina
sobre la colegialidad episcopal.
En dicha “Nota explicativa previa” se sostiene que el Papa puede actuar
“según su propio criterio” (“propia discretio”) y “como le parezca (“ad
placitum”) aunque matiza, seguidamente, que está capacitado para actuar de
semejante manera por “el bien de las iglesias”. Es una afirmación que va mucho
más lejos de lo aprobado en el Vaticano I con el dogma de la infalibilidad.
Los padres conciliares perciben que dicha incorporación no sólo obedece a
la voluntad papal de acallar a la minoría, sino también al temor (en buena
parte, compartido por Pablo VI) de que la doctrina sobre la colegialidad acabe
amortiguando desmedidamente el modo como los papas han ejercido hasta entonces –y
durante mucho tiempo- su responsabilidad primacial en el gobierno eclesial.
Desde un punto de vista
estrictamente jurídico, esta “Nota explicativa previa” no forma parte del
cuerpo doctrinal de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, al no haber sido
formalmente aprobada por los padres conciliares ni, por tanto, ratificada por
el Papa. Sin embargo, y a pesar de ello, es un texto que va a propiciar la
lectura involutiva y restauradora que –incubada mediante esta concesión de
Pablo VI- alcanza su cenit durante el largo pontificado de Juan Pablo II y en
el de Benedicto XVI.
Dos de los ejemplos más
elocuentes son el código de derecho canónico de 1983 y la misma historia del
Sínodo de los obispos.
Concretamente, si se
analiza la trayectoria del Sínodo de obispos, se puede apreciar cómo ésta es
una institución convocada con cierta frecuencia. Es cierto, además, que los
obispos participantes hacen uso de la palabra con una incuestionable libertad.
Sin embargo, el incremento de convocatorias sinodales ha ido parejo a una
lenta, pero progresiva, disminución en su capacidad para influir en el gobierno
eclesial. Curiosamente, semejante declive ha ido acompañado de intervenciones
papales en las que se ha recordado su indudable importancia.
Es muy elocuente que no
haya sido -durante sus más de cuarenta años- la asamblea deliberativa que,
incluso, se recoge en el código de derecho canónico de 1983 (CIC 343). En
realidad, no ha pasado de ser un foro de asesoramiento papal y de intercambio
eclesial; aunque nadie cuestiona que se ha convertido en un excepcional puesto
de observación del postconcilio.
La intervención del
cardenal C. Mª Martini en el Sínodo de los obispos europeos de 1999 tuvo cierta
resonancia mediática cuando señaló que algunos problemas espinosos, tanto de
índole disciplinaria como doctrinal, aparecidos durante los 40 años
transcurridos desde la celebración del Concilio Vaticano II, debían ser
abordados mediante “un instrumento más universal y autoritativo” (…) “en el
completo ejercicio de la colegialidad episcopal”.
Toda una autorizada
crítica a la recepción eclesial del Sínodo de obispos, a pesar de que no
faltaron medios de comunicación que la interpretaron como la petición de
convocatoria de un concilio Vaticano III.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.