lunes, 9 de marzo de 2015

Ningún obispo impuesto

 

No son caprichos los que mueven a la Iglesia de Osorno, sino graves acusaciones que afectan a la honra, la credibilidad y la confianza del obispo nominado... (Editorial R y L).



La tradición de la Iglesia siempre ha concedido especial importancia a la nominación de los obispos, por la gran repercusión que tiene el testimonio de vida del pastor en la comunidad cristiana. 

Desde los consejos de Pablo a Timoteo, papas, doctores y santos han atendido con particular celo esta ocupación, aportando criterios y normas que en el  presente recoge el Código de Derecho Canónico.
En la historia de la Iglesia han habido situaciones delicadas que han debido ser corregidas y remediadas por la instalación de obispos que no fueron acogidos por la comunidad. En virtud de ello, en el siglo V, san Celestino, advertía:
«Y que nadie sea dado como obispo a quienes no le quieren o rechazan, no sea que los ciudadanos acaben despreciando, o incluso odiando, a un obispo no deseado, y se vuelvan menos religiosos de lo que conviene porque no se les permitió tener al que querían.» San Celestino I, Papa.
Se expresa así que, atendiendo al Bien Común de la Iglesia, el bien superior es la fe de la comunidad cristiana, por sobre cualquier otro interés.
La historia vuelve a hacerse presente, esta vez en la diócesis de Osorno, ante la nominación de un obispo rechazado por una comunidad cristiana madura y organizada, representada por fieles, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas.
No son caprichos los que mueven a la Iglesia de Osorno, sino graves acusaciones que afectan a la honra, la credibilidad y la confianza del obispo nominado, quien ha sido señalado como uno de los más cercanos colaboradores y encubridores de Fernando Karadima, en el deleznable delito del abuso de menores. Son las víctimas quienes lo identifican como uno de los principales protectores de tal delincuente.
La Iglesia de Osorno ha sorprendido por la fuerza moral manifestada en la defensa de un derecho esencial, cual es el cuidado de la fe y la religiosidad de todo el pueblo. Dicha fuerza radica en el buen recuerdo y en el gran ejemplo de su primer obispo, el siervo de Dios, Francisco Valdés Subercaseaux. Precisamente, las huellas de santidad de aquel querido pastor, que testimonió un amor radical a los pobres, se vuelven con escándalo contra la imposición de un obispo no deseado, que contradice el anhelo legítimo de la comunidad de tener a un buen pastor.

Don Juan Barros tiene derecho a la caridad cristiana. Pero ésta no lo rehabilita para el ejercicio de tan noble ministerio, especialmente cuando la memoria de los delitos cometidos por su mentor –multiplicados y reiterados por la complicidad de un silencio culpable– repugnan y violentan la conciencia de todo un pueblo. Nadie que profese un verdadero y honesto amor a la Iglesia puede obligar a aceptar tan grotesca imposición, sin dañar el mayor bien de la Iglesia, cual es la fe de sus hijos e hijas, y sin sumarse a la complicidad de tanto escándalo y vergüenza.
La Iglesia de Osorno sufre y la Iglesia chilena también. Duele el silencio del episcopado ante el reclamo justo de los cristianos, duele la falta de consideración, especialmente hacia los fieles cristianos laicos y laicas, que en presencia de hechos relevantes que incumben a todos, son tratados como sujetos indignos de una justa explicación y como objetos de ningún interés episcopal. De esa manera, ratifican aquel testimonio doloroso de que el laicado es parte de esa vocación terciaria y residual de la Iglesia. Los hechos demuestran que la persona de un obispo, comprometido en hechos muy graves, vale más que todo un pueblo.
En medio de tanta ignominia, reaviva la esperanza firme el involucramiento personal del administrador apostólico, don Fernando Chomalí Garib, cuyas gestiones en Roma se encomiendan a la intercesión del venerable siervo de Dios, don Francisco Valdés Subercaseaux, que un día dijo palabras tan proféticas y oportunas como:
El Obispo de Osorno se considera servidor sin distinción de todos los osorninos, pero no eludirá su deber, cuando sea el caso, de ser la voz de los que no tienen voz, y de recordar que la autoridad recibió el poder para la defensa de los débiles.” 

Venerable siervo de Dios, Francisco Valdés Subercaseaux, Novena de su veneración, Revista Humanitas.

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