Fuente: SettimanaNews
Por Jesús Martínez Gordo
26/01/2024
La crisis de recepción eclesial en algunas iglesias, colectivos y personas —provocada por la posibilidad de bendecir parejas en situaciones irregulares y del mismo sexo (Declaración “Fiducia supplicans”)— es una buena ocasión para volver a escribir unas líneas de apoyo al Papa Francisco que, así lo espero, me ayuden a comprender el sentido de su pontificado y del tiempo que estamos viviendo en la Iglesia católica. Es una tarea que asumo consciente no solo del coraje evangélico (la famosa “parresía”) de este singular Papa, sino también de algunas de las propias limitaciones que tiene como ser humano e histórico que es y que somos todos.
Pero, sobre todo, sabedor de algunas de las muchas zancadillas que le vienen poniendo una minoría de católicos, aunque esa minoría pueda representar a unos cuantos millones de un total de casi 1.400 millones. Ningún Papa lo ha tenido fácil en su responsabilidad de presidir en la unidad de fe y en la comunión eclesial. Y tampoco Francisco.
Tal dificultad —igualmente apreciable en la gestión de los últimos papados, aunque por diferentes motivos— no me impide reconocer la singularidad de las críticas que, desde el principio, le están formulando al “papa venido del fin del mundo”.
Me permito indicar, a vuela pluma y sin afán de sentar cátedra, tan solo la última de ellas; pero podrían ser muchas más.
Desde los primeros momentos de su elección, supimos que este papado quería estar presidido —a diferencia de los dos anteriores— no por “la verdad”, sino por “la misericordia”.
La verdad de la misericordia
La apuesta de Francisco me pareció, desde el primer momento, además de radicalmente evangélica, más de recibo que la pretensión de gestionar dicha “verdad en abstracto” o, en otras ocasiones, solo “natural”, poniendo a su servicio todo el poder eclesial. Por cierto, un poder que —desde el Vaticano I (1870)— se había concentrado —de manera unipersonal— en el obispo de Roma y que ni el segundo de los concilios Vaticano (1962-1965) ni su implementación postconciliar habían logrado reconducir a una comprensión y ejercicio colegial del mismo.
A diferencia de lo vivido —y hasta padecido— en los pontificados de sus predecesores, me pareció que con Francisco aparecía, por fin, un Papa que, partidario de “la verdad de la misericordia”, podría, al menos, desacelerar la hemorragia de católicos en las iglesias de la Europa occidental y, de paso, tomar algunas decisiones para que tales iglesias no acabaran perdiendo totalmente el tren de la historia o desapareciendo, tal y como ya había sucedido, para entonces, con la iglesia holandesa.
Además, no solo me satisfizo que vinculara “la misericordia” con “la verdad” primera y definitiva de lo dicho, hecho y encomendado por Jesús de Nazareth y predicado por sus seguidores, sino también que acogiera la “fraternidad” como su anverso o reverso; y con ella, la justicia y la solidaridad.
La verdad de la fraternidad
Por eso, me encantó que su primera salida del Vaticano fuera a Lampedusa, la isla que, a partir de entonces, se convirtió en el símbolo profético de lo que es y significa la “fraternidad” y qué entendemos y vivimos por “justicia” y “solidaridad” la gran mayoría de los católicos y, por extensión, una buena parte de los cristianos y de las personas de buena voluntad.
La atención que prestó —con este viaje a la isla de Lampedusa— a la verdad más radical y definitiva del Evangelio (“al atardecer de la vida te examinarán del amor”) empezó a recolocar la obsesión por la moral sexual, fundada en la llamada verdad o “ley moral natural”, en otro cauce mucho más interesado en acoger y ayudar que en condenar y expulsar de la comunidad en nombre de dicha “verdad” o “ley moral natural”.
En definitiva, comenzó a poner en valor otra razón y verdad mucho más evangélicas.
Samaritanismo y ley moral “natural”
Y es así como empezamos a percatarnos de la superioridad —cristiana y católica— de la moral samaritana, recolocando, de paso, la verdad o la “ley moral natural” por debajo de ella; algo que no gustó —ni sigue gustando— a los llamados defensores de dicha verdad o ley moral “natural”, partidarios, por ello, de poner el Evangelio debajo de tal “naturalidad”.
Esta fue una de las enseñanzas más importantes de los Sínodos mundiales de obispos de 2014 y 2015 y de la carta postsinodal “Amoris laetitia” (2016) que la minoría sinodal de entonces —formada por una buena parte del episcopado africano, del europeo oriental y otra, nada desdeñable, del estadounidense— no aceptó; ni, al parecer, sigue sin aceptar.
A la luz de estos datos y argumentos, creo que la falta de “conversión” que parece perceptible en tales colectivos en nombre de lo que entendían —y siguen comprendiendo— por verdad “natural”, se explican las críticas y rechazos de entonces —y de nuestros días— a la bendición de parejas vueltas a casar civilmente (o no) y de las uniones homosexuales.
Qué queda a unos y a otros
A Francisco —y a quienes estamos con él en esta “conversión” teológica y espiritual— no nos queda más remedio que armarnos de paciencia sin dejar de seguir exponiendo la consistencia —también racional— de la misericordia de un Dios que nos ha creado por amor “a su imagen y semejanza”; incluidos, por supuesto, los homosexuales; aunque esta última consideración no guste nada a los partidarios únicamente de la verdad o ley llamada “natural”; por cierto, una supuesta “verdad” que, visto cómo se formula y alcanza, no es —desde el punto de vista formal— universal, sino mayoritaria.
Tambien nos queda, por supuesto, seguir acogiendo críticamente los progresos que se vienen alcanzando en distintos saberes sobre lo que es “natural” en todo lo referido al sexo y al género; que es mucho. Y, a partir de tales progresos, seguir argumentando.
La determinación de lo que es verdad “natural”, algo alcanzable por el ejercicio del saber racional en libertad, no es exclusivo de unos pocos. También nosotros —los partidarios de esta decisión tomada por Francisco— somos cuidadosos con “la verdad natural” y la tenemos muy en cuenta, aunque sus resultados más recientes puedan sorprendernos. Y más, si hemos sido educados a machamartillo en una comprensión de “la verdad natural” que, muy circunstancial desde el punto de vista histórico, hoy percibimos, afortunadamente, limitada.
Estoy de acuerdo con quienes se decantan por hacer teología católica teniendo muy en cuenta, los famosos “lugares teológicos” de los que ya habló Melchor Cano en el siglo XVI y que, desde entonces, son objeto de un apasionado debate que no logró cerrar el teólogo J. Ratzinger, por mucho que se esforzó en ello a lo largo de toda su vida, en torno únicamente a un magisterio papal entendido más en términos impositivos que propositivos; un fallido intento, bastante comprensible, vista su concepción unipersonal —y nada colegial o sinodal— del poder y de su ejercicio.
Tales lugares teológicos son, y siguen siendo, en primer lugar, la Escritura y la tradición. Pero, también, la autoridad —siempre histórica— de los concilios; del magisterio de los papas; de los santos padres; de los teólogos y juristas; de la razón no revelada; del pensamiento moderno y del saber histórico.
Y, con ellos, lo que K. Barth llamaba “el periódico” y el Concilio Vaticano II, los “signos de los tiempos”. Casi nada.
A los críticos del Papa Bergoglio no les queda otra, si no buscan llevar la fe y la Iglesia a un callejón sin salida, que “convertirse” y creer en el Evangelio, es decir, en lo dicho, hecho y encomendado por Jesús, hacer teología católica respetando y articulando todos “los lugares teológicos” (no solo algunos) y, en definitiva, colocar lo que entienden por “natural” debajo del Evangelio; no al revés o, en todo caso, en su sitio, que no es ni el primero ni el último.
Me da que tienen por delante bastante tarea.
A nosotros, nos queda seguir argumentando, en positivo, es decir, “a tiempo y a destiempo, con ocasión y sin ella”. Y, a la par, ver si en este diálogo que mantenemos con los críticos del Papa Bergoglio aportan algo nuevo, digno de ser tenido en cuenta por su católica articulación de los “lugares teológicos” desde los que se ha de evaluar en cada momento histórico la consistencia teológica y dogmática de cualquier propuesta; incluidas las recibidas de la tradición.
Tampoco es poca la tarea que nos queda.
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