Fuente: Noticias Obreras
Por: Jesús Martínez Gordo
Teólogo
05/07/2022
En la Carta Apostólica Desiderio desideravi –un documento que recoge y reelabora de forma original las Proposiciones resultantes de la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (12-15 de febrero de 2019) sobre el mismo tema– se puede apreciar, con bastante claridad, la mano del papa Francisco en algunos pasajes, particularmente, en aquellos en los que se reivindican la reforma litúrgica del Vaticano II –frente a la contrarreforma que le ha antecedido– y la articulación entre eucaristía, evangelización y caridad y justicia –frente a las acentuaciones unilaterales de cada una de estas referencias capitales de la fe cristiana–.
Pero, antes de desarrollar estas dos claves de lectura, me parece oportuno recordar la errática recepción a la que ha estado sometida la reforma litúrgica aprobada en el Vaticano II. Creo que así será posible percibir con mayor claridad el alcance y relevancia de la aportación de Francisco en esta carta apostólica. Y también, lo que entiendo que es su mayor limitación.
La reforma litúrgica de Pablo VI
En la prehistoria de la reforma litúrgica se encuentra el interés de los episcopados alemán, francés, belga y holandés por adaptar las diferentes celebraciones a la cultura y lengua de los diferentes pueblos, así como por dotar de una mayor participación a la comunidad cristiana, favorecer más la creatividad y la sobriedad y, sobre todo, subrayar la centralidad de la presencia de Cristo y de la Palabra de Dios.
La canalización de las anteriores inquietudes lleva a revisar la liturgia barroca y la piedad devocional de los siglos anteriores, algo que se plasma en la aprobación en 1963 del primer documento conciliar: la Constitución sobre la liturgia (Sacrosanctum concilium), un texto en continuidad con la reforma realizada en su día por Pío X y Pío XII y nada revolucionario.
Los obispos del primer sínodo (1967), convocado después de la finalización del Concilio, alaban la reforma litúrgica en curso, subrayando, de manera particular, la mayor participación del pueblo de Dios, su sencillez, el empleo de las lenguas vernáculas, el sentido pastoral de la misma y expresan su conformidad con las rectificaciones de las nuevas plegarias. Alguna observación menor merece la reforma propuesta del breviario ya que se entiende que, al ser un tipo de oración originariamente monástica, ha de presentar una mayor adaptación al clero. Hay, sin embargo, una minoría de obispos que acusa a la reforma iniciada de ser demasiado experimentalista y de dejar en el camino el “sentido sacrificial” de la eucaristía.
Pablo VI promulga en 1970 un nuevo misal en el que subraya la centralidad del domingo, la importancia de la asamblea litúrgica y la participación ministerial del laicado. Su aprobación supone la anulación y prohibición del precedente, el romano, reelaborado por Pío V al acabar el concilio de Trento (1570). A esta decisión papal le suceden otras que afectan a casi todas las áreas de la vida litúrgica.
La contrarreforma y Benedicto XVI
Si bien es cierto que la reforma litúrgica es excelentemente recibida (como se constata en el sínodo episcopal al que me he referido), también lo es que empiezan a escucharse voces que la rechazan (el caso de Mons. M. Lefebvre) o que comienzan a criticarla con dureza. Concretamente, J. Ratzinger ve en ella –según escribe años después– el inicio de un proceso de autodestrucción de la misma liturgia: su aplicación, dice, “ha producido unos daños extremadamente graves” ya que, al romper radicalmente con la tradición, ha propiciado la impresión de que es posible una recreación de la misma “ex novo” (J. Ratzinger, Mi vida. Autobiografía, Madrid, 2006, 105. 177).
A la luz de este diagnóstico, hay que enmarcar la decisión del papa Benedicto XVI autorizando la celebración de la misa en latín e indicando la conveniencia de que las oraciones más conocidas se reciten, igualmente, en latín y que se utilicen, eventualmente, los cantos gregorianos (Exhortación postsinodal Sacramentum caritatis, febrero 2007).
A esta exhortación sucede, en julio del mismo año, la Carta Apostólica Summorum pontificum por la que permite –cierto que extraordinariamente– el uso de la liturgia romana anterior a la reforma impulsada por Pablo VI en 1970.
Es muy elocuente que monseñor Bernard Fellay, sucesor de Lefebvre como superior de la Fraternidad San Pío X –excomulgada en 1988 tras ordenar a cuatro obispos ignorando la autoridad del Papa–, alabe la vuelta atrás de Benedicto XVI y considere dicha decisión como una muestra de buena voluntad para afrontar con serenidad los problemas doctrinales en cuestión, sin esconder, por ello, las dificultades que aún subsisten.
Además, a la luz del crítico diagnóstico de J. Ratzinger sobre la reforma litúrgica conciliar, se explica su voluntad de traer a la comunión católica a los lefebvrianos levantándoles la excomunión, así como la concesión de un estatuto jurídico análogo al de los fieles anglicanos que se han pasado a la confesión católica por rechazar la ordenación de mujeres. Pero también se explica la nota del L’Osservatore romano sobre la autoridad doctrinal del magisterio católico y, concretamente, del Concilio Vaticano II (2 de diciembre de 2011).
Por ella, se tiene conocimiento de las dificultades que está teniendo el diálogo con los lefebvrianos y, concretamente, de su negativa a aceptar las actas conciliares; un rechazo que acabará siendo más decisivo que la voluntad de unidad, tal y como reconoce Davide Pagliarani, superior general de la Fraternidad Sacerdotal San Pío (octubre de 2020) en el 50º aniversario de su fundación: el diálogo con la Santa Sede está bloqueado porque sus “exigencias doctrinales son sencillamente inaceptables”.
Y lo son porque la Congregación para la Doctrina de la Fe les había exigido en 2017 que aceptaran las enseñanzas del Concilio Vaticano II y reconocieran la legitimidad de la nueva misa, propuestas que –según declara– contradicen frontalmente “aquello a lo que se aferra con todas las fibras de su ser” esta comunidad. La vía de solución posible es la que pasa, concluye, por una corrección del Concilio en “todo lo que tiene de incompatible con la fe y la tradición de la Iglesia”.
Siendo esta la situación, creo que no está de más recordar el acierto de lo que pensaba Pablo VI sobre una posible decisión –indudablemente, contrarreformista– como la adoptada, en su día, por Benedicto XVI. Cuando su amigo Jean Guitton le propuso que permitiera en Francia la misa de Pío V, el papa Montini le respondió: “Eso, jamás (…). La llamada misa de san Pío V se ha convertido –como se puede constatar en Êcone– en el símbolo de la condena del Concilio. Esto es algo que yo no aceptaré nunca, en ninguna circunstancia (…). Si consintiera esta excepción, todo el Concilio quedaría cuestionado. Y, consecuentemente, su autoridad apostólica” (J. Guitton, Paolo VI segreto, San Paolo, Cinisello Balsamo, 1981, 144-145)
El adiós a la Contrarreforma
Como he indicado, la Carta Apostólica Desiderio desideravi, es un documento en el que ha intervenido, de manera considerable, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, pero en el que también se puede apreciar la mano de Francisco en unos cuantos pasajes que entiendo capitales porque facilitan, al menos, dos claves de lectura de la misma.
La primera, referida a reivindicar la validez de la reforma litúrgica aprobada en el Concilio y puesta en marcha por Pablo VI: “no podemos volver a esa forma ritual que los padres conciliares, cum Petro et sub Petro, (con y bajo Pedro) sintieron la necesidad de reformar, aprobando, bajo la guía del Espíritu Santo y siguiendo su conciencia como pastores, los principios de los que nació la reforma” (nº 61). Supongo, por lo que he reseñado, que no extrañará la centralidad de esta primera clave de lectura que Francisco vuelve a recordar cuando reitera que “pretendo ver restablecida (la unidad litúrgica) en toda la iglesia del rito romano” o cuando denuncia la incoherencia –detectable en muchos lugares de la Iglesia, incluidos los nuestros– de proclamar la importancia y validez del Concilio y, al mismo tiempo, no aceptar la reforma litúrgica allí nacida y aprobada (Cf. nº 31). Tal ha sido, prosigue, el fin primordial del Motu Proprio Traditionis custodes: continuar “en la búsqueda constante de la comunión eclesial en torno a la expresión única de la lex orandi del Rito Romano que se expresa en los libros de la reforma litúrgica deseada por el Concilio Vaticano II”.
He aquí la primera clave de lectura de esta Carta Apostólica; la que sale al paso de la errática –y contrarreformista– recepción de la reforma litúrgica aprobada en el Vaticano II.
La segunda, creo encontrarla en su recordatorio de que “una celebración que no evangeliza no es auténtica, como no lo es un anuncio que no conduce al encuentro con el Resucitado en la celebración: ambos, pues, sin el testimonio de la caridad, son como bronce que resuena o como címbalo que clama (cf. 1 Cor 13, 1)”. (nº 37). Y no es auténtica porque descuida –algo, por desgracia, muy frecuente– la articulación entre el encuentro con el Resucitado en la celebración eucarística y en la autopista de la vida –con los crucificados de cada época–, así como en la creación, donde también se manifiesta el amor de Dios.
En el núcleo de esta segunda clave de lectura se encuentra, obviamente, el reconocimiento de la pluralidad que se funda en las acentuaciones legítimas de cada uno de los pilares fundamentales de la fe que se ponen en juego. Y, a la vez, el desmarque, contundente, de las extrapolaciones, que tan en boga siguen estando todavía entre nosotros (y no solo entre los lefebvrianos), cuando, por ejemplo, se absolutiza la adoración y se desprecia el encuentro con Dios en el mundo y en la historia y, concretamente, en los crucificados, así como en tantos chispazos o murmullos de eternidad y plenitud que se transparentan en el cosmos y en la existencia de cada día, además de en la eucaristía.
He aquí la segunda clave de lectura de la Carta Apostólica, la que sale al paso de estas y otras extrapolaciones, además del gnosticismo o espiritualismo subjetivista y “sin carne” o del neopelagianismo sin gratuidad, es decir, de la presunción de estar ganándose la salvación apoyado solo en las propias fuerzas (Cf. nº 17. 19. 20. 28. 48. 49).
La urgencia de una reforma litúrgica a fondo
Pero he dicho que, además de los aciertos que presenta esta Carta Apostólica en las claves de lectura que acabo de indicar, conviene no perder de vista lo que entiendo que es la mayor limitación que presenta la liturgia actual en el rito latino: su creciente y, al parecer, imparable, insignificatividad.
Está bien llamar la atención sobre la importancia de asombrarse de la verdad y belleza eucarísticas o sobre la necesidad de una formación litúrgica seria y vital, además, por supuesto, de salir al paso de la contrarreforma y de reivindicar la articulación de experiencia, compromiso y discurso o cabeza, corazón, pies y manos, pero no podemos ignorar la grave crisis espiritual y eucarística en la que están sumidas la gran mayoría de nuestras comunidades, incluso las que vienen aplicando la actual reforma litúrgica, en sintonía, por supuesto, con Francisco.
No veo que se pueda salir de ella, si no se apuesta por una nueva reforma a fondo. Vista la actual correlación de fuerzas eclesiales y las urgencias en las que estamos sumidos, es muy probable que esta, como tantas otras, sea una tarea para el próximo sucesor de Pedro. Y, de nuevo, es posible que cuando, por fin, se realice, sea ya mucha, demasiada, la gente que se haya quedado en las cunetas.
En síntesis, el lector tiene en sus manos un documento papal que, oportunamente contextualizado, puede ayudarle a percibir su relevancia eclesial. Pero ha de ser consciente de que, leyéndolo, no encontrará la necesaria e ineludible reforma litúrgica que está pidiendo a gritos, desde hace tiempo, el pueblo de Dios, aunque sí se topará con muchas y sesudas aportaciones de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, así como con las reivindicaciones reformistas de Francisco que, sospecho, le van a parecer necesarias y, a la vez, desmedidamente modestas y, por ello, alicortas.
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