Fuente: ATRIO
Por: Carlos Díaz
11/01/2022
La religiosidad facilita: “si Dios nos ha guiado hasta ahora, Dios ha estado con nosotros”. ¿Pero hemos llegado a nuestra meta hedonista, o a la meta señalada por Dios? Hacemos lo que nos da la gana, nos convertimos en nuestra propia estrella guía, y además somos premiados, demasiado narcisismo ¿no? Triste providencia la que así fuera. Wachtturmgesellschaft, sociedad de la atalaya para nuestro rebañito.
En la era de las extinciones y de los terrores milenarios, mi querido viejo amigo, el reputado sociólogo Javier Elzo, se pregunta apoyado sobre una masa documental irreprochable, a veces incluso por él mismo dirigida, y con una bibliografía muy actualizada, si los católicos españoles vamos a extinguirnos pronto. Parece que, de no cambiar mucho las cosas, nos quedan menos telediarios que a un estegosaurio. La situación, pese al carácter nada catastrofista del autor y a su talante propositivo, se veía venir desde la primera página: sí, en efecto, la entropía también alcanzará a una Iglesia cada vez más paralitizada (paralizada sería decir poco) que no camina y que —cuando lo hace— va dogmáticamente hacia atrás como los cangrejos. Sin resquemor, desde dentro de la Iglesia, Javier Elzo diagnostica la irrelevancia casi mortal de una jerarquía episcopal dirigida por varones ancianos y llenos de miedo, algo que cualquiera que salga a la calle puede comprobar.
El 21% de los españoles se dicen ‘cristianos practicantes’ (esto es, señalan que van a la iglesia al menos una vez al mes), el 44% ‘cristianos no practicantes’ (acuden a la iglesia con menor frecuencia) y el 30% se posicionan como ‘no religiosos’ (sin religión). Estas cifras, en el caso de los quince países europeos incluidos en la investigación, alcanzan al 18%, 46%, y 24% respectivamente, lo que significa que hay en España un ligero mayor porcentaje de ‘cristianos practicantes’ en relación a la media de los demás países de esta investigación, pero también una mayor proporción de quienes se dicen ‘sin religión’. Estamos, pues, ante una población algo más polarizada que la media europea, consecuencia de su rápida secularización1. Si en 1978 había un 90’5 de católicos, en 2019 sólo un 68’2 de ellos, siendo de vértigo la velocidad de abandono cada día[1]. A no mucho tardar, la misa dominical no volverá en su actual configuración[2]. El desenganche de los más jóvenes es brutal, se acerca a una práctica residual[3]. La religión de las sucesivas generaciones, la generación X, la generación @ y siguientes han devenido, sin definir mucho, una evanescente “espiritualidad” sin religión, cada vez más perdida eclesialmente. En resumen, de cada una de ellas podría predicarse lo que se decía de los “locos años veinte” del siglo pasado: “you’re all a lost generation”.
Sólo el 27% de los españoles afirma que hay una religión verdadera (en Francia el 6%, en Alemania el 9%, en Italia el 21% y en Gran Bretaña el 10%). Que hay únicamente una religión verdadera, pero otras religiones contienen también algunas verdades básicas lo piensa el 39% en España, cifra que alcanza hasta el 55 en otros países europeos. Que no existe una religión verdadera, pero todas las grandes religiones del mundo contienen algunas verdades básicas lo dice el 39% en España, y hasta el 50% en los países europeos. Ninguna de las grandes religiones tiene ninguna verdad que ofrecer es algo que defiende el 17% en España, y que crece hasta el 33% en Alemania[4].
En lo que se refiere a la religiosidad popular, que en mi opinión viene a ser un instinto oscuro, los católicos españoles andan como ovejas sin pastor: organizan sus bautizos por lo civil, sus peregrinaciones, sus tamburradas, sus folclores báquicos, sus matrimonios edilicios, sus cabalgatas rocieras (quítales los churros y las escopetas de feria y a ver en que se queda el peregrinaje), sus procesiones con sus vírgenes acarameladas, y sus jaculatorias tántricas llamadas rosarios, no faltando siquiera los latigazos de los autoflagelantes, una nueva forma de ponerse el cilicio como la eterna España cañí, la cual no toca jamás ni por el forro un libro de teología aunque sea por prescripción facultativa, comentarios estos que seguramente estarán poniendo de los nervios a la pléyade de los píos, píos, píos. Se vacían los templos, se llenan los gimnasios, y ese ritmo ya hace tiempo que ha comenzado incluso en Latinoamérica, hasta el punto de poderse decir que allí, pese a los fervorines populares, la religion n’est q’un mot, una religión meramente reducida a una palabra llena de supersticiones e hibridaciones con las así llamadas “religiones celestes”.
Parece, pues, que estamos en el bucle de una teología postsecular y postreligiosa que se reproduce partenogenéticamente mediante teologías postseculares y postreligiosas dentro de las cuales no existe alternativa y fuera de las cuales tampoco. Un libro de tantas páginas como el de Javier Elzo termina ahí, donde apenas empieza, a falta de una reflexión seria sobre el homo post hominem de nuestros días, y sin ningún análisis rigoroso de algo tan básico como es la relación entre Jesucristo y la Iglesia por él fundada. Nada en el libro apunta tampoco hacia algún tipo de interés respecto al único cambio radical posible para la iglesia católica, el seguimiento real del Crucificado, lo cual sí que entrañaría un comportamiento existencial radicalmente distinto al de quienes dicen seguirle, insertos en una inmanencia confortable pero al mismo tiempo ahogada en miedo ante la muerte por cualquier pandemia que se ponga a tiro. Esa es la parte más decepcionante del libro que comentamos: que añadiendo cifra sobre cifra y datos estadísticos sobre datos estadísticos no comprende que no puede encontrarse salida alguna del laberinto palingenésico en que se han metido la iglesia y la sociedad en general, pues no está tan clara la línea de demarcación entre la una y la otra.
En primer lugar, porque la infobesidad desbordante de tantos datos carece de toda referencia a una antropología eidética capaz de analizar lo que debería ser el humano en comparación con lo que es hoy, como si lo que es hoy pudiera ser explicado sin su correspondiente debería ser siempre. Por eso, sin una estructura antropológica identitaria, sus páginas se mueven en lo aleatorio. La cuestión es: ¿el hombre autocéntrico que ya no es religioso debería serlo? Y en su caso, ¿por qué o por qué no? Sin esa referencia a una posible estructura eidética (debitoria) de humanidad, no sabremos nunca si deberíamos ser más de lo que somos, y entonces cualquier fas o nefas no pasaría de rabieta infantil.
En segundo lugar, y en el mismo sentido, si la pederastia tan escandalosa (al parecer lo más decepcionante de la iglesia) no fuese execrable eidéticamente, tampoco debería nadie perder su fe por culpa de los curas pedófilos, ya que nada sería penoso ni punible, ni habría que rasgarse las vestiduras por el mero hecho de que el cura fuese un criminal y el cura santo un santo, puro Nietzsche. Afirmar que “los hechos han de ser juzgados con la mentalidad de la época en que se cometieron” tampoco pasaría de ser un relativismo de menor cuantía: lo bueno y lo normal de las épocas sucias justificaría la suciedad de los comportamientos particulares, y santas pascuas. Si en el hombre no queda más que el olfato del cerdo del rebaño de Epicuro, ¿por qué condenarlo? Pero la moral no es historicista, el historicismo deshace la historia a la que apela. No harían mal los sociólogos empiricistas dándose un buen baño en las aguas de la axiología fenomenológica; ¡atención, cocina, sin perspectiva eidética no se debería proponer ninguna corrección meliorativa!
En tercer lugar, y en lo relativo a la Iglesia católica, ¿cómo evitar sin referencia a Jesús el incremento en sus filas de lo que denominaba Bonhöffer gracia barata, que no es sino gracia desgraciada, desagradecida y desagraciada? Ante la evidencia de la praxis contrafáctica de los católicos respecto del mensaje de Jesucristo, ¿por qué lamentar y suspirar en lugar de seguir al Maestro, lo único sanador? “Te quiero muchito, pero de pan poquito” ya no evangeliza. El olvido por parte de muchos sociólogos de todo esto muestra sencillamente su impregnación del espíritu burgués que sofoca la crítica con la hipercrítica, más de lo mismo, todo muy plano epistemológicamente cuanto más espeso conceptualmente.
Finalmente, pero también crucialmente, ¿están, estamos los católicos enamorados de la causa de Jesús, en él, por él y con él?, ¿les entusiasma más que nada el Reino, o esa tarea ya la hizo Jesucristo y nosotros a redituar confortablemente su pasión, sopitas y buen vino, hagamos tres tiendas?, ¿qué peso real y no meramente virtual se concede a Jesucristo en la vida de la Iglesia en cada uno de los católicos?, ¿o esperan los católicos que incluso atados con una piedra de molino al cuello y arrojados al mar van a ser desatados y liberados por los angelitos y las providencias favorables a sus pequeñas causas cutres?
Pensar un cristianismo sin Cristo es querer salir del pozo tirándose de las propias orejas para seguir berreando fuera del mismo con la nueva normalidad de la vieja hipocresía. Sarna con gusto no pica, si de eso se trata, pero apostasía haberla hayla.
Poner como lo hace este libro, la sanación y revitalización del espíritu del cristianismo en una “orientación antropológica y en una novedad histórica independientemente de su religión, de forma que todo confluya hacia lo humano, hacia el bien común, a la ayuda mutua, a la fraternidad, hacia un humanismo basado en la fraternidad”[5] constituye una descomunal petición de principio en un doble sentido: primero, porque esa propuesta no funciona ya ni siquiera en el nivel teórico en el español medio posmoderno (militancia cero: ni dar tiempo, ni dar dinero y llamar beato o fundamentalista y cansalmas a quien lo recuerda), que por tanto no puede servir como argumento de sanación en la raíz, algo que ya ridiculizó Moliére en su farsa cómica El médico a palos; y segundo, porque convierte en absolutamente irrelevante e innecesaria la realidad de Jesús en cada católico (recuérdese la acertada crítica al respecto de Hans Urs von Balthasar a Karl Barth en el apogeo secularista y jesuítico de éste, entusiásticamente acogido por la Europa burguesa)[6].
Y si lo que se plantea es una Iglesia sin Jesucristo, se ha dado en el clavo para agrandar el vacío y la decadencia del catolicismo hispano, pues nada sin Jesucristo es Iglesia católica ni sirve para vivir el seguimiento de Jesús, que sólo es Iglesia con él[7]. Si los católicos no practicantes son enamorados que no se interesan en practicar, no se ve para qué les sirve creer. Creer es ir-hacia.
Mucho me temo, en fin, que con estos análisis sociológicamente correctos los católicos españoles vamos a permanecer sentaditos con nuestros juegos virtuales de última generación, es decir, que nos disolveremos más pronto que tarde en un catolicismo virtual, en lugar de salir a las calles a predicar la diaconía de nuestra buena nueva. ¿Qué tal un catolicismo virtual patrocinado por algún esponsor?
NOTAS:
[1] Elzo, J: ¿Tiene futuro el cristianismo en España? De la era de la cristiandad a la era post-secular. Editorial San Pablo, 2021 capítulo primero.
[2] Ibi, p. 84.
[3] Ibi, p. 41.
[4] Ibi, p. 50.
[5] Ibi, p. 331.
[6] Díaz, C: Entre Atenas y Jerusalén. Editorial Atenas, Madrid, 1990.
[7] Legido, M: Aproximación a la oración de Jesús. Editorial Mounier, Madrid, 2021.
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