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En RyL
Por Eloy Mealla
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Se cumple en 2020 el ciento cincuenta aniversario de Roma
como capital de Italia que selló, al mismo tiempo, el fin de los Estados
Pontificios que comprendían una gran parte de la península itálica.
Francisco ha escrito un breve mensaje con ocasión del
inicio de las celebraciones que tendrán lugar en esa ciudad. El Papa entre
otras consideraciones remite a las memorables palabras del entonces cardenal
Montini –futuro Pablo VI– que en 1962 consideró ese suceso como un
acontecimiento providencial, en cuanto significó para la Iglesia desprenderse
de una pesada carga. Lamentablemente –podemos agregar– desprendimiento no
voluntario, sino por la fuerza de los acontecimientos que además supuso la
suspensión abrupta del Concilio Vaticano I en 1870.
En parte es atendible que no fuera fácil reinterpretar
una enrevesada historia que había terminado naturalizando el poder territorial
de los papas durante muchos siglos. De hecho, Pío IX y los pontífices que le
siguieron se encerraron a modo de protesta en el Vaticano dando lugar a la
Cuestión Romana. El diferendo se resolvió en 1929 mediante los Pactos de
Letrán, creándose la Ciudad del Vaticano como Estado independiente,
alojándose en ella la Santa Sede que desde entonces tiene un
funcionamiento muy peculiar en el conjunto de las relaciones internacionales
Según la opinión de muchos, esta solución ayudó a poner
de relieve más claramente los fines propiamente religiosos y espirituales de
los pontífices romanos que desde entonces han sido referentes morales
significativos en la comunidad internacional, sin las ambigüedades debidas a la
soberanía territorial.
Se fue generando así un marco teórico para las relaciones
entre la Iglesia y el Estado, y la experiencia italiana se fue convirtiendo
progresivamente en paradigmática para muchos acuerdos entre la Santa Sede con
los Estados, y por ende, entre las Iglesias locales y las diversas naciones.
Relaciones caracterizadas como de mutua independencia y cooperación como señala
el Concilio Vaticano II (GS 76).
De todos modos, permanecen rasgos, mentalidades y símbolos
propios de formas monárquicas e imperiales que J.B. Montini, ya como Pablo VI,
comenzó a modificar, renunciando al uso de la tiara o triple corona que incluía
referencias al poder temporal, aunque todavía se utiliza como símbolo del
papado –combinada con las dos llaves cruzadas de San Pedro– en documentos,
edificios e insignias. También se redujo la “corte pontificia” y los títulos
nobiliarios y honoríficos. Francisco ha acentuado esa tendencia eliminando
alguna indumentaria pontifical y estableciendo su vivienda personal en la
residencia Santa Marta y no en los “palacios apostólicos”, o últimamente
transformando algunas dependencias vaticanas y el Palazzo Migliori (Palacio de
los mejores) en el Palacio de los Pobres para los indigentes de Roma
donde puedan dormir, higienizarse, comer y recibir formación.
Más allá de estos pequeños gestos, aunque elocuentes, nos
proponemos aquí interrogarnos acerca del posicionamiento de la Santa Sede
dentro de la comunidad internacional.
Relaciones Internacionales y Actores No Estatales
El diseño original de las relaciones
internacionales a mediados del siglo veinte –plasmado en la organización
del sistema de las Naciones Unidas, especialmente en lo referido a la
cooperación entre países– restringía esas relaciones a los Estados Nacionales
entre sí. Pero al poco tiempo fueron incorporados otros Actores No Estatales,
al menos como observadores permanentes o como organizaciones a las que se les
otorgaba un estatus consultivo. Estas incorporaciones han dado lugar a las denominadas
Organizaciones No Gubernamentales, que fueron adquiriendo un creciente
reconocimiento y protagonismo que llevó luego, con una terminología más
positiva, a designarlas como Organizaciones de la Sociedad Civil.
Un caso peculiar es el de la Iglesia Católica que es la
única organización religiosa con status de actor diplomático que a través de la
Santa Sede ha sido reconocida como sujeto de Derecho internacional, con
derechos y obligaciones análogos a los de los Estados y mantiene relaciones
diplomáticas con la casi totalidad de los países.
Se verifica así, un relacionamiento extraordinariamente
activo en las últimas décadas, si se tiene en cuenta que en 1978, al inicio del
pontificado de Juan Pablo II, la Santa Sede tenía relaciones oficiales plenas con
85 estados y cuando este Papa murió la cantidad era más del doble.
Recientemente el logro más importante fue la firma en 2018 del Acuerdo
provisional entre la Santa Sede y la República Popular de China.
Últimamente van teniendo un protagonismo, aunque todavía
bastante reducido, otras iniciativas en el campo de la cooperación
internacional impulsadas por varias confesiones religiosas, con
predominio de diversas denominaciones cristianas, agrupadas como Organizaciones
Basadas en la Fe (OBF).
La Iglesia Católica, actor activo en las relaciones
internacionales
Volviendo más directamente sobre la acción de la Iglesia
en el campo de las relaciones internacionales, primeramente hay que indicar que
ella ha recibido a lo largo de los tiempos diversos nombres: diplomacia papal,
pontificia, eclesial, vaticana, de la Santa Sede o servicio diplomático papal.
Indican facetas diversas pero ninguna alcanza una total precisión. El término
menos adecuado es el de diplomacia vaticana, aunque hay que reconocer que el
nombre es de uso cómodo.
En todo caso, es una diplomacia particular o “caso
atípico” que está al servicio de una Institución, la Iglesia, que no es un
Estado, sino un ente religioso aunque a la vez social. Teniendo en cuenta esta
perspectiva, los mismos Papas cumplen un papel de excepción al respecto con sus
múltiples documentos, viajes internacionales, encuentros con jefes de Estado,
de gobierno, ministros, diplomáticos, responsables de organismos
internacionales y de otras confesiones religiosas.
Una tarea singularísima que ha cumplido la Santa Sede es
la función de arbitraje o de mediación. Una de las más recientes fue la
relacionada con el conflicto sobre el Canal de Beagle entre Argentina y Chile
en 1978-1984. Otra tarea especial es el establecimiento de Concordatos y, más
cercanamente, de Acuerdos parciales sobre puntos determinados (marco jurídico,
acuerdos sobre escuelas, vicariatos castrenses, patrimonio artístico, etc.).
Asimismo otra cuestión que interesa a la Santa Sede es la acción ecuménica en
cuanto factor de paz interreligiosa y social.
Otra de las instancias en la que se involucra
intensamente la acción diplomática de la Santa Sede son las organizaciones
internacionales, a la que nos referimos al principio, para promover los grandes
principios religiosos, morales, culturales y humanitarios referentes
especialmente a las causas de la paz, la justicia y el desarrollo integral
puesto al servicio de la dignidad de la persona humana. Objetivos todos ellos
que requieren, a juicio de la Doctrina Social de la Iglesia, la instauración de
una autoridad pública universal.
De todos modos, la incidencia de la Santa Sede no se
reduce a una proclamación abstracta de principios, sino que según los casos se
pronuncia concretamente, y a veces a contracorriente, en candentes
asuntos internacionales abogando sostenidamente, por ejemplo, por un estatus
internacional para Jerusalén, reconociendo a Taiwán como China, sosteniendo el
derecho a la vida en todas las fases del desarrollo biológico, o en algunos
casos señalando las reservas morales que respecto de algunos puntos como en la
Conferencia sobre Población de El Cairo en 1994 en que se alineó con los
estados musulmanes. Episodio este último que levantó algunas voces críticas
cuestionando el estatus diplomático de la Santa Sede. En forma similar, hace
años The Economist hacía una pegunta incisiva: “¿no se vería fortalecida
la autoridad del Vaticano clarificando su propio estatus? En vez de decir que
practica una forma de diplomacia intergubernamental, podría renunciar a su
status diplomático especial y decir lo que realmente es: la mayor organización
no gubernamental del mundo.” Por el contrario, Francisco ha repetido que la
Iglesia no es una ONG, queriendo indicar que si bien realiza tareas sociales,
educativas y humanitarias de toda índole, su identidad y especificidad propia
de tipo religioso no se reduce a ellas.
Más allá de estas consideraciones, que se dan también al
interior de la comunidad eclesial, no cabe duda acerca del papel insoslayable
que desempeña la Santa Sede a través especialmente de la persona del Papa en el
seno de la comunidad de naciones. Es memorable la primera visita que
realizara un pontífice a la sede de las Naciones Unidas en Nueva York,
efectuada por Pablo VI en 1965, y luego las de Juan Pablo II en 1979 y 1995, y
de Benedicto XVI en 2008. Francisco ha continuado esta práctica concurriendo a
la Asamblea General en septiembre de 2015, pocos meses después de la
publicación de la encíclica Laudato Si, reafirmando su llamado a
considerar la seriedad de las consecuencias del cambio climático. Llamamiento
que también realizó en la visita a la Casa Blanca como ante el Congreso de
Estados Unidos –la primera que realiza un Papa a ese ámbito parlamentario–,
pidiendo acciones eficaces. De la misma manera, exhortó a la Conferencia
de París sobre el cambio climático, celebrada en octubre de ese año
para que se logren acuerdos fundamentales y eficaces.
Un conjunto de acciones convergentes de carácter global,
más allá de las fronteras nacionales, es el llevado a cabo por la Pontificia
Academia de Ciencias Sociales, fundada por Juan Pablo II en 1994, pero que
últimamente ha intensificado una notable actividad y visibilidad pública,
organizando foros y seminarios, entre otros, sobre sustentabilidad humana
y de la naturaleza; trata de personas y crimen organizado; migraciones
masivas; relaciones entre mercado, Estado y sociedad civil; dignidad y futuro
del trabajo. En forma similar, desde otros organismos vaticanos y en asociación
con diversas organizaciones internacionales, se convoca a eventos como Economía
de Francisco en Asís, a los encuentros de los Movimientos Populares o a la
iniciativa para impulsar un Pacto Educativo Global para el cuidado de la
creación.
No corresponde hacer aquí una reseña completa sobre la
actuación personal de Francisco, ya cumplidos los siete años de pontificado,
pero sí se impone destacar algunos aspectos de sus actos y palabras que más han
trascendido con referencia a las relaciones internacionales. El primero más
significativo fue su viaje a la isla italiana de Lampedusa, a pocos meses del
inicio de su ministerio en Roma, para poner de relieve la situación de
los migrantes que pierden su vida en el mar. Tema muy controvertido en Europa
en que la Iglesia ha pedido reiteradamente soluciones a la comunidad
internacional.
También cabe mencionar, sin pretender ser exhaustivos, la
intervención personal de Francisco en el acercamiento, a pedido de las partes,
entre Cuba y Estados Unidos; los servicios similares prestados para facilitar
el diálogo entre el presidente saliente y entrante de Colombia; o “el abrazo de
las tres religiones” que protagonizó con el rabino Abraham Skorka y el musulmán
Omar Abboud, ambos argentinos, ante el Muro de los Lamentos en 2014.
Ciertamente además de estos gestos, de fuerte carga
emotiva y simbólica, no han faltado aportes reflexivos, especialmente
referidos, por ejemplo, a la economía internacional y al futuro de la
educación. Pero entre todos ellos, ciertamente sobresale la carta
encíclica de Francisco Laudato si, sobre el cuidado de la casa
común, publicada en 2015, donde se plantea la necesidad de una ecología
integral. En uno de sus párrafos nos ofrece precisamente una apretada síntesis
de lo que considera puede ser el aporte armonioso de las religiones al conjunto
de la comunidad humana:
“No ignoro que, en el campo de la política y del
pensamiento, algunos rechazan con fuerza la idea de un Creador, o la consideran
irrelevante, hasta el punto de relegar al ámbito de lo irracional la riqueza
que las religiones pueden ofrecer para una ecología integral y para un
desarrollo pleno de la humanidad. Otras veces se supone que constituyen una
subcultura que simplemente debe ser tolerada. Sin embargo, la ciencia y la
religión, que aportan diferentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en
un diálogo intenso y productivo para ambas” LS 62.
Y todavía más recientemente en su Exhortación Querida
Amazonia –una especie de Laudato Si a nivel regional, publicada
a comienzos de 2020– al referirse a esta porción del planeta como un gran
bioma, en una totalidad plurinacional interconectada, desea ofrecer sus
reflexiones a todo el mundo por dos motivos:
“Por un lado, lo hago para ayudar a
despertar el afecto y la preocupación por esta tierra que es también ‘nuestra´
e invitarles a admirarla y a reconocerla como un misterio sagrado; por otro
lado, porque la atención de la Iglesia a las problemáticas de este lugar nos
obliga a retomar brevemente algunas cuestiones que no deberíamos olvidar y que
pueden inspirar a otras regiones de la tierra frente a sus propios desafíos” (Querida Amazonia 5).
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