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Tomás
Halík
(Traduce
‘ad usum privatum’ JLA)
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... ¿Qué
pasaría si las iglesias vacías del todo en el mundo en el momento de la Pascua
de 2020 fueran una señal de lo que sucederá si no cambiamos radicalmente el
rostro del cristianismo? Tenemos que ir más lejos, más allá de la oferta de los
sustitutos televisados que se proponen.
Esta profunda reflexión proviene
de la República Checa: Tomás Halik, su autor (nacido en 1948), es profesor de
sociología en la Universidad Charles de Praga, presidente de la Academia
Cristiana Checa y capellán de la universidad. Durante el régimen comunista, estuvo
activo en la "Iglesia clandestina". Recibió el Premio Templeton y
doctor honoris causa en la Universidad de Oxford.
Nuestro mundo está enfermo. Me refiero no sólo a la pandemia del coronavirus, sino al estado de
nuestra civilización, como se revela en este fenómeno global. En términos
bíblicos: este es un signo de los tiempos.
Al comienzo de este inusual tiempo
de Cuaresma, muchos de nosotros pensamos que esta epidemia causaría una ruptura
generalizada de corta duración, una ruptura en el funcionamiento normal de la
sociedad, que íbamos a superar de una manera u otra, y que pronto todo volvería
a la normalidad como antes. Este no será el caso. Y no iría bien si lo
intentáramos. Después de esta experiencia global, el mundo no será el mismo que
solía ser anteriormente, y probablemente no debería serlo.
En las grandes calamidades, es
natural preocuparse primero de las necesidades materiales para sobrevivir; pero
“no solo se vive de pan”. Ha llegado el tiempo de examinar las implicaciones
más profundas de este golpe a la seguridad de nuestro mundo. El inevitable
proceso de la mundialización parecería haber alcanzado su apogeo: la
vulnerabilidad general de un mundo global salta ahora a nuestros ojos.
La Iglesia
como hospital de campaña
¿Qué tipo de desafío representa
esta situación para el cristianismo y para la Iglesia – uno de los primeros
“actores mundiales”- y para la teología?
La Iglesia debería ser un
“hospital de campaña”, como lo propone el papa Francisco. Con esta metáfora, el
papa quiere decir que la Iglesia no debe permanecer en un espléndido
aislamiento lejos del mundo, sino que debe liberarse de sus fronteras y aportar
la ayuda allí donde las gentes están físicamente, mentalmente, socialmente y
espiritualmente afligidas. Sí, es así como la Iglesia puede arrepentirse de las
heridas infligidas muy recientemente por sus representantes a los más débiles.
Pero tratemos de reflexionar más profundamente en esta metáfora, y de ponerla
en práctica.
Si la Iglesia tiene que ser un
“hospital”, ella tiene ciertamente que ofrecer sus servicios sanitarios,
sociales y caritativos que ha ofrecido desde el alba de su historia. Pero en
tanto que buen hospital, la Iglesia debe también desarrollar otras tareas.
Tiene un rol de diagnóstico que realizar, (identificando los “signos de los
tiempos”), un rol de prevención (creando un “sistema inmunitario” en una
sociedad en la que se arrastran los virus malignos del miedo, del odio, del
populismo y del nacionalismo) y un rol de convalecencia (sobrepasando los
traumatismos del pasado por el perdón).
Las
iglesias vacías: un signo y un desafío
El último año, justo antes de
la Pascua, la catedral de Notre-Dame de Paris se ha incendiado; este año,
durante la Cuaresma, no hay servicios religiosos en centenares de miles de
iglesias en diversos continentes, ni en las sinagogas ni en las mezquitas. En
cuanto presbítero y teólogo, pienso en estas iglesias vacías o cerradas como un
signo y un desafío de Dios.
Comprender el lenguaje de Dios
en los acontecimientos de nuestro mundo exige el arte del discernimiento
espiritual, que a su vez llama a un desprendimiento contemplativo de nuestras
emociones exacerbadas y de nuestros prejuicios, así como de nuestros miedos y
de nuestros deseos. En los momentos de desastre, los “agentes durmientes de un
Dios malvado y vengador” difunden el miedo y hacen de él un capital religioso
para ellos mismos. Su visión de Dios ha aportado agua al molino del ateísmo
durante siglos.
En tiempos de catástrofes, yo
no veo a Dios como un director de escena de mal humor, sentado confortablemente
entre los bastidores de los acontecimientos de nuestro mundo, sino que más bien
le veo como una fuente de fuerza, operando en aquellos que dan muestras de
solidaridad y de amor desinteresado en semejantes situaciones –sí, incluidos
aquellos que no tienen “motivación religiosa” para su acción. Dios es amor
humilde y discreto.
Pero no puedo evitar preguntarme
si el tiempo de las iglesias vacías y cerradas no es una especie de visión que
nos pone en guardia ante aquello que puede pasar en un futuro bastante próximo:
es aquello a lo que podría parecerse en unos pocos años una gran parte de
nuestro mundo. ¿No hemos sido ya advertidos por aquello que está pasando en
muchos países en los cuales cada vez más iglesias, monasterios y seminarios se
vacían y cierran su puerta? ¿Por qué durante tanto tiempo hemos atribuido esta
evolución a influencias externas (“el tsunami secular”) en lugar de comprender
que otro capítulo de la historia del cristianismo llega a su fin y que es
tiempo de prepararse para uno nuevo?
Esta época
de vacío en los edificios de iglesia revela simbólicamente tal vez el vacío
oculto de las Iglesias y su probable porvenir, a menos que ellas no hagan un
serio esfuerzo para mostrar al mundo un rostro del cristianismo totalmente
diferente. Nosotros hemos tratado demasiado convertir al “mundo” (el “resto”), y mucho
menos de convertirnos a nosotros mismos – no una simple “mejora”, sino un
cambio radical del “ser cristiano” estático en un “cristiano-en-ciernes”
dinámico.
Cuando la Iglesia medieval hizo
un uso excesivo de las prohibiciones como sanción y cuando estas “huelgas
generales” de toda la máquina eclesiástica significaban que los servicios
religiosos no tenían lugar y que los sacramentos ya no eran administrados, la
gente comenzó a buscar cada vez más una relación personal con Dios, una “fe
desnuda”. Las fraternidades laicas y el misticismo se han multiplicado. Este
ensayo del misticismo contribuyó sin duda a abrir la vía a la Reforma –no solo
la de Lutero y de Calvino sino también la reforma católica vinculada a los
Jesuitas y al misticismo español. Tal vez el descubrimiento de la contemplación
podría ayudar a completar la “vía sinodal” hacia un nuevo concilio reformador.
Una
llamada a la reforma
Tal vez
deberíamos aceptar el actual destete de los servicios religiosos y del
funcionamiento de la Iglesia como un kairos, una oportunidad para detenernos y
comprometernos en una reflexión profunda delante de Dios y con Dios. Estoy
convencido de que ha llegado el tiempo de reflexionar sobre el modo de
perseguir el movimiento de reforma que el papa Francisco dice que es necesario:
no unas tentativas de vuelta a un mundo que ya no existe, ni un recurso a
simples reformas estructurales externas, sino sobre todo un cambio hacia el
corazón del Evangelio, “un viaje a las profundidades”.
Yo no veo en qué una solución
sucinta bajo forma de sustitutivos artificiales, como la teledifusión de misas,
sería una buena solución cuando el culto público está prohibido. La transición
a la “piedad virtual”, a la “comunión a distancia” y la genuflexión delante de
una pantalla de televisión es algo verdaderamente especial. Tal vez, nosotros
deberíamos más bien atestar las palabras de Jesús: allí donde dos o tres
personas estén reunidas en mi nombre, yo estoy con ellas.
¿Verdaderamente pensamos
nosotros responder a la falta de presbíteros en Europa importando “piezas de
recambio” para la maquinaria de la Iglesia a partir de almacenes aparentemente
sin fondo en Polonia, en Asia y en África? Ciertamente, tenemos que tomar en
serio las proposiciones del sínodo sobre la Amazonía, pero simultáneamente
tenemos que conceder más espacio al ministerio de los laicos en la Iglesia; no
olvidemos que en muchos territorios, la Iglesia ha sobrevivido sin clero
durante siglos enteros.
Tal vez, este “estado de
urgencia” es un
revelador del nuevo rostro de la Iglesia, del que existe un precedente histórico.
Estoy persuadido de que nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias, nuestras
congregaciones, nuestros movimientos de iglesia y nuestras comunidades
monásticas deberían tratar de acercarse al ideal que ha dado nacimiento a las
universidades europeas: una comunidad de alumnos y de profesores, una escuela
de sabiduría, donde la verdad es buscada a través del libre debate y también de
la profunda contemplación. Semejantes islotes de espiritualidad y de diálogo
podrían ser la fuente de una fuerza de curación para un mundo enfermo. La
víspera de la elección papal, el cardenal Bergoglio citó un pasaje del
Apocalipsis en el cual Jesús se pone delante de la puerta y toca. Y añade: Hoy Cristo
golpea desde el interior de la Iglesia
y quiere salir. Tal vez es esto lo que él acaba de hacer.
¿Dónde
está la Galilea de hoy?
Desde hace unos años he pensado
en el texto bien conocido de Friedrich Nietzsche sobre el “loco” (el loco que
es el único que puede decir la verdad) proclamando “la muerte de Dios”. Este
capítulo se acaba por el hecho de que el loco va a la iglesia para cantar
“réquiem aeternam deo” y pide: “Después de todo, ¿qué son estas iglesias sino
las tumbas y los sepulcros de Dios?” Tengo que admitir que durante mucho tiempo
muchos aspectos de la Iglesia me parecían fríos y opulentos sepulcros de un
dios muerto.
Da la impresión de que muchas
de nuestras iglesias permanecerán vacías en la Pascua de este año. Entonces
leeremos los pasajes del evangelio sobre la tumba vacía. Si el vacío de las
iglesias evoca la tumba vacía, no ignoremos la voz de lo alto: “No está aquí.
Ha resucitado. Él va por delante de vosotros a Galilea.”
Una pregunta para estimular
nuestra meditación durante esta Pascua extraña: ¿Dónde se encuentra la Galilea de hoy, dónde podemos reencontrarnos con
el Cristo viviente?
Las investigaciones
sociológicas indican que en el mundo el número de “residentes” (a la vez
quienes se identifican totalmente con la forma tradicional de la religión y
quienes afirman un ateísmo dogmático) disminuye, mientras que el número de
“buscadores” aumenta. Además, hay ciertamente un número creciente de “apateistas”,
gentes que se mofan de las cuestiones de religión o de la respuesta tradicional
que se les da.
La línea principal de
demarcación ya no está entre quienes se consideran creyentes y quienes se
consideran no-creyentes. Existen unos “buscadores” entre los creyentes
(aquellos para quienes la fe no es una “herencia” sino un “camino”), así como
entre los “no creyentes” que, rechazando del todo los principios religiosos
propuestos por su entorno, sin embargo tienen un deseo ardiente de algo para
satisfacer su sed de sentido.
Estoy convencido de que “la Galilea de hoy”, en la que tenemos que
buscar a Dios, que ha sobrevivido a la muerte, es el mundo de los “buscadores”.
A la
búsqueda de Cristo entre los buscadores
La Teología de la Liberación
nos ha enseñado a buscar a Cristo entre aquellos que están al margen de la
sociedad. Pero también es necesario buscarle entre las personas marginadas en el
seno de la Iglesia, entre aquellos “que no nos siguen”. Si queremos conectar
con ellos como discípulos de Jesús, vamos a tener que abandonar muchas cosas.
Necesitamos abandonar buen
número de nuestras antiguas nociones sobre Cristo. El Resucitado está
radicalmente transformado por la experiencia de la muerte. Como leemos en los
Evangelios, incluso sus cercanos y sus amigos no lo han reconocido. Como el
apóstol Tomás, nosotros no vamos a tomar como dinero en efectivo las noticias que
nos rodean. Nosotros podemos persistir en querer tocar sus llagas. O bien,
¿dónde estaremos seguros de reencontrarles si no es en las heridas de la
Iglesia, en las heridas del cuerpo que él ha tomado para sí?
Tenemos que abandonar nuestros
objetivos de proselitismo. No entremos en el mundo de los buscadores para
“convertirles” lo más rápidamente posible y encerrarlos en los límites institucionales
y mentales existentes de nuestras Iglesias. Jesús, tampoco él, no ha tratado de
reconducir estas ovejas descarriadas de la casa de Israel” en las estructuras
del judaísmo de su época. Él sabía que el vino nuevo debe estar guardado en
odres nuevos.
Nosotros queremos recoger cosas
nuevas y antiguas en el tesoro de la tradición que nos ha sido confiada y
hacerlas participar en un diálogo con los buscadores, un diálogo en el cual
podemos y debemos aprender los unos de los otros. Tenemos que aprender a expandir
considerablemente los límites de nuestra comprensión de la Iglesia. No nos
basta con abrir magníficamente un “atrio de los gentiles”. El Señor ya ha
tocado “desde el interior” y ha salido –y a nosotros nos corresponde buscarle y
seguirle. Cristo ha atravesado la puerta que nosotros habíamos cerrado por
miedo a los otros. Él ha franqueado el muro del que nosotros nos hemos rodeado.
El ha abierto un espacio cuya amplitud y extensión nos da vértigo.
En el umbral mismo de su
historia, la Iglesia primitiva de los Judíos y de los paganos ha vivido la
destrucción del templo en el que Jesús oraba y enseñaba a sus discípulos. Los
Judíos de esta época han encontrado una solución valiente y creativa: han
reemplazado el altar del templo demolido por la mesa familiar judía y la
práctica del sacrificio por la de la oración privada y comunitaria. Han reemplazado
los holocaustos y los sacrificios de sangre por el “sacrificio de los labios”:
reflexión, alabanza y estudio de las Escrituras. Un poco después, en la misma
época, el cristianismo primitivo, expulsado de las sinagogas, buscó una nueva
identidad propia.
Sobre los escombros de las tradiciones, los Judíos y los Cristianos aprendieron
a leer la Ley y los profetas a partir de cero y a interpretarlas de nuevo. ¿No
nos encontramos en una situación semejante en nuestros días?
Dios en
todas las cosas
Cuando Roma cae a comienzos del
siglo Vº, ha habido una explicación instantánea desde varios lados: los paganos
han visto ahí un castigo de los dioses a causa de la adopción del cristianismo,
mientras que los cristianos han visto ahí una punición de Dios dirigida a Roma,
que había continuado siendo la prostituida de Babilonia. San Agustín ha
rechazado estas dos explicaciones: en esta época crucial él ha desarrollado su
teología del combate secular entre dos “ciudades” adversas, no entre los
cristianos y los paganos, sino entre dos “amores” que habitan el corazón
humano: el amor de sí, cerrado a la trascendencia (amor sui ad contemptum Deum) y el amor que se da y así encuentra a
Dios (amor sui usque ad contemptum sui).
¿El actual período de cambio de civilización no está reclamando una nueva
teología de la historia contemporánea y una nueva comprensión de la Iglesia?
“Nosotros sabemos dónde está la Iglesia, pero
no sabemos dónde no está ella”, nos ha enseñado el teólogo ortodoxo Evdokimov.
¿Puede ser que aquello que el último concilio ha dicho sobre la catolicidad y
el ecumenismo tiene que adquirir un contenido más profundo? Ha llegado el
momento de ampliar y profundizar el ecumenismo, de tener una “búsqueda de Dios
en todas las cosas” más audaz.
Ciertamente que podemos aceptar
esta Cuaresma en iglesias vacías y silenciosas como una simple medida temporal
breve y enseguida olvidada. Pero también podemos acogerla como un “kairos”, un
momento oportuno “para entrar en aguas más profundas” y buscar una nueva
identidad para el cristianismo en un mundo que se transforma radicalmente bajo
nuestros ojos. La pandemia actual no es ciertamente la única amenaza global a
la que nuestro mundo va a verse confrontado hoy y en el futuro.
Acojamos el tiempo pascual que
llega como un desafío para buscar de nuevo a Cristo. No busquemos entre los
muertos a Aquel que Vive. Busquémosle con audacia y tenacidad, y no quedemos
sorprendidos si él se nos aparece como un extraño. Le reconoceremos en sus
heridas, en su voz cuando él nos hable en lo íntimo, en el Espíritu que aporta
la paz y elimina el miedo.
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