Jordi López
Camps (En CiJ)
La historia contemporánea de
Catalunya se está escribiendo a partir de sentencias. El año 2010 el Tribunal
Constitucional tumbó el Estatut refrendado por el pueblo catalán, además de las
aprobaciones previas de los parlamentos catalán y español. Luego, el tribunal
Constitucional ha ido anulando leyes, total o parcialmente,
aprobadas por el
Parlament catalán. Finalmente, la sentencia del Tribunal Supremo con la dura
condena de líderes sociales y políticos, es un paso más en la judicialización
continuada de la política catalana. Esta sentencia banaliza el delito de
sedición y, a fin de justificar las duras penas impuestas, erige una
jurisprudencia que hipoteca el ejercicio futuro de los derechos fundamentales
como de reunión y manifestación. Otro quiebro en la calidad democrática
española. Mientras tanto, se ha ido construyendo un relato contra el
independentismo con el ánimo de alejar aún más la solución del conflicto
catalán del ámbito político. Los contrarios al diálogo político para resolver
la cuestión del encaje de Catalunya con España se han esforzado en situar el
problema, no el terreno político sino en el campo de la convivencia ciudadana.
Los relatores políticos, aupados por diversos medios de comunicación, han inventado
un problema de convivencia cuando la realidad, siempre más tozuda que cualquier
ficción, se encarga de desmentir. El problema de convivencia solo existe en las
mentes de quienes, ante su negativa de abordar políticamente lo que es un
problema político, buscan en los meandros de la fantasía social ocultar que el
órdago catalán cuestiona la solidez democrática del sistema constitucional de
1978.
Curiosamente, cuando empiezan a
sonar los tambores electorales, algunos partidos del Estado se envuelven en la
bandera de España y, ante la ausencia de propuestas políticas sólidas para los
muchos problemas de este país, exploran agitar el anti-catalanismo para buscar
votos en los caladeros del nacionalismo español. Como España lleva desde hace
varios años en campaña electoral, el independentismo catalán se ha convertido
en el enemigo a destruir. Los estrategas políticos no han percibido que este
objetivo, si bien puede darles muchos votos en cualquiera de estas dos Españas
que, como dijo Machado, hielan el corazón, está produciendo una notable
desafección de muchos catalanes que han integrado, también en su corazón, las
última estrofas del poeta Joan Maragall de su “Oda a España”: “On ets,
Espanya? / No et veig enlloc / No sents la meva veu atronadora? / No entens
aquesta llengua — que et parla entre perills? / Has desaprès d’entendre an els
teus fills? / Adéu, Espanya!” El independentismo no mengua ni disminuye su
capacidad de movilización.
El independentismo ha comprendido
que ahora se vive un momento poco dado a la poesía y sí a la ocupación del
espacio público. Considera que sólo así los poderes del Estado y la comunidad
internacional comprenderán que el problema catalán no es una cuestión menor. Es
más, da la impresión que el movimiento independentista tiene como estrategia
colapsar, en la medida de sus posibilidades, el quehacer en España. Parece que
estamos a las puertas de un camino sin retorno. Debe haber sensatez por todas partes y asumir que, ante el problema
político planteado por el independentismo solo caben soluciones políticas.
Pep Guardiola decía al final de un vídeo de denuncia a la reciente sentencia
del Tribunal Supremo: “hacemos un llamamiento a la comunidad internacional a
posicionarse claramente por una resolución al conflicto basada en el respeto
y diálogo. Lo reiteramos en este marco solo hay un camino: sentarse y hablar.
Sentarse y hablar”. El diálogo es el único camino a seguir para resolver el
contencioso entre el Estado y una parte importante de la sociedad catalana.
Pero, por ahora, las sillas del diálogo están vacías. El temor es que, quienes
serían los responsables de articular la respuesta política siguen pensando que
el mejor camino es la represión y, cuanta más mejor. Por este camino vamos a
perder todos.
La respuesta popular a la sentencia
del Tribunal Supremo va subiendo de tono y es aprovechada por algunos sectores
políticos para atizar los aspectos polarizadores del conflicto. Da la impresión
de que hay ganas para introducir, como sea, la violencia en el seno del
independentismo. Hasta ahora, el movimiento independentista ha sido pacífico.
Se proclamó con acierto que después de las manifestaciones independentistas no
habían papeles en el suelo. Pero ahora esto está cambiando. Últimamente se
están tirando muchos papeles en el suelo y se quema todo lo que pueda arder.
Estos incendios destrozan el espíritu de una reivindicación que se afirma
admiradora de los movimientos pacificistas. Pero los hechos de los últimos días
evidencian que hay quienes están empeñados en presentar la cara inédita del
independentismo: la violencia. Esta obsesión es coherente con la obstinación de
quienes consideran que hay que forzar la reacción violenta de los
independentistas. Estos sectores piensan que el relato de rotura social está
bien armado, pero falta actos de violencia de los independentistas donde
consolidarlo. Es cuestión de insistir, dicen. Ciertamente, la violencia en los
espacios públicos está asomando la cabeza sostenida con algunas intervenciones
en el Parlament con la misión de confirmar esta estrategia.
Me preocupa esta nueva situación
por la cual algunos están empujando las reacciones del independentismo ante la
sentencia del Tribunal Supremo. Abjuro de los incívicos que han suministrado
todas las excusas para quienes están empeñados en construir el relato de que el
independentismo se ha vuelto violento. Me
asusta pensar que la proximidad de las próximas elecciones alimente esta
necesidad de canalizar violentamente la indignación de los independentistas
para sacar rédito político. Los dirigentes políticos deberían ponerse al frente
y liderar el encauzamiento cívico de la protesta. Ciertos sectores
independentistas deberían hacer una reflexión serena sobre la estrategia a
seguir para evitar situaciones que sólo favorecen a los contrarios a las reivindicaciones
independentistas. Los gobernantes catalanes deberían hacer un ejercicio de
realismo y salir del mundo ideal que algunos parecen estar instalados. Hay que
gobernar desde las instituciones y liderar el proceso de forma más clara y
contundente. Deben denunciar cualquier respuesta violenta, por más que las
protagonicen amigos y conocidos. Si algunos no se sienten con suficiente fuerza,
deberían dar paso a quienes pudieran asumir este liderazgo. Los gobernantes de
España deberían reflexionar seriamente sobre el camino a seguir para resolver
el problema que tiene el Estado con más de dos millones de catalanes. Los
dirigentes políticos del Estado deberían abandonar el tacticismo electoralista
y pensar más como estadistas. España tiene un problema no resuelto y el camino
escogido hasta ahora para resolverlo no es el adecuado. Las tentaciones de
acudir a un nuevo 155 o aplicar la ley de Seguridad Nacional agudizaría aún más
el conflicto. Hay que actuar pronto. No se puede eludir que hay que volver a situar
el problema en el ámbito político. De lo contario, corremos el riesgo de
hundirnos todos con la cronificación del conflicto catalán.
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