Pablo VI. |
Bernard Sesboüé[1]
Los papas Juan XXIII y
Pablo VI retiraron al concilio toda competencia para abordar el problema de la
contraconcepción artificial. Encomendaron a una comisión, muy amplia en el
segundo de los pontificados y formada por teólogos y técnicos de la salud,
estudiar el asunto. Los debates en el seno de esta comisión fueron muy vivos,
no pudiéndose llegar a un dictamen unánime. Como conclusión de los trabajos,
hubo un documento de la minoría (entendía que la doctrina de la Iglesia era
irreformable) y otro de la mayoría que, no compartiendo dicha conclusión, sostenía
que una profundización en el asunto permitiría en el futuro abrirse a nuevos
desarrollos, sin dejar de seguir estando -en lo esencial- en total continuidad
con la enseñanza tradicional de la Iglesia.
Pablo VI, después de una
larga espera, asumió la posición de la minoría en su encíclica “Humanae vitae” de
25 de julio de 1968:
Es bien conocida la
sorpresa e, incluso, la tempestad de contestaciones que siguieron a su publicación.
Ninguna encíclica ha suscitado tantas reacciones públicas. La opinión general
esperaba una decisión mucho más matizada y el clima en el que estaba inmersa la
Iglesia después del Vaticano II tenía dificultades para entender que el Papa no
siguiera el parecer de la mayoría de los consejeros que él mismo había
nombrado. Muchas conferencias episcopales terciaron en el debate para recordar
algunos criterios pastorales complementarios referidos a la problemática del
conflicto de deberes o del mal menor.
Una crítica
particularmente virulenta fue la formulada por el teólogo H. Küng, lo que comportó
un posterior debate con K. Rahner. También fueron muchos los teólogos que se
pronunciaron al respecto. Juan Pablo II tuvo presente en repetidas ocasiones
este posicionamiento magisterial de Pablo VI.
¿Acaso no se ha dicho ya
todo lo que se tenía que decir sobre esta encíclica, sobre su alcance doctrinal
y sobre su vinculación con la infalibilidad? Una vez que ya ha pasado un tiempo
prudencial ¿es posible ofrecer un balance y extraer algunas conclusiones claras
de todo este asunto?
Las reflexiones que
siguen pretenden aportar una respuesta a estas preguntas, abordadas a partir
del eje mayor de este libro, que trata de la infalibilidad.
1.- La encíclica ¿propone una enseñanza infalible?
Según las normas más
clásicas de interpretación, la respuesta es negativa.
En ninguna parte el
soberano pontífice manifiesta su intención de proponer una definición. Esta
respuesta es mucho más fácil de concluir si se la compara, por ejemplo, con lo
formulado por Pío XI en “Casti connubi”. En cualquier caso, se trata de una conclusión
generalmente aceptada. Incluso los que defienden la irreformabilidad de la
enseñanza de la Iglesia sobre este asunto no atribuyen la infalibilidad a esta
encíclica. Por otra parte, el mismo Papa Pablo VI no apela en ningún momento al
magisterio ordinario y universal, algo que sí sucederá en intervenciones
pontificias posteriores. Sería un enorme anacronismo atribuir al Papa de 1968
semejante intención, habida cuenta de que la posibilidad de emplear fórmulas magisteriales
apuntadas en “Lumen Gentium” 25 era algo que todavía no había sido desarrollado.
Sin embargo, no han
faltado autores que han sostenido que la encíclica era infalible en nombre del
“magisterio ordinario” del soberano pontífice. Semejante toma de posición es el
desgraciado fruto de una confusión existente en torno al adjetivo “ordinario” a
partir de la tesis de Vacant en el siglo XIX. A riesgo de ser repetitivo, y
consciente de lo difícil que es corregir una mentalidad, insisto en que, según
el Vaticano I, no existe el magisterio ordinario del soberano pontífice. Es
abusivo tipificar de esa manera su magisterio “cotidiano”. El concilio Vaticano
I no conoce otra forma de magisterio que no sea el “magisterio ordinario y
universal” del Papa y de los obispos. Y sólo éste se encuentra revestido del
carisma de la infalibilidad. El Vaticano II, por su parte, ha calificado este
magisterio cotidiano como magisterio “auténtico”. Por tanto, no es posible invocar
el ejercicio del magisterio ordinario del Papa sólo.
También se ha planteado
la cuestión de saber si la doctrina propuesta había sido proclamada como
revelada o como “conexa” con la revelación. En efecto, en el campo de la moral los
posicionamientos de la Iglesia pretenden estar apoyados no solo en la Escritura,
sino también en la “ley natural”, en la medida en que ésta es expresión de la
voluntad del Creador. Sea lo que fuere sobre la discusión en torno a este punto,
la encíclica no proporciona fundamento alguno para ser considerada como una
definición solemne.
2.- ¿La doctrina enseñada es infalible?
¿Se puede decir que si
bien es cierto que la encíclica no es infalible, sin embargo, la doctrina que
recuerda ha sido objeto de una enseñanza infalible de la Iglesia (y por tanto
irreformable) en nombre del “magisterio ordinario y universal”?
La dificultad proviene,
en esta ocasión, de que el Vaticano I y la tradición anterior a este concilio
no invocaban “el magisterio ordinario y universal” más que para los puntos
considerados como pertenecientes a la fe de manera incontestable. Todas las afirmaciones
del “Credo” no han sido objeto, como es evidente, de una definición solemne.
Sin embargo, en esta
interpretación de la “Humanae vitae” ya no se trata de constatar una evidente unanimidad
del magisterio sobre la cuestión, sino de elaborar un discurso fundado sobre una
supuesta unanimidad. Interpretan la encíclica a partir de los cuatro criterios
proporcionados en “Lumen Gentium” 25, pero lo hacen para justificar un
posicionamiento que, como el suyo, es incapaz de mostrar la existencia de una
antigua tradición. Son particularmente difíciles de cumplir dos de los
criterios: la unanimidad moral de los obispos en el tiempo (¿cuánto tiempo es
necesario para que esta unanimidad se convierta en prueba?) y su voluntad de
afirmar que este posicionamiento magisterial debe ser tenido definitivamente
como perteneciente a la fe y a las costumbres.
Dejando siempre abierta la
posibilidad de un mejor juicio, habida cuenta de la intensidad de los debates
todavía recientes y presentes en la Iglesia e, igualmente, la insistencia con
la que los últimos papas han recordado esta doctrina, entiendo que la condena
de la contraconcepción artificial es una enseñanza auténtica del Papa y de los
obispos. Por tanto, se trata de una enseñanza con autoridad, a la que los
católicos deben obediencia, pero que no ha sido propuesta como infalible por el
magisterio ordinario y universal de la Iglesia.
Las palabras de Pablo VI
han de ser valoradas en todo su alcance: si bien es cierto que no ha asumido el
riesgo de contradecir la posición de Pío XI, también lo es que no ha querido ir
más lejos, ni que ha despejado la duda en la que la había dejado su predecesor.
Así pues, ante la duda hay
que decantarse a favor de la negación. En el estado actual de la cuestión, es
preferible atenerse al canon 749.3: “ninguna doctrina se considerada definida
infaliblemente si no consta así de modo manifiesto”. Además, ésta es una cuestión
que no está cerrada, porque no encuentra un consenso suficiente en la comunidad
eclesial.
(sigue... y 2)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.