lunes, 17 de marzo de 2014

Reforma de la curia y concilio Vaticano II




Jesús Martínez Gordo


Como es sabido, el Concilio Vaticano II aprueba lo que, probablemente, es una de sus aportaciones eclesiológicas más importante: los obispos son “vicarios y legados de Cristo” y “no deben ser considerados como los vicarios de los pontífices romanos”. Justamente, por ello, han de gobernar sus respectivas iglesias locales con la autoridad de Cristo “que ejercen personalmente” en  su nombre, es decir, de manera “propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en última instancia (“ultimatim”) por la suprema autoridad de la Iglesia” (LG 27).

La expresión “en última instancia” (“ultimatim”) ha sido objeto de diferentes interpretaciones en el postconcilio

La que, finalmente, ha acabado imponiéndose es la que ha favorecido la relación entre el primado del Papa y el colegio episcopal a partir de un modelo centrípeto y autoritativo. Y la que, como consecuencia de ello, ha impulsado una curia vaticana sobredimensionada en sus atribuciones y competencias.

Sin embargo, una buena parte de la comunidad teológica no ha dejado de reivindicar la interpretación colegial y sinodal. Probablemente la persona más autorizada es G. Philips (el relator principal de la Constitución Dogmática “Lumen Gentium”) quien, explicando e ilustrando el pasaje citado, señala que los padres conciliares entienden que el obispo de Roma no puede estar interviniendo continuamente en la administración de todas las diócesis del mundo. Su responsabilidad, como sucesor de Pedro, se ciñe a repartir las encomiendas, a ser la instancia de apelación “en última instancia” (“ultimatim”) con el fin de proteger –cuando sea necesario- tanto a los obispos como a sus diocesanos y a cuidar, de manera particular, la comunión y la verdad (G. PHILIPS, “La iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II”, 1, Barcelona, 1966, 436)


Esta interpretación, la mayoritariamente compartida por los padres conciliares, se funda teológicamente en la recepción del episcopado (por parte del sucesor de Pedro y de todo el colegio) como “plenitud del sacramento del Orden” (LG 26). Y como consecuencia de dicho fundamento sacramental se invalida “de facto” la doctrina de la separación entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”, se recupera el canon sexto de Calcedonia contra las ordenaciones absolutas y se propicia un gobierno colegial, presidido –obviamente- en la fe y en la caridad por el sucesor de Pedro.

1.- La tímida (pero importante) reforma de Pablo VI

Pablo VI, en aplicación de esta aportación doctrinal de primer orden, reconoce en la Carta Apostólica “De episcoporum muneribus” (15.VI.1966), la autoridad “propia, ordinaria e inmediata” de los obispos en sus iglesias locales y, citando el Vaticano II, recuerda que “tienen el sagrado derecho y el deber de legislar” (LG 27) y “la facultad para dispensar en casos particulares de las leyes generales de la iglesia a los fieles (…) cuantas veces lo estimen conveniente para el bien espiritual de los mismos fieles, salvo que la suprema autoridad de la iglesia haya establecido una reservación especial” (CD 8b). Esta última salvedad le lleva a enumerar las competencias en las que puede intervenir cada prelado y aquellas otras que, a partir de la publicación de esta Carta Apostólica, quedan reservadas al Papa

A este primer gran documento le sucede el Directorio para los obispos “Ecclesiae imago” (1973), el texto más logrado -jurídica y pastoralmente- de todo su pontificado: además de abundar en la comprensión del episcopado como presidencia de la diócesis (parroquias, arciprestazgos, diferentes consejos, sínodo diocesano), en su relación con el Papa, con el colegio episcopal y en los concilios particulares, se adentra en la corresponsabilidad eclesial instituyendo diferentes órganos para hacerla efectiva.

Los sínodos, particularmente, los diocesanos son uno de los frutos más interesantes de este Directorio ya que, además de posibilitar la recepción del Vaticano II, van a canalizar muchas demandas de las diferentes diócesis al Papa y a la curia vaticana.

2.- La disolución de la colegialidad episcopal

Con la publicación de este Directorio se cierra la tímida revalorización del episcopado y de las iglesias locales para entrar –a lo largo del pontificado de Juan Pablo II- en otro tiempo presidido por la recuperación de la centralidad de la Santa Sede al precio de la colegialidad y de la sinodalidad.

La reforma de la curia vaticana en la que actualmente está inmersa la Iglesia Católica, por iniciativa del Papa Francisco, no puede obviar esta prevalencia de la interpretación marcadamente centrípeta y autoritativa ni descuidar el aparato jurídico y teológico que ha propiciado a lo largo de los últimos decenios.

Hay, concretamente, cuatro decisiones (pero podrían ser más) que es preciso desactivar, bien sea derogándolas formalmente, bien sea aparcándolos por vía práctica.

La Carta Apostólica “Apostolos suos” (1998) y el Directorio “Apostolorum succesores” (2004) son los dos primeros textos puesto que en ellos se sostiene, entre otros puntos, que el ministerio episcopal ya no se cimenta en la misión al frente de una iglesia local (como venía siendo habitual desde Calcedonia), sino en la pertenencia a un cuerpo específico. Además, se limita sustancialmente la capacidad para impartir magisterio “auténtico” de las Conferencias Episcopales y se favorece la relación personal de cada prelado con la Santa Sede, con serio menoscabo de la colegial, tan necesaria (o más) que la personal.

El tercer texto que derogar o aparcar tendría que ser la “Instructio de Synodis diocesanis agendas” (1997), habida cuenta de que prohíbe a los obispos trasladar pronunciamientos (incluso bajo la forma de un simple “voto que transmitir a la Santa Sede”) sobre cualquier tema que implique tesis o posiciones que no concuerden con la doctrina perpetua de la iglesia o del magisterio pontificio, o que afecten a materias disciplinares reservadas a la autoridad eclesiástica superior.

El juramento de fidelidad de los nuevos obispos (1987) tendría que ser el cuarto de los documentos que derogar ya que los sucesores de los apóstoles acaban reducidos, “de facto” a ser meros delegados de la Curia vaticana en sus respectivas diócesis (“Formula qua iusiurandum fidelitatis ab iis dandum erit qui episcopi dioecesani nominati sunt, 1972, EV S1, 450-453; REspDCan 32 (1976) 379).

3.- El test de credibilidad de la reforma

Y hay, por lo menos, una decisión que sería oportuno tomar, por fidelidad a lo mejor del Vaticano II y como test de credibilidad de la reforma en marcha: la incorporación al código de derecho canónico del texto de LG 27 en el que se afirma y recuerda que los obispos son vicarios de Cristo y no legados o vicarios del Papa.

Es cierto que Juan Pablo II sostiene en la Carta Apostólica “Pastor Bonus” (1988) que es “inconcebible que la Curia Romana impida o condicione, como un diafragma, las relaciones y los contactos personales entre los obispos y el Sumo Pontífice” (nº 8). Pero también lo es que en la primera jornada del Sínodo Extraordinario de 1985, reconociendo la posibilidad de tensiones entre los obispos diocesanos y la curia, las achaca a una insuficiente comprensión de los mutuos ámbitos de competencia. Una observación, ésta última, que hay que comprender en el marco de la interpretación marcadamente centrípeta (y escasamente colegial) del primado que abandera K. Wojtyla.

Puesto que, al parecer, los impulsores de la reforma de la curia no tienen intención de remozar la Carta Apostólica “Pastor Bonus” (actualmente vigente), sino de redactar una nueva, sería deseable que se recuperara y desarrollara en el posible nuevo documento la aportación dogmática de LG 27 sobre el ministerio episcopal y el primado del Papa en su interpretación colegial y sinodal y que, a su luz, se prestara la debida atención a los derechos (y no sólo a los deberes) de las iglesias locales.

Una vez fijada esta verdad dogmática (y desarrollada jurídicamente), es muy probable que ya no habría excesivas dificultades para desarrollar la condición subordinada de la curia vaticana a la colegialidad episcopal. Y de todas las curias del mundo a la sinodalidad y corresponsabilidad bautismal.

No está de más recordar que una decisión de este calado, además de recuperar el parecer mayoritario de los padres conciliares, estaría canalizando –por paradójico que pueda parecer- el deseo del mismo Juan Pablo II cuando pidió buscar juntos y “encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión”, se abriera “a una situación nueva” (Ut unum sint” (1995), nº 95).


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