Jesús Martínez Gordo
Como es sabido, el Concilio
Vaticano II aprueba lo que, probablemente, es una de sus aportaciones
eclesiológicas más importante: los obispos son “vicarios y legados de Cristo” y
“no deben ser considerados como los vicarios de los pontífices romanos”.
Justamente, por ello, han de gobernar sus respectivas iglesias locales con la
autoridad de Cristo “que ejercen personalmente” en su nombre, es decir, de manera “propia,
ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en última instancia
(“ultimatim”) por la suprema autoridad de la Iglesia” (LG 27).
La expresión “en última
instancia” (“ultimatim”) ha sido objeto de diferentes interpretaciones en el
postconcilio
La que, finalmente, ha acabado
imponiéndose es la que ha favorecido la relación entre el primado del Papa y el
colegio episcopal a partir de un modelo centrípeto y autoritativo. Y la que,
como consecuencia de ello, ha impulsado una curia vaticana sobredimensionada en
sus atribuciones y competencias.
Sin embargo, una buena parte de la comunidad teológica
no ha dejado de reivindicar la interpretación colegial y sinodal. Probablemente
la persona más autorizada es G. Philips (el relator principal de la
Constitución Dogmática “Lumen Gentium”) quien, explicando e ilustrando el
pasaje citado, señala que los padres conciliares entienden que el obispo de
Roma no puede estar interviniendo continuamente en la administración de todas las diócesis del mundo. Su responsabilidad, como sucesor de
Pedro, se ciñe a repartir las encomiendas, a ser la instancia de apelación “en
última instancia” (“ultimatim”) con el fin de proteger –cuando sea necesario-
tanto a los obispos como a sus diocesanos y a cuidar, de manera particular, la
comunión y la verdad (G. PHILIPS, “La iglesia y su misterio en el Concilio
Vaticano II”, 1, Barcelona, 1966, 436)
Esta interpretación, la
mayoritariamente compartida por los padres conciliares, se funda teológicamente
en la recepción del episcopado (por parte del sucesor de Pedro y de todo el
colegio) como “plenitud del sacramento del Orden” (LG 26). Y como consecuencia
de dicho fundamento sacramental se invalida “de facto” la doctrina de la
separación entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”, se recupera el
canon sexto de Calcedonia contra las ordenaciones absolutas y se propicia un
gobierno colegial, presidido –obviamente- en la fe y en la caridad por el
sucesor de Pedro.
1.- La tímida (pero importante) reforma de Pablo VI
Pablo VI, en aplicación de
esta aportación doctrinal de primer orden, reconoce en la Carta Apostólica “De
episcoporum muneribus” (15.VI.1966), la autoridad “propia, ordinaria e
inmediata” de los obispos en sus iglesias locales y, citando el Vaticano II,
recuerda que “tienen el sagrado derecho y el deber de legislar” (LG 27) y “la
facultad para dispensar en casos particulares de las leyes generales de la
iglesia a los fieles (…) cuantas veces lo estimen conveniente para el bien
espiritual de los mismos fieles, salvo que la suprema autoridad de la iglesia
haya establecido una reservación especial” (CD 8b). Esta última salvedad le
lleva a enumerar las competencias en las que puede intervenir cada prelado y
aquellas otras que, a partir de la publicación de esta Carta Apostólica, quedan
reservadas al Papa
A este primer gran documento
le sucede el Directorio para los obispos “Ecclesiae imago” (1973), el texto más
logrado -jurídica y pastoralmente- de todo su pontificado: además de abundar en
la comprensión del episcopado como presidencia de la diócesis (parroquias,
arciprestazgos, diferentes consejos, sínodo diocesano), en su relación con el
Papa, con el colegio episcopal y en los concilios particulares, se adentra en
la corresponsabilidad eclesial instituyendo diferentes órganos para hacerla
efectiva.
Los sínodos,
particularmente, los diocesanos son uno de los frutos más interesantes de este
Directorio ya que, además de posibilitar la recepción del Vaticano II, van a canalizar
muchas demandas de las diferentes diócesis al Papa y a la curia vaticana.
2.- La disolución de la colegialidad episcopal
Con la publicación de este
Directorio se cierra la tímida revalorización del episcopado y de las iglesias
locales para entrar –a lo largo del pontificado de Juan Pablo II- en otro
tiempo presidido por la recuperación de la centralidad de la Santa Sede al
precio de la colegialidad y de la sinodalidad.
La reforma de la curia vaticana
en la que actualmente está inmersa la Iglesia Católica, por iniciativa del Papa
Francisco, no puede obviar esta prevalencia de la interpretación marcadamente
centrípeta y autoritativa ni descuidar el aparato jurídico y teológico que ha propiciado
a lo largo de los últimos decenios.
Hay, concretamente, cuatro
decisiones (pero podrían ser más) que es preciso desactivar,
bien sea derogándolas formalmente, bien sea aparcándolos por
vía práctica.
La Carta Apostólica
“Apostolos suos” (1998) y el Directorio “Apostolorum succesores” (2004) son los
dos primeros textos puesto que en ellos se sostiene, entre otros puntos, que el
ministerio episcopal ya no se cimenta en la misión al frente de una iglesia
local (como venía siendo habitual desde Calcedonia), sino en la pertenencia a
un cuerpo específico. Además, se limita sustancialmente la capacidad para
impartir magisterio “auténtico” de las Conferencias Episcopales y se favorece
la relación personal de cada prelado con la Santa Sede, con serio menoscabo de
la colegial, tan necesaria (o más) que la personal.
El tercer texto que derogar o aparcar tendría que ser la
“Instructio
de Synodis diocesanis agendas” (1997), habida cuenta de que prohíbe a los obispos trasladar pronunciamientos (incluso
bajo la forma de un simple “voto que transmitir a la Santa Sede”) sobre
cualquier tema que implique tesis o posiciones que no concuerden con la doctrina
perpetua de la iglesia o del magisterio pontificio, o que afecten a materias
disciplinares reservadas a la autoridad eclesiástica superior.
El juramento de fidelidad de los nuevos obispos (1987)
tendría que ser el cuarto de los documentos que derogar ya que los sucesores de
los apóstoles acaban reducidos, “de facto” a ser meros delegados de la Curia
vaticana en sus respectivas diócesis (“Formula qua iusiurandum fidelitatis ab
iis dandum erit qui episcopi dioecesani nominati sunt, 1972, EV S1, 450-453;
REspDCan 32 (1976) 379).
3.- El test
de credibilidad de la reforma
Y hay, por lo menos, una decisión que sería oportuno
tomar, por fidelidad a lo mejor del Vaticano II y como test de credibilidad de
la reforma en marcha: la incorporación al código de derecho canónico del texto de LG 27 en el
que se afirma y recuerda que los obispos son vicarios de Cristo y no legados o
vicarios del Papa.
Es cierto que Juan Pablo II
sostiene en la Carta Apostólica “Pastor Bonus” (1988) que es “inconcebible que
la Curia Romana impida o condicione, como un diafragma, las relaciones y los
contactos personales entre los obispos y el Sumo Pontífice” (nº 8). Pero
también lo es que en la primera jornada del Sínodo Extraordinario de 1985,
reconociendo la posibilidad de tensiones entre los obispos diocesanos y la
curia, las achaca a una insuficiente comprensión de los mutuos ámbitos de
competencia. Una observación, ésta última, que hay que comprender en el marco
de la interpretación marcadamente centrípeta (y escasamente colegial) del
primado que abandera K. Wojtyla.
Puesto que, al parecer, los
impulsores de la reforma de la curia no tienen intención de remozar la Carta
Apostólica “Pastor Bonus” (actualmente vigente), sino de redactar una nueva,
sería deseable que se recuperara y desarrollara en el posible nuevo documento
la aportación dogmática de LG 27 sobre el ministerio episcopal y el primado del
Papa en su interpretación colegial y sinodal y que, a su luz, se prestara la
debida atención a los derechos (y no sólo a los deberes) de las iglesias
locales.
Una vez fijada esta verdad
dogmática (y desarrollada jurídicamente), es muy probable que ya no habría
excesivas dificultades para desarrollar la condición subordinada de la curia
vaticana a la colegialidad episcopal. Y de todas las curias del mundo a la
sinodalidad y corresponsabilidad bautismal.
No está de más recordar que una decisión de este
calado, además de recuperar el parecer mayoritario de los padres conciliares,
estaría canalizando –por paradójico que pueda parecer- el deseo del mismo Juan
Pablo II cuando pidió buscar juntos y “encontrar una
forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial
de su misión”, se abriera “a una situación nueva” (Ut unum sint” (1995), nº
95).
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