Por el interes de la reflexión y la importancia del momento recuperamos esta entrada ya publicada en nuestro blog el 15 de diciembre pasado.
Jesús Martínez
El domingo, 20 de marzo de 1955, Yves Congar escribía en su diario, comentando el trato que estaba recibiendo del Santo Oficio: “quieren reducir a la nada a un hombre que no es su lacayo” (“Diario de un teólogo (1944 -1956)”, Madrid 2004, pp. 404-405).
A continuación, señalaba que en el origen de los problemas que estaba padeciendo se encontraba su decantamiento a favor de una de las dos interpretaciones enfrentadas de Mateo 16, 19: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos”.
Para los Santos Padres, sostenía el teólogo francés, lo que se funda en Pedro es la Iglesia. Por eso, los poderes conferidos a Pedro pasan de él a la “ecclesia”. Este es el contenido fundamental del pasaje, en cuyo marco, proseguía Yves Congar, algunos de los Padres (sobre todo, occidentales) admitían la existencia de una primacía canónica del obispo de Roma dentro de la Iglesia.
Sin embargo, la comprensión patrística empieza a ser alterada -a partir, tal vez, del siglo II- cuando Roma cree ver en Mateo 16,19 su propia institución. Según esta interpretación, los poderes de Cristo no pasan de Pedro a la Iglesia, sino de Pedro a la sede romana. La consecuencia de semejante exégesis es clara: la Iglesia “no se forma solamente a partir de Cristo, vía Pedro, sino a partir del Papa”. Ello quiere decir que la consistencia y la vida de la Iglesia descansan -al estar construida sobre Pedro- en el Papa, cabeza de la comunidad cristiana y, por esto, residencia de la plena potestad (“plenitudo potestatis”).
Toda la historia de la eclesiología es, proseguía Yves Congar en su “Diario”, la permanente actualización de un conflicto (unas veces, latente y llevadero y otras, vivo y duro) entre estas dos concepciones del papado y del gobierno eclesial: la que sostiene que el poder de Cristo alcanza a toda la Iglesia vía Pedro y la que defiende que el poder de Cristo pasa a Pedro y de Pedro a Roma. Es un conflicto que llega hasta nuestros días y que no ha finalizado, a pesar de los esfuerzos desplegados por la misma Roma para extender su punto de vista al resto de la Iglesia.
Sin embargo, se dan excepciones notables que indican que Roma no ha logrado su objetivo y que, sobre todo, muestran la persistencia de la comprensión patrística del gobierno eclesial.
La Iglesia en Oriente, por ejemplo, ha mantenido la posición de los Santos Padres (cierto que despojándola de lo más positivo que tenía). También la Iglesia de África (desaparecida por causa del Islam) ha permanecido fiel a la interpretación patrística de Mt 16, 19. E, igualmente, los países que se unieron a la Reforma.
Incluso, en la misma Iglesia Católica nunca ha dejado de existir una cierta resistencia a dicha comprensión romana, en nombre tanto de la Biblia y de la Tradición como de la Verdad que fundamenta y habita en la Iglesia.
“Nuestra tarea (mi tarea) consiste -sentenciaba el teólogo dominico- en hacer que esta verdad no quede sofocada”. Por eso, “es necesario que, cuando llegue un Papa razonable o cuando aparezca el Pastor Soberano, encuentre todavía a la Iglesia en clamor, como dice Pascal”, a pesar de que nos hallemos en el hondón máximo de la ola y en el momento más intenso de una comprensión absolutista del gobierno eclesial.
Y proseguía, casi proféticamente, al paso que van las cosas, “se puede prever cuál será la próxima etapa de la eclesiología papista”, acompañada de un nuevo avance de la “mariodulía”: “consistirá en afirmar que las congregaciones romanas forman parte del magisterio ordinario; que son la parte superior de este magisterio, el cual, por su parte, reside en el gobierno pontificio”.
El Concilio Vaticano II superó la tesis, tradicional e históricamente insostenible, de que los obispos recibían su jurisdicción (“iure divino”) directamente del Papa, tal y como lo ratificó Pío XII en su día (Encíclica “Ad signarum gentes”, 1954). La constitución Dogmática “Lumen Gentium” recuperará el fundamento cristológico del episcopado (los obispos son “vicarios y delegados de Cristo”), la colegialidad en el gobierno eclesial e invalida la separación entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción” al recordar que la autoridad de los obispos no es concedida por el Papa, sino derivada del sacramento del Orden.
Pablo VI reconocerá, mediante la carta apostólica “De episcoporum muneribus” (1966), el régimen de la concesión de poderes a los obispos: su autoridad, sostiene el Papa Montini, es “propia, ordinaria e inmediata” en sus iglesias locales. Además, erige, mediante el “Motu Proprio” “Apostolica sollicitudo” (1965) el Sínodo de obispos para ayudar al papado en su solicitud por la iglesia universal e instituye las Conferencias Episcopales, dotándolas de cierta capacidad jurídica.
Son decisiones que le acreditan como un “Papa bastante razonable”, pero hay otras que lo cuestionan: la “reserva” a la sede primada de toda una serie de cuestiones teológicas y pastorales de enorme actualidad, el sometimiento del Sínodo de obispos a la autoridad “directa e inmediata” del Romano Pontífice y sus enormes dificultades para imaginar (y articular) un gobierno realmente colegial con la colaboración de las Conferencias Episcopales o, cuando menos, de sus presidentes.
El pontificado de Juan Pablo II será, comparativamente, “bastante menos razonable” que el de Pablo VI. Es cierto que pedirá ayuda en la encíclica “Ut unum sint” (1995) para repensar el ejercicio del primado y la forma de gobernar la Iglesia. También lo es que, incluso, abrirá el debate sobre la oportunidad o no de regresar al modelo de los patriarcados, vigente en el primer milenio; un debate que la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por J. Ratzinger, intenta cerrar mediante un seminario “ad hoc” con expertos que se posicionan firmemente en contra de semejante posibilidad.
Sin embargo, el suyo es un papado en el que se regresa –“de facto”- a la separación preconciliar entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”, se refuerza el papel de la Curia vaticana en el gobierno eclesial (al precio de la sacramentalidad y de la colegialidad episcopal) (“Pastor Bonus”, 1988) y se reduce (hasta casi desparecer) la capacidad legislativa de las Conferencias Episcopales (“Apostolos suos”, 2004).
Yves Congar finalizaba las anotaciones del 20 de marzo de 1955 llamando investigar y socializar los argumentos teológicos que avalaban una forma de papado y de gobierno eclesial más colegial y corresponsable.
Junto con él, somos muchos los que seguimos esperando “un Papa razonable”. Mientras tanto, exponemos los argumentos que nos avalan para que cuando llegue el Pastor Soberano nos encuentre, por lo menos, clamando (B. Pascal).
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