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Antes de Benedicto XVI, la última vez que un papa dejó de pilotar la barca de San Pedro, fue hace 600 años, en 1415, con Gregorio XII, en una situación muy compleja y única en la historia de la Iglesia: había tres papas (el considerado legítimo -Gregorio XII- y los antipapas Benedicto XIII y Juan XXIII). El Concilio de Constanza (1414) acordó las dimisiones de los tres, algo que solo fue aceptado por Gregorio el año 1415. El mismo Concilio tuvo que deponer a los otros dos antipapas y, tras un “vacío” de dos años, la situación (y la “sucesión apostólica”) se normalizó en 1417 con la elección de Martin V, que reinó hasta 1431, finalizando el “gran cisma” de la Iglesia de Occidente que se había iniciado 40 años antes, en 1378, con el nombramiento del primer antipapa, Clemente VII.
Sin embargo, “el precedente histórico en el que es posible inscribir la renuncia de Benedicto XVI es el de Celestino V, en 1294”, apunta Daniele Menozzi, profesor de Historia Contemporánea en la Escuela Normal Superior de Pisa, especialista del papado en la edad moderna y contemporánea, sobre el que ha escrito numerosas monografías[2].
Un pontífice, Celestino V, famoso por los versos que supuestamente le habría dedicado Dante Alighieri en el canto tercero del Infierno, en el momento de mencionar a los condenados (“allí conocí la sombra de quien / por cobardía se negó a ayudarme”), si bien es cierto que no todos los críticos están de acuerdo en esta atribución, prefiriendo reconocer en dicho personaje, más bien, a Poncio Pilato, a Rómulo Augustolo (el último emperador romano) e, incluso, al mismo Esaú, el que renunció a la primogenitura en favor de su hermano Jacob por “un plato de lentejas”. Pero “el contexto histórico es totalmente diferente”, precisa Menozzi en la entrevista concedida, ya que se daban toda una serie de “elementos que hoy son impensables”.
Profesor Menozzi, ¿qué valoración le merece la decisión del papa Ratzinger?
Me parece que se pueden formular dos hipótesis.
O bien, la renuncia está motivada por la constatación de que la línea de gobierno activada en estos últimos ocho años se ha revelado inadecuada para afrontar y resolver los problemas de la Iglesia moderna, y, por tanto, Ratzinger ha tomada la decisión de pasar el testigo a otro papa capaz de activar una nueva manera de hacer las cosas.
O bien, la renuncia obedece a la convicción de que la línea mantenida hasta el presente, válida en sí misma, no puede ser eficazmente promovida por un papa anciano, débil, con fuerzas cada vez más limitadas, y, por eso, Ratzinger ha entendido que le ha llegado el momento de encontrar un sucesor capaz de llevarla a término con la energía, la decisión y la determinación (y es posible que también la rigidez) que entiende necesarias.
Personalmente creo que los discursos, las formas y los ritmos de la decisión que ha tomado Benedicto XVI hacen muy probable esta segunda hipótesis.
¿Es la hipótesis que, en algún sentido, se ha vuelto contra él, habida cuenta del poder que se ha ido concentrando en la persona del pontífice en el interior mismo de la Curia romana? En cierto modo, un poder que se fagocita a sí mismo…
No creo que la concentración del poder en las manos del papa haya sido el factor determinante en la renuncia de Benedicto XVI: no alcanzo a ver un papa que, dotado de una capacidad desmedida de poder, no sea capaz de gestionarlo. Me parece, más bien, que Ratzinger se ha dado cuenta de la imposibilidad de gobernar la conflictividad interna de la Curia.
Es cierto que siempre han existido enfrentamientos internos en la sede romana a lo largo de la historia del papado y que las dimensiones elefantiásicas asumidas en nuestros días por la Curia han agigantado dichos enfrentamientos. Sin embargo, me parece que la línea seguida por el papado las ha exasperado, acabando por hacerlas ingobernables.
Un ejemplo es el intento de recuperar a los tradicionalistas: es evidente que sus repetidos fracasos han llevado a los sectores curiales contrarios a aceptar las condiciones puestas por los lefebvrianos para continuar el dialogo con Roma, a buscar posiciones de mayor poder desde las que encauzar la temida deriva tradicionalista del pontificado.
Pero en general, con su acción de gobierno, heredera de la tradición propia del ochocientos (que defiende una presencia directiva de la Iglesia sobre áreas de la vida colectiva en las que, a pesar de todo, las personas se perciben capaces de auto-determinarse) Ratzinger ha acentuado las contradicciones entre la comunidad eclesial y la sociedad. Y las diferentes facciones presentes en la Curia han podido aprovecharse de este asunto para “crear ideología”, y, por ende, maximizar, sus respectivas cuotas de poder, agudizando los conflictos, probablemente hasta un punto de no retorno.
Un indicador de esto es el “affaire” del mayordomo, Paolo Gabriele, que ha reconocido haber traicionado la confianza del papa movido por la intención de ayudarle en su responsabilidad por el bien de la Iglesia.
¿Es posible establecer algún paralelismo con las dimisiones de los pontífices que le han precedido en la historia de la Iglesia?
Todas las dimisiones de los papas han estado vinculadas a momentos de crisis profundas en la vida de la Iglesia.
Sobre los pontífices de la historia antigua no se puede decir gran cosa, habida cuenta de que la historia y la leyenda se encuentran íntimamente mezcladas.
Sin embargo, los casos medievales de Benedicto IX, Gregorio VI y Gregorio XII creo que presentan diferencias radicales con respecto a lo que sucede en la actualidad.
Quizá el precedente histórico que puede ser un poco más cercano a la dimisión de Benedicto XVI es el del Celestino V, en 1294. Pero si es indudable que Ratzinger ha tenido presente, con particular interés, el ejemplo de Pietro da Morrone (no se olvide que en 2009, durante la visita a L’Aquila, depositó el palio sobre la urna de Celestino V, en señal de homenaje), sin embargo el contexto histórico es completamente diferente: piénsese en el papel que jugaron en aquel tiempo la invasión del poder político y el cardenal Caetani (el futuro Bonifacio VIII) en la gestión ordinaria de la Iglesia: son problemas que hoy resultan impensables.
En los últimos decenios se ha asistido a una progresiva “sacralización” del pontificado y de los pontífices: basta con pensar que, en particular, bajo Pío XII y Juan Pablo II, los papas han canonizado a sus predecesores, casi como queriendo santificar el ministerio petrino y, consecuentemente, a quien lo desempeña. La dimisión de Ratzinger ¿podría interrumpir esta tendencia y favorecer la desacralización del papado, su humanización?
Desde cierto punto de vista, la renuncia representa una normalización del papado. Como es sabido, los obispos, una vez cumplidos los setenta y cinco años de edad, tienen que presentar obligatoriamente la dimisión.
El papa es el obispo de Roma. Incluso, aunque cuente con el privilegio de decidir por sí mismo el momento en el que abandonar el ministerio, sin tener que someterse a la normativa canónica. También el obispo de Roma está concernido por la normativa prevista para el episcopado universal, según la cual, llegados a un determinado momento de la vida, es preciso dejar las responsabilidades hasta entonces desempeñadas.
Naturalmente, esta decisión no obliga a sus sucesores, que serán libres para asumir (o no) el precedente marcado por Ratzinger. Pero después de la renuncia al gobierno de la Iglesia universal (algo que tendría que convertirse en regla del papado para el futuro) y la desacralización de la figura del papa (que ha sido intensamente interiorizada en la mentalidad católica durante los últimos dos siglos), hay un gran abismo.
La sacralización ¿es, por lo tanto, irreformable?
Irreformable no, pero seguramente no es suficiente la dimisión de un papa para interrumpir y quebrantar esta tendencia.
El papa, en los primeros siglos del cristianismo era conocido como el “sucesor de Pedro”, luego se ha convertido en el “vicario de Cristo” y, finalmente, con una enorme insistencia en este punto, en el “vicario de Dios” en el tiempo de la secularización.
Se trata de un mecanismo vivo desde hace siglos, fuertemente arraigado en la mentalidad católica, que difícilmente puede ser desmontado por la dimisión de un pontífice.
En definitiva, me parece que hace falta mucho tiempo y ulteriores gestos para desacralizar la figura papal.
Pero la dimisión de Ratzinger ¿es verdaderamente un acontecimiento revolucionario?
La decisión es, sin duda de ninguna clase, inusual con respecto a los mecanismos aprobados por la institución eclesiástica y es particularmente llamativa si se compara con la adoptada en su día por Juan Pablo II de dar en su enfermedad y con su muerte un testimonio del modelo de vida cristiana que consideró ejemplar.
Pero que la renuncia al pontificado sea un acontecimiento “revolucionario” sólo lo podremos saberlo en los próximos meses, y es probable que el mismo resultado del Cónclave nos ayude a entenderlo.
¿Se trata de un gesto tan llamativo que pueda hacer olvidar toda la acción de gobierno de Ratzinger (por no hablar de los veinte años en que ha sido prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe), de tal manera que pase de ser un papa radicalmente restaurador a ser un papa reformador?
A lo largo de estos últimos días hemos asistido a un estallido apologético en torno a la figura de Ratzinger, probablemente fundado en la pretensión de hacer olvidar los concretos fracasos que la línea de gobierno promovida por Benedicto XVI ha encontrado cuando ha tenido que enfrentarse con casi todos los graves problemas de la actual situación eclesial.
¿Y si la dimisión, fruto del reconocimiento de su incapacidad para gobernar la Iglesia (como explícitamente ha admitido en el discurso en el que ha anunciado la renuncia al pontificado), fuese sólo una manera de orientar decisivamente el Cónclave cuando elija a su sucesor? Un poco como los emperadores romanos que señalaban a su “delfín” cuando todavía vivían...
Por los discursos que Benedicto XVI ha venido pronunciando desde el anuncio de la dimisión hasta el principio de la “sede vacante” es posible trazar el retrato de su sucesor tal como Ratzinger lo querría: relativamente joven, dotado de energía, severidad y capacidad de gobierno para realizar lo que él no ha podido hacer por su parte.
Y es inevitable, a pesar de las socorridas declaraciones de no intromisión e interferencia, que Ratzinger influirá en el Cónclave: cada acto, cada palabra, cada gesto han tenido y tendrán su peso.
Incluso la tormenta que ha provocado con su renuncia, está en algunos aspectos, estudiada: obligar a los cardenales a actuar de prisa, porque es muy complicado llegar a Pascua sin que haya un nuevo papa.
En el Cónclave ¿existe un “ala progresista?
No lo creo. Y si la hay, es muy débil. No se puede olvidar que se trata de un Cónclave completamente nombrado a dedo, y “blindado” por Wojtyla y por Ratzinger: de verdad, es sumamente difícil encontrar un ala progresista.
Por tanto, ¿nos encontraremos con un papa nuevamente conservador?
Dependerá de los cardenales reunidos en Cónclave: de que alguien tenga el coraje de analizar las dificultades con que se ha topado el decantamiento por una línea neo-intransigente. Si eso sucediera, entonces se podría reabrir el campo de juego.
Creo que si en el Cónclave se abriera un auténtico debate en profundidad sobre el papel de la Iglesia en la sociedad contemporánea, a partir de las quiebras provocadas por el proyecto de neo-cristiandad que se ha potenciado en las últimas dos décadas, entonces se podría abrir algún resquicio. Si esto sucediera, entonces podría haber espacio para algún cambio y para alguna sorpresa.
La Iglesia ¿será la misma después de este acontecimiento?
El problema del cambio de la Iglesia, como enseña toda la literatura histórica sobre las reformas, se juega en dos niveles: la interior transformación espiritual de los creyentes y la modificación de las estructuras institucionales.
Por sí misma, la decisión personal de Benedicto XVI de renunciar al ministerio petrino (porque ya no se siente con fuerzas para ir adelante, habida cuenta de su avanzada edad), es algo que no tiene mucha influencia sobre ninguno de estos ámbitos.
Pero se puede abrir en la comunidad eclesial (y también se puede proponer en el Cónclave), una reflexión sobre la línea mantenida a lo largo de este pontificado, sobre su idoneidad pastoral y misionera, sobre su capacidad para responder a las necesidades de los hombres y las mujeres de hoy. De las respuestas a estas preguntas dependerá la posibilidad de un cambio.
[2] D. MENOZZI, “Chiesa e diritti umani”, Il Mulino, 2011; “Chiesa, pace e guerre nel Novecento”, Il Mulino, 2008; “Giovanni Paolo II. Una transizione incompiuta?”, Morcelliana, 2006; “Sacro Cuore. Un culto tra devozione interiore e restaurazione cristiana della società”, Viella, 2002.
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