domingo, 24 de noviembre de 2024

¿Qué queda de la Teología de la liberación?

La historia de la teología contemporánea, y puede que la de los próximos decenios, está marcada –guste o no– por las intuiciones y los desarrollos de Gustavo Gutiérrez. Pocos, antes de él, reivindicaron con tanta clarividencia, rigor y coherencia la centralidad de la perspectiva teológica y espiritual que brota del seguimiento de Jesús a partir de sus preferidos: los parias y los crucificados de todos los tiempos y de nuestros días.


Fuente:   Vida Nueva Digital

Pliego, 23-29/11/2024

Por   Jesús Martínez Gordo

 

Y pocos, como él, supieron considerar unitariamente la salvación y la liberación; Dios y los pobres; ortodoxia y ortopraxis; vida y muerte; contemplación y subversión; iniciativa divina y libertad humana; revelación y ocultamiento; silencio y palabra o justicia y gratuidad.

Y hay que decirlo todo. Pocos teólogos como el peruano se vieron sometidos a tantas y tan graves sospechas sobre la calidad y ortodoxia de su pensamiento: premoderno, sociologista, asistemático, pauperista, pelagiano, fundamentalista…

 

Acusado de marxista

Probablemente, la que más dolores de cabeza le provocó fue la acusación –durante el pontificado de Juan Pablo II– de que la suya era una aportación infectada de marxismo, una cosmovisión que, además de totalitaria, resultaba materialista y anticristiana. Según esta imputación, la teología de Gustavo Gutiérrez vendría a ser marxismo puro y duro; eso sí, edulcorado o, si se prefiere, envuelto con celofán pseudo-espiritualista.

Su respuesta a esta acusación fue cuádruple: desmarcarse claramente de algunas consideraciones sobre la relación entre el marxismo y el cristianismo que se le atribuyeron; negar que su teología fuera o hubiera pretendido ser un constantinismo de izquierdas, ocupada en propiciar un empleo ideológico de la fe cristiana; enriquecer los análisis socio-políticos y económicos de una primera época con otros posteriores más culturales; y argumentar, en cuarto lugar, la importancia de emplear la mediación socio-analítica en el quehacer teológico, más allá de filias y fobias marxistas.

 

Teología significativa

El afrontamiento de este último punto fue el que le permitió mostrar que la “lucha de clases” se había de englobar en un marco mucho más amplio: el de la existencia de un incuestionable “conflicto social”. Apelando a esta constatación, reivindicó que toda teología que pretendiera ser significativa no solo había de tener presente semejante hecho, sino que había de emplear las ciencias sociales o, cuando menos, valerse de sus resultados para conocer más y mejor las causas y la naturaleza de semejante conflicto.

Y, a la par, no se cansó de repetir que si bien era cierto que la teología había de respetar los resultados a que llegaran los llamados científicos sociales, no lo era menos que, cuando empleaba una racionalidad no-teológica, no lo hacía de manera acrítica, sino modificándola.

La historia –solía recordar– ilustra sobradamente que este ha sido siempre el modo más común de proceder de la teología en su relación con otras racionalidades. Por ello, reconocer la existencia de un conflicto social no equivale a bendecir, por ejemplo, la lucha de clases como la ley o “el motor de la historia”, ni a proponer o aceptar el odio como el mecanismo dinamizador, ni a renunciar o eliminar la ley (y la lógica) del amor universal.

Liberación integral

Más bien, llevaba a proponer y defender –por coherencia, fidelidad y sabiduría evangélica– un proyecto de liberación integral, es decir, estructural (económico y político), pero también antropológico, cultural, teológico y espiritual.

El hecho de que, a partir de 1981, abundara en la importancia de la liberación del pecado (muy probablemente como reacción a una cierta proclividad prometeica y secularizante en determinados sectores liberacionistas), no invalidaba, en absoluto, la importancia de la liberación estructural, económica y política. Como tampoco invalidaba la imperiosidad de que en todo este proceso liberador fuera emergiendo, junto a un cambio estructural, una nueva persona humana, imagen de Dios y llamada a asemejarse a Él.

Ese era el test de “verificabilidad” (de “hacerse verdad”) en el que cuajaba y se visualizaba la verdad evangélica a la que se debía todo teólogo. También el de la liberación.

 

Don amoroso de Dios

Y ese fue el test que presidió la perspectiva analítica y la propuesta teológica de Gustavo Gutiérrez: defender un proyecto de liberación integral del “no-persona” latinoamericano en el que se articulara emancipación personal, cultural y estructural (política y económica); dejando bien claro, por supuesto, que la liberación definitiva y total no es tanto conquista humana como, sobre todo, don amoroso de Dios que se testimonia, anuncia y visualiza en la solidaridad con los parias de nuestros días.

Una vez mostrada la centralidad de dicha propuesta integral, quedaba al libre arbitrio y a la prudencia de cada uno primar perspectivas y diagnósticos más atentos a la liberación personal, cultural o estructural (económica y política), sin descuidar la interrelación que existe entre todas ellas.

 

Sanear la Iglesia

Así leída y acogida, es indudable que la aportación de Gustavo Gutiérrez permitió sanear una Iglesia –sobre todo, jerárquica e institucional– ligada, durante mucho tiempo, y de manera no tan coherente como pudo parecer, a un orden social injusto.

Y, a la vez, posibilitó –por más que les pesara a algunos– la apertura del compromiso de los cristianos a posiciones socioeconómicas, políticas y culturales tipificadas y socialmente reconocidas como progresistas o de izquierdas. Estos cristianos descubrieron en ellas una mayor afinidad con el corazón del Evangelio. Y este no era otro que la percepción del Crucificado en los parias o “no-personas” de nuestros días.

A la luz de tal percepción, se entiende (y celebra) la fuerza salvífica y liberadora del amor que, gratuitamente recibido, se ha de dar gratis. Y, por supuesto, el fundamento, clarificador y crítico, del examen de amor que nos espera al atardecer de la vida: “Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). (…)

 

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