lunes, 8 de junio de 2020

La “no-dualidad” (advaita) y la Uni-Trinidad


NOTA:    En el equipo de mantenimiento del BLOG hemos llegado a entender que, en las circunstancias que nos envuelven (el CONFINAMIENTO POR «COVID-19») bien podríamos prestar el servicio de abrir el BLOG a iniciativas que puedan redundar en aliento para quienes se sientan en soledad, incomunicadas o necesitadas de expresarse.
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Jesús Martínez Gordo,
en ATRIO (07-junio-2020)
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       En las nuevas espiritualidades se constata un admirable interés por la unidad con lo que en la tradición hindú se denomina la “Realidad no-dual” (advaita) cuando reivindican, desmarcándose de cualquier atisbo de disociación, que el “atman” (alma) y el “Brahman” (la Divinidad) son uno. Existe una unidad entre la Divinidad y el ser humano que sintoniza con el anuncio de Pablo en el Areópago ateniense cuando, buscando un punto de contacto con la religión y la civilización griega, recuerda que está anunciando al “Dios en el que nos movemos, vivimos y existimos” todos, no solo los griegos, sino también los judíos, los romanos y hasta los mismos paganos (Cf. Act. 17, 28). La sintonía entre el cristianismo y las nuevas teologías y espiritualidades es incuestionable en lo referente a este punto.

      Sucede, sostienen sus promotores, en sintonía con dicho hinduismo advaita, que la razón se relaciona con la unidad fijando y poniendo en juego una idea de lo que es ella misma y de lo que ha de ser o es la Divinidad. Procediendo de esta manera, abre las puertas a la disociación o dualidad y muestra su rostro más genuino y auténtico que, al parecer, vendría a ser una autosuficiencia oculta bajo el manto de la libertad de pensar.
      La primera vez que me percaté del alcance de esta búsqueda quedé impactado por la posibilidad de experimentar, de manera directa y fruitiva, sin mediación alguna, dicha “no-dualidad”. Sin  embargo, confieso que con el paso del tiempo me fui alejando de esta inicial fascinación.
      En primer lugar, porque empecé a no compartir que la razón en libertad fuera tan solo (como así se presentaba) disociativa —y hasta radicalmente rupturista— en su relación con la Unidad o “No-dualidad”. Mucho tuvo que ver en semejante abandono el descubrimiento de otra clase de razón que, activada en los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), no rompía, sino que, atendiendo a la unidad entre el ser humano (Jesús) y la Divinidad (Cristo) y cuidando, a la vez, que no se yuxtapusieran ni se confundieran el uno con la otra, permitía hablar, de manera racional y no autosuficiente, de dicha unidad. Y lo hacía distinguiéndolos, pero sin separarlos.
      Desde entonces, entendí que dicha razón en libertad, tan lejana del dualismo como del monismo, y, a la vez, particularmente atenta a la unidad sin confusión y a la distinción sin separación, era tipificable y reconocible como “jesu-cristiana”. Me di cuenta de que era mucho más cuidadosa de la unidad que la importante, pero insuficiente, llamada de atención y reivindicación de la “no-dualidad” que realizaban las nuevas espiritualidades y teologías, así como que eludía —sin reserva alguna— el monismo que rondaba a estas últimas. Uno de los frutos más importantes de esta razón “jesu-cristiana” fue, sin duda alguna, el símbolo de la fe o el credo nicenoconstantinopolitano, nada rupturista ni atentatorio de dicha unidad y, a la vez, fruto de la razón en libertad.

      Ya entonces creí percibir que ésta podía parecer una cuestión más propia de especialistas que del común de los mortales. Pero también fui consciente de que —quien lo entendiera de esta manera— no se percataba de lo que estaba en juego: la posibilidad de ser creyente en la modernidad respetando (de manera no necesariamente acrítica) una razón que, en la ilustración, lo era (y sigue siendo) en libertad y, por tanto, sin sometimientos de ninguna clase a nada ni a nadie y sin disolución en una experiencia de “no-dualidad”, por muy impactante que pudiera ser en cuanto tal. Lo que estaba en juego era mostrar de manera argumentada que dicha experiencia, además de fruitiva, movilizadora y unitiva, era también racionalmente consistente y que, por eso, se podía hablar de ella sin atentar contra la unidad y sin disolver la razón en libertad. Lo contrario, así lo entendí, sería abonarse a la sospecha de estar dando alas a un fundamentalismo subjetivista y autoritario y, por ello, inaceptable. O, por lo menos, de no estar despejándolo debidamente. Y esta tarea —la de librarse de semejante sospecha— era algo particularmente importante en el tiempo en el que vivíamos, amante de la libertad y de la razón, aunque esta última fuera marcadamente cientifista. No creí que éste fuera un asunto menor.
      Pero, en segundo lugar, también me fui alejando de la “no-dualidad” porque no me parecía adecuado el imaginario (negativo y crítico) al que se recurría para denominar a la Divinidad en las nuevas espiritualidades: la “Realidad No-dual que Somos/Es” (“advaita”) o “el Todo irreductible a las partes”. El nombre o la denominación elegida, por muy descriptivo que pretendiera ser, no me resultaba suficientemente propositivo, además de nada ingenuo o aséptico: enfatizando la importancia —compartida con ellos— de “ser juntos” con la “Realidad no-dual” o de experimentarla “más allá de todos los nombres e imágenes personales o unipersonales, del dualismo y del monismo, del teísmo y del ateísmo”, constaté que le faltaba encarnadura histórica y programa, es decir, no veía los montes referenciales que son, además del Tabor, el Calvario y el de las Bienaventuranzas. Y ésas me parecieron ausencias realmente preocupantes. Como ya he indicado, me dije, Dios es bastante más que “no-dualidad” a partir del momento en el que se encarna en Jesús, anuncia el primado de los pobres, sana, consuela, provoca y muere crucificado: es, propositivamente, Jesús y Cristo, JesuCristo. Y, a la vez, Uno en la comunión “uni-trinitaria” de diferentes, juntamente con el Padre y el Espíritu. Por tanto, no era una negación o una abstracción, sino una conjunción o articulación entre Jesús Crucificado y Cristo Resucitado y, a la vez, comunión Uni-trinitaria de Padre, Hijo y Espíritu. De ellos se podía hablar sin quebrar o atentar contra la unidad “jesu-cristiana” o la misma comunión “uni-trinitaria”.
      Y, en tercer lugar, también me fui alejando del impacto provocado en mí por la “no-dualidad” (advaita) porque, sin dejar de reconocer una escisión entre el ser humano y la Divinidad (que los “jesu-cristianos” llamamos “pecado original”) y participando con las nuevas espiritualidades en la necesidad de salir de ella, nos diferenciábamos en el modo de ir superándola. En el cristianismo, volví a decirme, Dios, al haberse encarnado, tenía un rostro histórico, el de Jesús de Nazaret, y un programa, el del monte de las Bienaventuranzas; y, por tanto, preferencias y prioridades: los parias y crucificados de todos los tiempos y de nuestros días. Pero también contábamos con anticipaciones, murmullos, chispazos o transparencias de dicha unidad en la inmensidad de tabores que jalonan la vida y el mundo. Desde entonces, nos sabíamos convocados a la unión con Dios, pero sin dejar de mantener, a la vez, nuestra singularidad, nuestra historia, nuestra razón y nuestra libertad; de manera análoga a como la mantienen el Padre, el Hijo y el Espíritu en la Uni-trinitariedad. Eso quería decir que estábamos invitados a vivir unidos en Él y con El, sin dejar de ser nosotros mismos, aunque de distinta manera a la presente. A la espera de esa unión definitiva, y mientras caminábamos por la historia, podíamos experimentar, anticipar y disfrutar esta utopía de unidad y comunión en términos, por lo menos, de fraternidad y libertad.
      Por tanto, me encontré con una búsqueda de la unidad que, compartida, me planteaba estas importantes reservas. Y esto era algo que requería ser analizado de manera detenida y argumentada: la unidad “jesu-cristiana” y “uni-trinitaria” no era la misma que la “no-dualidad” (advaita), al menos, tal y como la entendían y explicitaban muchas de las nuevas espiritualidades y teologías. El interés común por dicha unidad no podía ocultar semejantes diferencias. Y más, cuando, como era el caso, me pareció que estaba en juego la singularidad (racional y libre) de cada uno de nosotros, así como nuestra responsabilidad en favor de todos y de cada uno de los mortales, pero, de manera particular, de los parias y crucificados; por más que semejante referencia (capital en la experiencia y en el programa “jesu-cristiano” y “uni-trinitario”) sonara a algunos de los promotores de estas nuevas espiritualidades a “ideología del altruismo” o de la solidaridad.

      Entendí que las críticas consideraciones explicitadas eran perfectamente compatibles con una actitud también autocrítica: el éxito —aunque fuera relativo y muy acotado— de estas nuevas espiritualidades, a pesar de presentar tan poca novedad teológica, no dejaba de llamarme la atención. Quizá, me dije, porque lo reivindicado (la importancia del Tabor) parecía haber sido descuidado o no tenido en la debida cuenta por las espiritualidades y teologías “jesu-cristianas” y “uni-trinitarias” de los últimos decenios, sobre todo, en la Europa occidental. Convenía no descuidar esta perspectiva autocritica, tan necesaria como saludable, porque, acogida como se merecía, era muy probable que nos llevara a cuidar mucho más que hasta el presente la articulación entre compromiso liberador, experiencia contemplativa y disfrute de la relación con Dios en sus anticipaciones que son los tabores de nuestros días.


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