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Jesús Martínez
Gordo,
en ATRIO
(07-junio-2020)
En las nuevas
espiritualidades se constata un admirable interés por la unidad con lo que en
la tradición hindú se denomina la “Realidad no-dual” (advaita) cuando
reivindican, desmarcándose de cualquier atisbo de disociación, que el “atman”
(alma) y el “Brahman” (la Divinidad) son uno. Existe una unidad entre la
Divinidad y el ser humano que sintoniza con el anuncio de Pablo en el Areópago
ateniense cuando, buscando un punto de contacto con la religión y la
civilización griega, recuerda que está anunciando al “Dios en el que nos
movemos, vivimos y existimos” todos, no solo los griegos, sino también los
judíos, los romanos y hasta los mismos paganos (Cf. Act. 17, 28). La sintonía
entre el cristianismo y las nuevas teologías y espiritualidades es
incuestionable en lo referente a este punto.
Sucede, sostienen sus
promotores, en sintonía con dicho hinduismo advaita, que la razón se
relaciona con la unidad fijando y poniendo en juego una idea de lo que es ella
misma y de lo que ha de ser o es la Divinidad. Procediendo de esta manera, abre
las puertas a la disociación o dualidad y muestra su rostro más genuino y
auténtico que, al parecer, vendría a ser una autosuficiencia oculta bajo el
manto de la libertad de pensar.
La primera vez que me
percaté del alcance de esta búsqueda quedé impactado por la posibilidad de experimentar,
de manera directa y fruitiva, sin mediación alguna, dicha “no-dualidad”.
Sin embargo, confieso que con el paso del tiempo me fui alejando de
esta inicial fascinación.
En primer
lugar, porque empecé a no compartir que la razón en libertad fuera tan solo
(como así se presentaba) disociativa —y hasta radicalmente rupturista— en su
relación con la Unidad o “No-dualidad”. Mucho tuvo que ver en semejante
abandono el descubrimiento de otra clase de razón que, activada en los
concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), no rompía, sino que,
atendiendo a la unidad entre el ser humano (Jesús) y la Divinidad (Cristo) y
cuidando, a la vez, que no se yuxtapusieran ni se confundieran el uno con la
otra, permitía hablar, de manera racional y no autosuficiente, de dicha unidad.
Y lo hacía distinguiéndolos, pero sin separarlos.
Desde entonces,
entendí que dicha razón en libertad, tan lejana del dualismo como del
monismo, y, a la vez, particularmente atenta a la unidad sin confusión y a la
distinción sin separación, era tipificable y reconocible como “jesu-cristiana”.
Me di cuenta de que era mucho más cuidadosa de la unidad que la importante,
pero insuficiente, llamada de atención y reivindicación de la “no-dualidad” que
realizaban las nuevas espiritualidades y teologías, así como que eludía —sin
reserva alguna— el monismo que rondaba a estas últimas. Uno de los frutos más
importantes de esta razón “jesu-cristiana” fue, sin duda alguna, el símbolo de
la fe o el credo nicenoconstantinopolitano, nada rupturista ni atentatorio de
dicha unidad y, a la vez, fruto de la razón en libertad.
Ya entonces creí
percibir que ésta podía parecer una cuestión más propia de especialistas que
del común de los mortales. Pero también fui consciente de que —quien lo
entendiera de esta manera— no se percataba de lo que estaba en juego: la posibilidad
de ser creyente en la modernidad respetando (de manera no necesariamente
acrítica) una razón que, en la ilustración, lo era (y sigue siendo) en libertad
y, por tanto, sin sometimientos de ninguna clase a nada ni a nadie y sin
disolución en una experiencia de “no-dualidad”, por muy impactante que pudiera
ser en cuanto tal. Lo que estaba en juego era mostrar de manera argumentada que
dicha experiencia, además de fruitiva, movilizadora y unitiva, era también
racionalmente consistente y que, por eso, se podía hablar de ella sin atentar
contra la unidad y sin disolver la razón en libertad. Lo contrario, así lo
entendí, sería abonarse a la sospecha de estar dando alas a un fundamentalismo
subjetivista y autoritario y, por ello, inaceptable. O, por lo menos, de no
estar despejándolo debidamente. Y esta tarea —la de librarse de semejante
sospecha— era algo particularmente importante en el tiempo en el que vivíamos,
amante de la libertad y de la razón, aunque esta última fuera marcadamente
cientifista. No creí que éste fuera un asunto menor.
Pero, en segundo
lugar, también me fui alejando de la “no-dualidad” porque no me parecía
adecuado el imaginario (negativo y crítico) al que se recurría para denominar
a la Divinidad en las nuevas espiritualidades: la “Realidad No-dual que
Somos/Es” (“advaita”) o “el Todo irreductible a las partes”. El nombre o la
denominación elegida, por muy descriptivo que pretendiera ser, no me resultaba
suficientemente propositivo, además de nada ingenuo o aséptico: enfatizando la
importancia —compartida con ellos— de “ser juntos” con la “Realidad no-dual” o
de experimentarla “más allá de todos los nombres e imágenes personales o unipersonales,
del dualismo y del monismo, del teísmo y del ateísmo”, constaté que le faltaba
encarnadura histórica y programa, es decir, no veía los montes referenciales
que son, además del Tabor, el Calvario y el de las Bienaventuranzas. Y ésas me
parecieron ausencias realmente preocupantes. Como ya he indicado, me dije, Dios
es bastante más que “no-dualidad” a partir del momento en el que se encarna en
Jesús, anuncia el primado de los pobres, sana, consuela, provoca y muere
crucificado: es, propositivamente, Jesús y Cristo, JesuCristo. Y, a la vez, Uno
en la comunión “uni-trinitaria” de diferentes, juntamente con el Padre y
el Espíritu. Por tanto, no era una negación o una abstracción, sino una
conjunción o articulación entre Jesús Crucificado y Cristo Resucitado y, a la
vez, comunión Uni-trinitaria de Padre, Hijo y Espíritu. De ellos se podía
hablar sin quebrar o atentar contra la unidad “jesu-cristiana” o la misma
comunión “uni-trinitaria”.
Y, en tercer lugar,
también me fui alejando del impacto provocado en mí por la “no-dualidad”
(advaita) porque, sin dejar de reconocer una escisión entre el ser humano y la
Divinidad (que los “jesu-cristianos” llamamos “pecado original”) y participando
con las nuevas espiritualidades en la necesidad de salir de ella, nos
diferenciábamos en el modo de ir superándola. En el cristianismo, volví a
decirme, Dios, al haberse encarnado, tenía un rostro histórico, el de Jesús de
Nazaret, y un programa, el del monte de las Bienaventuranzas; y, por tanto,
preferencias y prioridades: los parias y crucificados de todos los tiempos y de
nuestros días. Pero también contábamos con anticipaciones, murmullos, chispazos
o transparencias de dicha unidad en la inmensidad de tabores que jalonan la
vida y el mundo. Desde entonces, nos sabíamos convocados a la unión con Dios,
pero sin dejar de mantener, a la vez, nuestra singularidad, nuestra historia,
nuestra razón y nuestra libertad; de manera análoga a como la mantienen el
Padre, el Hijo y el Espíritu en la Uni-trinitariedad. Eso quería decir que
estábamos invitados a vivir unidos en Él y con El, sin dejar de ser nosotros
mismos, aunque de distinta manera a la presente. A la espera de esa unión
definitiva, y mientras caminábamos por la historia, podíamos experimentar,
anticipar y disfrutar esta utopía de unidad y comunión en términos, por lo
menos, de fraternidad y libertad.
Por tanto, me encontré
con una búsqueda de la unidad que, compartida, me planteaba estas importantes
reservas. Y esto era algo que requería ser analizado de manera detenida y
argumentada: la unidad “jesu-cristiana” y “uni-trinitaria” no era la misma que
la “no-dualidad” (advaita), al menos, tal y como la entendían y explicitaban
muchas de las nuevas espiritualidades y teologías. El interés común por dicha
unidad no podía ocultar semejantes diferencias. Y más, cuando, como era el
caso, me pareció que estaba en juego la singularidad (racional y libre) de cada
uno de nosotros, así como nuestra responsabilidad en favor de todos y de cada
uno de los mortales, pero, de manera particular, de los parias y crucificados;
por más que semejante referencia (capital en la experiencia y en el programa
“jesu-cristiano” y “uni-trinitario”) sonara a algunos de los promotores de
estas nuevas espiritualidades a “ideología del altruismo” o de la solidaridad.
Entendí que las
críticas consideraciones explicitadas eran perfectamente compatibles con una
actitud también autocrítica: el éxito —aunque fuera relativo y muy acotado—
de estas nuevas espiritualidades, a pesar de presentar tan poca novedad
teológica, no dejaba de llamarme la atención. Quizá, me dije, porque lo
reivindicado (la importancia del Tabor) parecía haber sido descuidado o no
tenido en la debida cuenta por las espiritualidades y teologías
“jesu-cristianas” y “uni-trinitarias” de los últimos decenios, sobre todo, en
la Europa occidental. Convenía no descuidar esta perspectiva autocritica, tan
necesaria como saludable, porque, acogida como se merecía, era muy probable que
nos llevara a cuidar mucho más que hasta el presente la articulación entre
compromiso liberador, experiencia contemplativa y disfrute de la relación con
Dios en sus anticipaciones que son los tabores de nuestros días.
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