Comienzo este artículo con una
anécdota personal. Hace unos años, leyendo un diario de ámbito nacional, me
encontré con una de esas noticias tan típicas de cierta prensa: “La Iglesia dice….”. Entré en su
lectura y se trataba de que el cardenal Rouco Varela había emitido una de
aquellas ocurrencias perversas que tantas desafecciones provocaron en la Iglesia.
Siguiendo mi constitutivo compulsivo, tomé el teléfono y llamé a un amigo del
diario citado, perteneciente a la cúpula de la redacción. Le dije lo obvio:
Rouco no es la Iglesia. En concreto, este Cardenal no representa en gran parte
más que la cara agria, fundamentalista y, a veces, cruel de la Institución. Le
intenté explicar que la Iglesia es una realidad compleja e infinitamente más
rica teológicamente y en la vida real que lo que puede representar un personaje
como este Cardenal. Que la Iglesia es una parte de la realidad humanizadora que
funciona en África, América Latina y en las calles de nuestros pueblos y
ciudades. Que Cáritas, soporte importante
del cariño y la compasión en nuestros tiempos, es Iglesia, reconocida
esta realidad por tirios y troyanos, enormemente respetada. Le decía también
que la Iglesia claro que ha tenido, como institución contaminada por un
agobiante juridicismo, múltiples facetas antipáticas e, incluso, crueles y
nefastas hasta nuestro días. Pienso en su actitud prepotente que le impulsa a
pasar de ser perseguida a perseguidora desde el siglo IV: Inquisición,
persecución de herejes, autos de fe, imposiciones político-religiosas en la
vida civil, amenazas y condenas hasta
ayer a teólogos llamados “disidentes”. Que la Institución eclesial, a imitación
del Bajo Imperio Romano, se apropió de unos poderes espirituales y políticos
que, muchos creemos, no provienen de Jesús.
Se inmiscuyó en las conciencias y en las intimidades de las personas con
gran arrogancia y despotismo. Es verdad que muchas veces esta cáscara de la
Iglesia ha hecho mucho daño y ha forzado grandes desafecciones a la causa de
Jesús, que simplemente, como nos lo reitera el Papa Francisco, es la de la
compasión, el cariño y la ternura con todos, pero preferentemente con los
excluidos. También es verdad que la
Institución, ya desde la herejía arriana, ha hecho más hincapié en los dogmas y
las verdades definitivas que en el amor, la esencia del Evangelio. Que durante
muchos siglos ha desarrollado todo su poder en la defensa de “sus verdades”
que, luego, la Historia ha demostrado en demasiadas ocasiones que no eran las
verdades del Evangelio. Le decía a mi amigo del diario que la gran labor de la
Iglesia ahora es eliminar toda la escoria que siglos de aquel juridicismo
agobiante ha contaminado la sacramentología y la eclesiología, palideciendo la
imagen de Jesús y, obviamente, del Cristianismo.
Pero, al mismo tiempo, en la Iglesia Pueblo de
Dios, se ha asistido, durante todos los siglos, a la emergencia de personas e
instituciones que han hecho de la ternura y la compasión el lema de su
predicación y actuación, según su conciencia, a veces, al margen de la
Jerarquía. Hoy no se podría hablar de labor humanizadora en América, tras las
tropelías de la conquista, olvidando al Padre Montesinos, a Bartolomé de las
Casas, a los jesuitas de la Reducciones del Paraguay, Bolivia, Argentina y
Brasil y a tantos hombres y mujeres cristianos que intentaron edulcorar la vida
de los nativos y de los negros esclavizados. Eran Iglesia. Hoy la Iglesia no
son los Nuevos Movimientos, tan enaltecidos en estas pasadas décadas, con sus
luces y gravísimas sombras, son Iglesia
no la Iglesia. Son Iglesia, sobre todo, por poner un ejemplo, los Hermanos de
San Juan de Dios, los salesianos, los combonianos y otros muchos, muchísimos
más que trabajan por los pobres en los cinco continentes por hacer de sus vidas
algo que merezca la pena. Son Iglesia, pero no la Iglesia, desde luego, ciertos
delincuentes variopintos del Vaticano, los que sean, pero son Iglesia, muchos
más, infinitamente más los hombres y mujeres que en Roma y en todas las partes
del mundo sostienen con su trabajo el buen hacer de las parroquias, escuelas y
obras asistenciales de raíz cristiana o no.
Aquí es donde nos encontramos con
nuestro Episcopado, causa de hastío y mucha irritación en ambientes eclesiales
conciliares del país y muchas, demasiadas desafecciones en las filas de los
creyentes cristianos, que ha hecho confundir, a los no muy letrados, la Iglesia
con ciertas personas sus dichos y sus hechos. Me refiero, sobre todo, a
aquellos obispos de la Iglesia española, los que se han hecho oír y ver a
partir de sus ocurrencias, sus obsesiones, sus tics psicológicos y su
mediocridad humana, social y teológica, siempre al calor de lo que se fraguaba
y se indicaba desde Roma en los
pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. En el último número del semanal
Vida Nueva, se habla de una posible renovación del Episcopado español. El
título del artículo es significativo; “Obispos
para salir del Búnker”. Es sabido que los últimos años de Pablo VI fueron
los de los inicios del restauracionismo teológico y los de la involución en la
vida pastoral. Se entendió en los foros vaticanos y en ciertos movimientos
eclesiales, reticentes con el Vaticano II, que era el momento de la ortodoxia.
Tras la muerte de Juan Pablo I, se tenía diseñado un perfil de Papa que, con
gran fortaleza y si era necesario, con
dureza debía llevar a la Iglesia al lugar de donde la arrancaron y donde debía
estar: Trento y Vaticano I. Eligieron a un hombre bien conocido por ellos: una persona luchadora en la Polonia sufriente que se
defendió contra el marxismo imperante y profundamente intransigente moral y
dogmáticamente. Era el Cardenal de Cracovia, Wojtila, Juan Pablo II. Hombre de
más certezas que creencias, ya se significó desde inicios de los ochenta. Nunca
perdonó los “grandes errores” del Cardenal Tarancón durante la Transición
política y, antes, en la marcha de la Iglesia española, al hacer su transición
teológica y pastoral a la luz de Vaticano II.
De ahí su decisión de un cambio
copernicano en el Episcopado español.
Contó, principalmente con un Nuncio, Tagliaferri, y con dos peones básicos, los
cardenales Suquía y, sobre todo, Rouco Varela. Inició el cambio del Episcopado
para lo que el Nuncio tenía una gran experiencia de su paso por Perú en donde
derechizó el Episcopado. Era la hora de un conjunto de hombres, en su gran
mayoría muy piadosos, dóciles, obedientes y, bastantes, muy mediocres. Eran los hombres del momento.
Hoy quedan 45 obispos de Juan Pablo II y 24 de Benedicto XVI.
Para teólogos abiertos, pastores
en la línea conciliar, laicos que se
habían subido al tren del Concilio u obispos de la época anterior fueron estos
dos pontificados unos años tórridos y plúmbeos. Varios de los grandes teólogos
españoles, que los había y hay, fueron
denunciados, a veces anónimamente, a la Congregación de la Fe como otros muchos
más de la Iglesia universal. Se habla en unos sitios de doscientos y en otros
de trescientos. Al frente de tal Congregación
puso Juan Pablo II a un hombre de su total confianza, el Cardenal
Ratzinger, futuro Benedicto XVI.
Encomendado el “cuidado” del dogma y la moral a Ratzinger, inició Juan Pablo II, su “nueva
Evangelización”. Dotado de grandes cualidades de comunicación y firmeza,
firmeza arrolladora y, seguramente, de santidad, comenzó el desmontaje del
Vaticano II, desde un punto de vista teológico, jurídico y pastoral. Para ello
contó con los llamados “nuevos movimientos” de los que, al menos un par de
ellos se pasaron varios pueblos en su tomadura de pelo a Juan Pablo II,
aunque donaron al Vaticano pingües
fortunas que taparon agujeros y compraron voluntades.
Desde Roma, y contando con el
Nuncio y los cardenales de Madrid, se acabó con los obispos proclives a la
apertura de la Iglesia. Se eligieron obispos no dotados humanamente, pero sí
pertrechados de un gran bagaje de ideas restauracionistas. Se prohibieron
intervenciones públicas de teólogos sospechosos, se denunció y persiguió de
todas las maneras posibles ideas revisionistas acerca de una teología
anquilosada y apolillada, que no daba respuestas a las preguntas del mundo. La
intransigencia ante los problemas sexuales llevó a intervenciones
auténticamente tristes y pobres, que llevaron a muchos sufrimientos…. y a mucha
risa.
Muchos de estos obispos, con su
aceptación del Episcopado, arribaron en sus vidas al cumplimiento
del “Principio de Peter”: “Como individuos, tendemos a trepar hacia
nuestro nivel de incompetencia. Nos comportamos como si lo mejor fuese trepar
cada vez más arriba, y el resultado lo tenemos a nuestro alrededor: las
trágicas víctimas de una irreflexiva escalada”. De “trepas” y “carreristas” ha
hablado ya mucho el Papa Francisco. ¿Victimas? Muchas. De ellas hablo en mi
“carta de apoyo” al Obispo de Córdoba (DEIA, 1-ix-2015). Ahora me quedo sólo
con los ominosos silencios individuales
y colectivos ante los grandes delitos sociales, económicos y políticos
en nuestro país. Han configurado una renuncia explícita a la misión profética
del cristiano. No quiero dejar de lado el fraude y la inmoralidad en la utilización de nuestros
medios de comunicación, pagados por todos: la COPE y 13Tv.
Conclusión. Me quedo con el
título del artículo de Vida Nueva (Nº
2.963) “Obispos para salir del búnker”.
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