Jesus
Martínez Gordo
Un recuerdo
de este estilo (por supuesto, agradecido) es particularmente necesario en un
tiempo como el nuestro en el que la involución eclesial activada (y padecida) durante
los últimos treinta y cuatro años ha buscado “sacralizar” al cura, promoviendo una
identidad presbiteral más atenta a Trento que al Vaticano II. Es preciso reconocer
que, en muchos casos, lo ha logrado. Sobre todo, cuando los presbíteros han
acabado recluidos en las sacristías y han hecho de semejante reducto el santo y
seña de su espiritualidad e identidad presbiteral.
Jean Kammerer y el barracón de sacerdotes en el campo de Dachau:
Un admirable ejemplo de espiritualidad y secularidad
La justicia
con los curas mayores me impulsa a recordar al francés Jean Kammerer, un presbítero
diocesano secular que sobrevivió en el campo de concentración de Dachau y que ejerció
su ministerio como articulación de presidencia, liturgia, palabra y secularidad
desde la primacía de estas dos últimas dimensiones: “Id por el mundo y anunciad
la Buena Nueva”
de un Dios que ha rescatado al Crucificado de las garras de la muerte y que,
desde entonces, se hace presente, de manera particular, en los crucificados de
este mundo y de todos los tiempos (Cf. Mc, 16, 15). Estad presentes “en el
mundo” sin confundiros con él; siendo, a la vez, caricia para los crucificados
y aguijón para los victimarios (Cf. Jn. 17, 14-15).
Un recuerdo
de este estilo (por supuesto, agradecido) es particularmente necesario en un
tiempo como el nuestro en el que la involución eclesial activada (y padecida) durante
los últimos treinta y cuatro años ha buscado “sacralizar” al cura, promoviendo una
identidad presbiteral más atenta a Trento que al Vaticano II. Es preciso reconocer
que, en muchos casos, lo ha logrado. Sobre todo, cuando los presbíteros han
acabado recluidos en las sacristías y han hecho de semejante reducto el santo y
seña de su espiritualidad e identidad presbiteral.
Quizá,
por ello, es saludable recordar (a pocos meses de su fallecimiento) la
trayectoria de Jean Kammerer, un cura diferente (y, por ello, “normal”) al
impulsado durante una buena parte del período postconciliar. Y recordarlo como un
testimonio interpelador, a la vez que estimulante, por su articulación de
secularidad y espiritualidad [1].
***
El
25 de enero de 2013 informaba la prensa francesa de la muerte, el día anterior,
de J. Kammerer, un cura de 94 años, totalmente
desconocido en las iglesias de habla española y, sin embargo, relevante para la
historia del sacerdocio en el siglo XX por su reclusión (y testimonio) en el campo
de concentración de Dachau durante el nazismo.
En
1995 J. Kammerer publica el Diario que había ido escribiendo en el llamado
barracón de los curas en el campo de concentración de Dachau (“Mémoire en
liberté. La baraque des prêtes à Dachau”).
Él era uno de los
más de 2.700 religiosos (2579 curas católicos, 109 pastores protestantes, 22
ortodoxos griegos, 8 viejos católicos maronitas y 2 musulmanes) que padecieron
en sus carnes el campo de concentración de Dachau.
Ecumenismo en
medio de la tragedia
El libro
arranca con un prefacio de Jacques Prévotat en el que adelanta cómo todos los
curas y religiosos de otras confesiones presos por el III Reich fueron
agrupados (gracias a una intervención de la Santa Sede) en Dachau y
cómo ocupaban el bloque 26, conocido como “el barracón de los curas”. Los sacerdotes
polacos –hacinados en el barracón número 28- padecieron unas condiciones de
vida mucho más penosas.
Jacques
Prévotat subraya que en el libro de J. Kammerer se habla de cómo se vivía y se
padecía en el bloque 26. Si bien es cierto, apunta, que la vida de los curas en
Dachau conoció indudables “privilegios” (poder celebrar misa, tener una capilla
o estar exentos de trabajos penosos), también lo es que padecieron todas las
demás dificultades, desgraciadamente “normales” en un campo de concentración:
hambre, frío, miedo, enfermedades, vejaciones, riesgo permanente de muerte y un
largo etcétera.
El autor de
este prefacio invita, además, a no incurrir en ningún idealismo: también entre
los curas aparecían las limitaciones propias de la condición humana, a pesar de
que casi todos profesaran la misma fe. Y más, en una situación límite como les
tocó padecer.
Si algo
positivo hubiera que extraer de esta trágica y, por otro lado, atípica
situación, concluye Jean Prévotat, habría que retener la experiencia de
ecumenismo que allí se vivió y el diálogo con la increencia.
En Dachau,
efectivamente, se sentaron las bases para un auténtico diálogo entendido no
tanto como comunicación de ideas cuanto como compartición de vidas y
experiencias. A partir de entonces, se hizo más patente que son éstas últimas
las que posibilitan los acercamientos e intercambios ideológicos.
Un cura comprometido
Jean
Kammerer arranca su narración en 1941, en el seminario universitario de Lyon.
Allí conoció a dos superiores (Pierre Girard y Louis Richard), ambos contrarios
al régimen de Vichy (por su connivencia con la ocupación alemana) y
comprometidos en el ocultamiento de judíos. El instituto Yad Vashem de
Jerusalén les concederá, años después, el título de “Justos” por su compromiso
en favor de los judíos durante la guerra.
A la sombra
de estos maestros, Jean Kammerer tiene dificultades con el régimen de Vichy por
difundir un panfleto en el que se apoyaba la negativa del presidente Roosevelt
(10.V.1941) a aceptar que el pueblo francés hubiera aceptado libremente
colaborar con una nación que le estaba oprimiendo económica, moral y
políticamente.
El 24 de
junio de 1943 es ordenado sacerdote y se le encomienda formar parte del equipo
presbiteral de Montbéliard.
Al año
siguiente, será encarcelado e interrogado en los calabozos de la Gestapo por haber ayudado
a esconderse a dos jóvenes.
Camino de Dachau
A partir de
este momento, comienza su particular y dramático éxodo hacia Dachau, lugar al
que llega vestido (como otros compañeros curas) con una raída sotana el 29 de
octubre. Les esperaban, recuerda J. Kammerer, los SS con sus perros lobos. Eran
las 9 de la mañana.
En el
camino hacia el campo se cruzaron con personas que muy probablemente iban a
misa y que no podían salir de su sorpresa al ver a sacerdotes entre los
clasificados por la propaganda oficial nazi como “terroristas”.
El autor
cuenta cómo -una vez liberado- pudo hablar con el cura de Dachau sobre el grado
de conocimiento que tenían de lo que estaba sucediendo en aquel recinto. Éste
le comentó que “se sabía y no se sabía. En cualquier caso, no se hablaba de
ello”.
El ingreso
en el campo pasaba por una cuarentena degradante de tres semanas. Esta
cuarentena sólo será aliviada por las visitas de algunos curas del bloque 26.
Gracias a ellas, confiesa J. Kammerer, se animaba el espíritu, se fortalecía la
paciencia, se tenía la oportunidad de comulgar y se recibía algún alimento
suplementario.
“Una Europa en miniatura”
Finalizado
el tiempo de la cuarentena, es destinado al barracón de los curas que Jean
Kammerer describirá como “una Europa en miniatura”.
La entrada
en este singular barracón le permite percatarse de las dificultades
lingüísticas existentes, así como tener conocimiento de las divisiones que se
daban entre los curas polacos: formaban dos castas según su procedencia
socioeconómica fuera pobre o rica (y más concretamente, propietario o no de
tierras). De todas formas, matizará, es probable que estas consideraciones
puedan ser un poco sumarias debido a la falta de comunicación existente. En
este bloque también debía haber curas del talante de Maximilian Kolbe.
En Dachau
no había rabinos. Éstos no recibieron el mismo trato que los sacerdotes de las
restantes religiones. Tuvieron que compartir la suerte de sus hermanos judíos
en Auschwitz o en Treblinka: la
Shoah. Ya se intuía, apunta Jean Kammerer, que el trato a los
judíos era particularmente sádico: hacia finales de abril llegó el último tren
de deportados compuesto por judíos húngaros a quienes los SS habían dejado
morir en los vagones.
Cuando
empezaron a darse cuenta de su “privilegio” no faltaron las discusiones ni la
perplejidad. No acababan de explicarse su situación. Concretamente, los curas
alemanes se preguntaban por la contrapartida que hubiera podido obtener el
gobierno del III Reich, en el caso de que hubiera habido alguna negociación con
el Vaticano.
Ésta sigue
siendo una incógnita sin despejar del todo todavía en nuestros días.
“Privilegios” y miserias humanas
También en
este peculiar barracón afloraban, como era de esperar, las miserias humanas.
Jean Kammerer las va apuntando con particular delicadeza, cariño y dolor.
Así, por
ejemplo, los curas alemanes eran la mayoría dominante en el bloque 26. Y, a
veces, a su mayoría cuantitativa se añadía cierto aire de superioridad. La
pertenencia a un colectivo humano fuerte era importante. Ello permitía
compartir las ayudas alimentarias y los libros que se recibían del exterior y,
además, evitaba convertirse en el saco de los golpes o en el chivo expiatorio
cuando algún comportamiento indebido (por ejemplo, un robo) no quedaba suficientemente
esclarecido.
Como
curiosidad, Jean Kammerer también registra la existencia de un cura español,
liberado el 29 de abril de 1945.
La ausencia
de trabajo y la disposición de mucho tiempo libre permitían dedicarse a la
oración y, sobre todo, a las conversaciones teológicas, eclesiásticas y
políticas.
Nosotros, apunta
irónicamente J. Kammerer, éramos de los pocos que podíamos reírnos de la divisa
que se podía leer en la entrada al campo: “Arbeit macht frei” (“el trabajo hace
libre”). Solo discutiendo se podía combatir la desesperanza que poco a poco se
iba apoderando, también, de los curas.
Un tema que
curiosamente fue objeto de bastantes diálogos fue el de la relación entre la Acción Católica y
la parroquia. Jean Kammerer se refiere a este asunto en un par de ocasiones.
Un obispo entre los curas
La capilla
y la vida que había a su alrededor justifica que dedique un capitulo a hablar
de ella. La presencia de Monseñor Piguet, el único obispo que pasó por el
campo, da pie a unas cuantas e interesantes páginas. Emocionante es la
ordenación sacerdotal del diácono Karl Leisner, muerto en Munich el 12 de
agosto de 1945 y beatificado por Juan Pablo II.
Este
capítulo finaliza haciéndose eco de cómo los curas alemanes contaban que
estando un buen día uno de ellos solo y arrodillado delante del sagrario, entró
un SS y, después de golpearle, le obligó a ponerse de rodillas delante de él.
Imagen,
escena y final de capítulo desgraciada y difícilmente superable en la carga
simbólica que presenta.
¿Concentración o exterminio?
En la
sección siguiente proporciona algunos datos que avalan la calificación de este
campo como “campo de muerte”: todos los días había entre cien y ciento
cincuenta fallecimientos. Todos los días la misma “rutina. ¡Cómo nos habíamos
habituado a este espectáculo!, confesará Jean Kammerer. Todos los días lo mismo
y nosotros no prestábamos casi ni atención. Una vez liberados -que era lo que
en verdad esperábamos- ¿nos provocaría todavía alguna emoción la vista de un
muerto? ¿Nos quedarían lágrimas ante el fallecimiento de un cercano?”.
El tifus,
la superpoblación, el hambre y el frío (no faltaron días con veinte grados
centígrados bajo cero) fueron los mejores aliados de la política
exterminacionista del III Reich. Propiamente hablando, Dachau no fue un campo
de exterminio, pero surgen dudas (que no han podido ser erradicadas) sobre el
empleo de una o varias cámaras de gas. Jean Kammerer se limita a aportar datos
esclarecedores al respecto, esperando que el lector saque sus propias
conclusiones.
La tensión,
el drama, las últimas bestialidades de los nazis, el levantamiento de los
internados y las difícilmente evitables venganzas de los últimos días tienen su
capítulo propio.
Liberación y “convalecencia para la memoria”
El 29 de
abril de 1945 entran, por fin, los americanos en el campo y se inicia una
liberación escalonada.
Dramática
es la visita que Jean Kammerer gira con su hermano Teófilo a los diversos
departamentos del campo el 8 de mayo. Como conmovedora es su reacción ante
tanta barbaridad: “Le vi, con todo lo médico que era, recular ante los
barracones de la enfermería donde el estado de los enfermos era espantoso. Él
me dijo: ‘Para, es suficiente’.
Este
capítulo termina, una vez más, con un comentario que es todo un símbolo: cuando
finalmente puede regresar a su parroquia ya es verano. Es un tiempo de reposo y
de recuperación de fuerzas. “De lo que pasó en el campo, me acuerdo. Pero tengo
un vacío del verano del 45 y del año 46: también era necesaria una especie de
convalecencia para la memoria”.
Espiritualidad a la “sombra” de Dachau
El epílogo
está dedicado a narrar, tan sobriamente como en los capítulos anteriores, de
qué manera la experiencia de Dachau ha marcado los años posteriores de Jean
Kammerer: haciéndole apostar por los débiles, por los enfermos, por el respeto
de los derechos humanos, por la reconciliación franco-alemana y por el diálogo
tanto ecuménico e interreligioso (en particular, con los judíos) como con los
increyentes.
No falta
una oportuna y crítica reflexión sobre la justificación de la pena de muerte en
el Catecismo de la
Iglesia Católica: “una ocasión perdida por la autoridad
doctrinal de la Iglesia
para presentar un discurso profético que podría haber hecho moverse a la
opinión pública por ejemplo en los Estados Unidos o en algunos países de África
…”.
El
testimonio de Jean Kammerer finaliza indicando cómo estos últimos años de su
vida había pedido (y se le concedió) ejercer su ministerio como capellán, con
un equipo de siete laicos, en un hospital de enfermos incurables: “un ámbito
simbólicamente parecido al de los campos”; una tarea que desempeña como agradecimiento al “Amor de Jesús crucificado-resucitado” (…),
particularmente “presente en la noche de los campos”.
El libro concluye
con un dossier en el que se recoge toda la documentación a la que ha tenido
acceso sobre el campo de concentración de Dachau y sobre las conversaciones que
sobre dicho campo se mantuvieron entre el III Reich y el Vaticano.
Un testimonio sobrio y contenido
Si hubiera
que resaltar algún aspecto crítico que superar, retendría la sobriedad del
testimonio. Diríase que la preocupación por el rigor, por no inflar la
barbaridad y la tragedia vividas hacen que J. Kammerer ofrezca una comunicación
contenida y parca, con contadas consideraciones personales. Muy probablemente,
por ello, se echa de menos un testimonio que, ceñido a los datos objetivamente
recogidos, abundara en la comunicación de experiencias y reflexiones más
personales.
De todas
formas, ésta no deja de ser una observación de tono menor cuando se recuerda
toda la literatura que han suscitado el campo de exterminio de Auschwitz
(símbolo, para la gran mayoría, de la desesperanza, de la derrota, de la
indignidad, de la estupidez humana, del sometimiento y de la muerte) y Dachau
(símbolo, para no pocos, de la esperanza, de la resistencia en la derrota, del
diálogo, del ecumenismo, del levantamiento –cierto que hacia el final- y de la
esperanza que brota, a pesar de todo, de la muerte).
La
comparación entre Auschwitz y Dachau sigue siendo, todavía en nuestros días,
una fuente de inspiración y reflexión; por supuesto, que más allá de nuestras
fronteras. Quizá, por ello, es bastante desconocida entre nosotros. Y
probablemente, también por ello, Auschwitz sigue ocupando (sobre la base de
testimonios más desesperanzados que el aportado por Jean Kammerer) un puesto
capital en nuestro mundo simbólico y reflexivo.
¿Habrá
llegado ya el momento de reconsiderar estos dos campos en su aparente y
dialéctica diferencia, así como en su incuestionable proximidad de horror,
drama y degradación humana?
Si así
fuera, el cura J. Kammerer tendría una palabra que decir.
[1] Se puede leer el artículo completo en
SURGE 71 (2013) 675-676, pp. 115-125: Jesús Martínez Gordo, “Espiritualidad y
secularidad. Jean Kammerer y el barracón de sacerdotes en el campo de Dachau”
Buenas tardes, me gustaría saber si hay traducción del libro al castellano. Soy seminarista y me gustaría leerlo. Excelente artículo.
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