miércoles, 2 de julio de 2025

LA REVOLUCIÓN PENDIENTE: frente a la polarización y la degradación

Fuente:   Mensajero, DSI, Julio-Agosto

 

EN tiempos marcados por la polarización, la crispación emocional y la degradación del lenguaje político, la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) debe ser una fuente crítica e inspiradora para quienes desean construir una política distinta. Una política que no se reduzca al cálculo de intereses, al antagonismo permanente o al marketing de los afectos, sino que recupere su vocación original: el cuidado del bien común y el servicio a la dignidad humana.

Lejos de ser una doctrina abstracta, la DSI hace un planteamiento moral y estructural para pensar y ejercer el poder desde una lógica relacional y no destructiva. La Iglesia, a través de ella, no propone un modelo de Estado ni se alinea con opciones ideológicas, sino que ofreceprincipios capaces de orientar la acción política en cualquier contexto: bien común, dignidad, solidaridad, subsidiariedad, destino universal de los bienes, opción por las personas pobres y vulnerables.

En contextos donde la política se ha convertido en un campo de batalla simbólica y mediática, donde las instituciones se ven atrapadas en dinámicas de enfrentamiento estéril, la DSI recuerda que el verdadero conflicto no es entre derechas e izquierdas, sino entre una política que sirve a la vida y otra que la instrumentaliza. La polarización, alimentada por intereses tácticos y estrategias comunicativas de corto plazo, ha contaminado la gestión pública, reduciéndola a trincheras, bloqueos y venganzas recíprocas.

Frente a esta lógica destructiva, el principio del bien común adquiere una fuerza subversiva: exige cooperación, acuerdos, visión compartida. Gobernar no es imponer ni anular, sino articular diversidades para lograr condiciones de vida dignas para todas las personas. En sociedades fracturadas, el bien común no es un punto de llegada, sino un horizonte que requiere mediaciones políticas maduras, sentido del límite y apertura al otro.

La dignidad humana, que está en el centro de la DSI, obliga a humanizar la política: escuchar más que gritar, cuidar más que castigar, integrar más que excluir. No hay verdadera democracia si se construye sobre la humillación del adversario o sobre la exclusión sistemática de personas o ideas disidentes. La dignidad se defiende también en la forma en que se debate, se gobierna y se gestiona el desacuerdo.

El principio de subsidiariedad, malentendido muchas veces como es centralización técnica, es en realidad una propuesta de redistribución del poder: dar espacio real a las comunidades, a los territorios, a la sociedad civil. Frente a una política hipertecnificada y centralista, subsidiariedad significa confiar en la inteligencia colectiva y fortalecer las capacidades locales sin desentenderse del todo.

La solidaridad, por su parte, es un llamado radical a superar el egoísmo colectivo. Frente a la tentación de usar la política para blindar privilegios, se nos pide diseñar estructuras que protejan a las personas frágiles, a los últimos, a quien han sido descartadas. La gestión pública que no considera esta prioridad es injusta, aunque sea legal.

Y cuando los bienes comunes –agua, salud, educación, territorio, clima– se convierten en botín de la disputa partidaria o en campo de apropiación privada, el principio del destino universal de los bienes nos recuerda que la función social de los recursos está por encima de cualquier apropiación o especulación.

La DSI no idealiza la política, pero tampoco la abandona al cinismo. Reconoce su ambivalencia: es lugar de pecado, pero también de gracia. La política puede ser instrumento de dominación, pero también de liberación. El compromiso cristiano –y también el compromiso ético laico– no puede resignarse a observar, ni mucho menos a reproducir la lógica de trincheras que hoy paraliza y pervierte las instituciones.

Hoy más que nunca, necesitamos mujeres y hombres capaces de hacer política con otros códigos, con otra profundidad. No desde la ingenuidad, sino desde la esperanza. No desde la superioridad moral, sino desde la humildad activa. No desde la pureza, sino desde la encarnación.

La Doctrina Social de la Iglesia no sustituye el análisis político ni reemplaza la técnica de la gestión pública, pero sí ofrece lo que muchas veces falta: criterios éticos, sentido trascendente y orientación al servicio. Frente a la polarización destructiva, es urgente una política que vuelva a poner en el centro a las personas, especialmente a las más vulnerables. Esa es la verdadera revolución pendiente.

EDUARDO ESCOBÉS

 

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