NOTA: En el equipo de mantenimiento del BLOG hemos llegado a entender que,
en las circunstancias que nos envuelven (el CONFINAMIENTO POR
«COVID-19») bien podríamos prestar el servicio de abrir el BLOG a
iniciativas que puedan redundar en aliento para quienes se sientan en
soledad, incomunicadas o necesitadas de expresarse.
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Fuente: DIALNET
Felisa Elizondo
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Este otoño, con motivo de su
canonización, redescubriremos en la fachada de la
Basílica de San Pedro la mirada
del hermano Carlos, la que en las últimas fotografías trasparenta la ternura
con que contempló a sus vecinos touareg
y el desierto pedregoso que rodea Tamanrasset, su también último paisaje. Alli,
a la puerta de su refugio de adobes, quedó el cuerpo del que quiso ser hermano de todos atravesado por un
disparo. Y semienterrado en la arena el ostensorio simple ante el que había
pasado noches enteras. Era el 1 de diciembre de 1916.
Hemos empezado por hablar de su muerte a los 58 años en una soledad difícil de imaginar (que hoy por hoy los reportajes nos ayudan a sospechar) y es inevitable advertir el contraste entre la figura blanca de un ermitaño pobre, prematuramente envejecido, como es la del hermano Carlos, con el porte de un joven oficial del ejército francés con que aparece en retratos de juventud. Un militar al que los informes no siempre se referían con tonos elogiosos, dado que su conducta no fue siempre la esperada en un “hombre de honor”. Entre unas y otras imágenes median decisiones que siguen llamando la atención cuando se lee alguna de las excelentes biografías accesibles.
Porque en la vida de este explorador nato, subyugado por la inmensidad del desierto, no faltaron irregularidades al tiempo que realizaba auténticas proezas y se adentraba en viajes aventurados por un Marruecos poco conocido, y una tormentosa Argelia, por entonces bajo dominio francés. Pero es inevitable también asombrarse ante lo radical de su conversión y su búsqueda sin descanso de lo que entendía requerido por el amor de Alguien cuyo nombre ha dejado escrito con trazos típicos: “Jesus-Caritas”
Nacido en Estrasburgo en 1858 Eugène-Charles de Foucauld, en una familia de nobleza antigua, perdió muy pronto a sus padres y quedó al cuidado de su abuelo que, tuvo que trasladarse por causa de la guerra franco-prusiana pero se ocupó de que quien iba a heredar el título y las propiedades tuviera una educación adecuada a su rango, además de una cierta iniciación cristiana al estilo de su siglo. Secundando los deseos de su abuelo, ingresó en 1876 en la prestigiosa Academia de Saint Cyr. Era el comienzo de una carrera prometedora, aunque las calificaciones obtenidas en los años sucesivos no lo muestran precisamente como un alumno brillante sino más bien dado a formas de diversión en las que gastaba despreocupadamente con sus compañeros los bienes heredados a la muerte de su abuelo, por quien había sentido un gran afecto.
En su expediente han quedado registradas algunas dificultades que tuvo con la disciplina militar. Así, sabemos que, enviado como oficial en 1880 a Sétif (Argelia) fue despedido pronto por “notoria mala conducta”, aunque poco después reincorporado para participar en la guerra contra el jeque Bouamama. Pero también hay constancia de que el joven vizconde de Foucauld, de carácter inquieto, en 1882 se embarcó en la empresa de explorar el entonces poco conocido Marruecos haciéndose pasar por judío y no despertar la hostilidad de los nativos. Pero la calidad de su trabajo de reconocimiento de aquel territorio africano le valió nada menos que la medalla de oro de la Sociedad de Geografía de París y la publicación de su libro Reconnaissance au Maroc (1883-1884) que le valió un nombre entre los estudiosos.
Una conversión no tan repentina
En Marruecos quedó impactado por la fe de los musulmanes: “el Islam me produjo una impresión profunda. La vista de aquella fe, de aquellas almas que vivía en la presencia continua de Dios, me hizo entrever algo más grande y más verdadero que la ocupaciones mundanas: ad maiora nati sumus”, escribe al recordarlo.
De vuelta a París, reapareció en él la inquietud,
que era un rasgo saliente de su espíritu aventurero y, sobre todo, le asaltó la
pregunta por el sentido de su vida: “Mi corazón y mi espíritu – anota en 1886–
seguían lejos de vos (...) pero... vos habíais roto los obstáculos,
reblandecido el alma y preparado la tierra, quemando las espinas y la maleza”. La
soledad de un apartamento en aquella ciudad que ahora le resultaba “extraña”, y
el reencuentro con su prima Marie de Bondy, una de las personas más apreciadas
y admiradas por él desde que era un niño, fueron factores decisivos en su
acercamiento a la iglesia. Sentía que, en contacto con ella, la fe de la
infancia asomaba de algún modo, y empezó a repetir a modo de súplica espontánea:
«Dios mío, si existís, haced que yo os conozca», mientras entraba y salía de
alguna iglesia. Charles contó hasta el final de sus días con el apoyo —también
material— y el consejo de esta mujer, a la que confió en sus muchas cartas, con
la mayor sinceridad, sus búsquedas y oscuridades. Fue Marie quien le presentó
al abate Huvelin.
Entre los relatos de conversiones de finales del XIX y la primera mitad del siglo XX se suele colocar el encuentro en la iglesia de Saint-Augustin y la confesión de Charles de Foucauld con este sacerdote, que le dio también la comunión y fue en adelante un verdadero guía en su camino de fe. Era el 29 o 30 de octubre de 1886. El pasado quedó muy atrás cuando entendió que, “una vez conocida la existencia de Dios, ya no podría vivir sino para Él”, según sus propias palabras.
Oyó decir también al P. Huvelin una frase que se le grabó a fuego y marcó sus decisiones ulteriores: “Nuestro Señor tomó el último lugar, que nadie pudo arrebatárselo”. Así, desde el principio, conversión y vocación se sueldan. El desordenado lector de autores ajenos a la fe comenzó a dedicar toda su atención a la lectura y meditación de los Evangelios y a algunos tratados de vida cristiana conocidos en la Francia de su tiempo.
Nazaret: punto de partida
En 1888 (el mismo año en que Teresa de Lisieux ingresa en el Carmelo) peregrinó a Tierra Santa para rastrear allí las huellas de Jesús de Nazaret. Hizo cesión del título y los bienes a favor de su hermana y, tras una dolorosa despedida de los suyos de la que en sus cartas habla como de un sacrificio terrible —”sacrificio que, a lo que parece, me costó todas mis lágrimas, pues desde entonces, desde aquel día ya no lloro...”— entró en la Trapa de Notre-Dame des Neiges. De esta pasó, siempre en el intento de seguir al Nazareno en la mayor pobreza, a la de Akbès, en Siria, entonces bajo el Imperio otomano, en la que vivió varios años.
Allí encontró la ayuda de buenos
maestros de la vida monástica y leyó las obra de Santa Teresa, de las que ha
dejado copiados cuidadosamente, con su letra diminuta, unos cuantos textos, hasta
el punto que J. F. Six, uno de los que ha estudiado con dedicación su
itinerario, habla a este propósito de “una influencia directa y absolutamente
predominante que envuelve toda la vida espiritual de Charles de Foucauld”.
Porque una y otro se muestran fuertemente atraídos por la presencia amiga de Jesucristo.
Pero estando en Akbés, a distancia de su país de origen y “bajo otro cielo”, la
visión de la pobreza de las gentes que rodeaban a la ya de por sí austera Trapa,
le lleva a soñar con otras posibilidades de seguir más radicalmente a Jesús, y compone
incluso una Regla para una fundación que querría fuera de veras “socialmente
pobre”. Un sueño éste de imitar más de cerca al Maestro que duró tanto como su
vida.
Así, sin cesar en una búsqueda que no parece
cesar en su trayectoria, abandona su pertenencia a la Trapa, aunque la
despedida le resultó nuevamente algo muy costoso. Y en 1897 vuelve a Tierra
Santa donde, acogido al monasterio de clarisas de Nazaret, ensaya una forma de
vida eremítica en la que era posible realizar su ideal de pobreza, que reúne el
trabajo humilde y la adoración eucarística: la que hoy es reconocida como una
forma de vida típicamente suya: oculta, hecha de contemplación y de trabajo
manual. Una vida silenciosa que irradia con su testimonio.
En Nazaret redacta la Regla que desea para los que llamará “ermitaños del Sagrado Corazón” y él mismo se firma como “fray Carlos de Jesús”, consciente de lo que implica ese nuevo nombre. En el rincón que le ceden las religiosas, adora y medita largamente los pasajes bíblicos, y se detiene en los de la vida de Jesús. Lee autores de la tradición como el Crisóstomo y, sobre todo, los místicos. Allí, entre 1897 y 1900, escribió muchas páginas con meditaciones que se consideran fundamentales para conocer su vivencia espiritual, como la reflexión en la que se inscribe la conocida Oración de abandono.
Padre me pongo en tus manos...
A
propósito de esta oración, una de las más bellas del siglo XX y ampliamente
divulgada, a veces en forma más breve, sabemos que se encuadra en las
meditaciones de los Evangelios que Carlos de Foucauld escribió en la Trapa de Akbés (Siria) (1890-1896). Al comentar
las últimas palabras de Jesús: “Padre
mío, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46), escribe:
“Esta es la última oración de nuestro Maestro, de nuestro Bienamado… Pueda ser la nuestra… Y que ella sea, no solamente la de nuestro último instante, sino la de todos nuestros momentos”.
Y a continuación:
‘Padre mío, me entrego en vuestras manos;
Padre mío, me abandono a Vos;
Padre, Padre mío, haz de mí lo que os plazca;
sea lo que hagáis de mí, os lo agradezco;
gracias de todo, estoy dispuesto a todo;
lo acepto todo; os agradezco todo;
con tal que vuestra Voluntad se haga en mí, Dios mío;
con tal que vuestra Voluntad se haga en todas vuestras criaturas,
en todos vuestros hijos, en todos aquellos que vuestro Corazón ama,
no deseo nada más Dios mío;
en vuestras manos entrego mi alma;
os la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón,
porque os amo y porque esto es para mí una necesidad de amor:
darme, entregarme en vuestras manos sin medida;
me entrego en vuestras manos con infinita confianza,
pues Vos sois mi Padre…”
(Escritos espirituales, Ed. Studium, Madrid 1958, 32).
En el Sahara y con los tuareg
Sólo después de superar una resistencia al
cambio de estatus que implicaría ser sacerdote, aceptó realizar estudios de
teología en Roma y ser ordenado sacerdote en la diócesis de Viviers
(Francia) en junio de 1901. La voluntad de servir fue factor decisivo en la
aceptación. Y comenzó esa tarea en Béni Abbès, un enclave del ejército francés en
pleno Sahara argelino, donde pudo advertir y denunciar aspectos
deplorables de la colonización como la que llamó “la monstruosidad de la esclavitud”. Semejante constatación le
indujo a seguir nuevamente la llamada a estar entre “los últimos” y ocupar “el
último lugar”. Sin contar con seguidores —su sueño de crear alguna forma de unión
que compartiera su ideal misionero era persistente— desarrolló con los bereberes una
forma de evangelización silenciosa, basado en el compartir su vida, en el
despliegue de bondad y en el ejemplo de una vida humilde y desinteresa.
Si al entrar en la Trapa había hecho
cesión de sus bienes, también presentó su cese en el ejército francés y en la
Sociedad Geográfica que le había dado fama entre los especialistas. Despojado
de todo y sin llegar a encontrar compañeros para sus proyectos, acometió una
última travesía hasta alcanzar en 1906 las montañas de el Hoggar en donde encontró juntas la soledad del desierto y la
posibilidad de “hacerse hermano” sirviendo a gentes endurecidas y difícilmente
abordables como eran los tuaregs.
En medio de parajes desérticos, de una
aridez extrema y asolados por un viento también extremo, estudió la cultura y
la lengua targuí, la de aquellas tribus
nómadas, durante más de doce años y compuso el primer diccionario tuareg-francés. Un obra de investigador
que constituye hasta ahora mismo una referencia fundamental.
Sin otro éxito que el recuento de nombres franceses que simpatizan con su propuesta de una Unión que sostuviera una presencia misionera como la que él vive, atraviesa momentos de debilidad extrema, que se compensan con el poder celebrar alguna vez la eucaristía en Asekrem o Tamanrasset. Aunque para Foucauld, la presencia eucarística que irradia realmente si es llevada hasta lugares a donde casi nadie llega para percibirla, es inseparable de la de algunos cristianos que, también realmente, testimonien una amistad y una bondad a toda prueba que roturen el terreno del anuncio. Su forma de entender la tarea es la de abrir caminos, una preparación que seguramente requerirá de tiempos largos antes de que el evangelio pueda ser escuchado. Una presencia humilde en la que el respeto y el diálogo sean garantes de la buena noticia de Jesús que se ofrece en libertad.
Los estatutos de la Unión redactados por él pormenorizan esa forma de misión. En un pequeño cuaderno el hermano Carlos la resume en unas líneas: “Mi apostolado ha de ser el apostolado de la bondad... Si se me pregunta por qué soy dulce y bueno, tengo que responder que porque soy servidor de uno mucho mejor que yo”.
En 1915, por causa de la guerra, no pudo viajar a Francia donde había hallado entre otras adhesiones la acogida de un conocido arabista como Massignon que mantuvo vivo su recuerdo tras su muerte. Y como adelantábamos, el 1 de diciembre de 1916, el hermano Carlos fue asesinado por un muchacho atemorizado ante un grupo de rebeldes que irrumpieron en la ermita levantada en pleno Sahara argelino.
Tenía 58 años y su nombre aparece encabezando
los trabajos que realizó en campos como la geografía, la geología y la
lexicografía. Pero, a distancia de un siglo de su muerte, le son reconocidas
universalmente sobre todo: una radical adhesión al evangelio, su búsqueda de
los últimos y su sensibilidad para encuentro con el islam.
Y aquel final aparentemente sin sentido y en una soledad extrema se puede leer también hoy, a la vista de los numerosos grupos y los miles de seguidores de la espiritualidad del desierto que forman su Familia, como una ratificación de la verdad evangélica del grano de trigo que muere.
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