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Jesús Martínez
Gordo
Vida Nueva
09.V.2020
Nunca me ha gustado el gnosticismo,
sobre todo, por su desprecio o, al menos, descuido del espesor de la historia.
Y ahora, en pleno “boom” de misas telemáticas, tengo la sensación de que puede
irrumpir con una fuerza inusitada, si acabamos trasladando lo que es propio de
tiempos excepcionales (dichas eucaristías telemáticas) a lo habitual (a las
presenciales). Y como, contrapunto reactivo, tampoco me ha gustado nunca la profusión
desmedida de celebraciones eucarísticas para llegar a cuantos más, mejor; no
importando hacer del cura un funcionario (cuando no, un autómata) eucarístico.
Confieso que en estos días de confinamiento he sido testigo
de una modesta iniciativa que me parece cargada de futuro y a medio camino
entre tales extrapolaciones: muchas comunidades cristianas han formado redes gracias
a las cuales han mantenido (e incrementado) la relación entre sus miembros
hablando de lo divino y de lo humano e interesándose por otras personas que, pertenecientes
a la comunidad, no tenían acceso a ese modo de contacto, pero de cuya situación
si se tenía conocimiento. Las redes sociales han ayudado a formar una especie
de “círculo o núcleo primero”. Creo que, finalizadas las misas en “streaming” y
reabiertos los templos con las limitaciones de aforo conocidas y los temores
que, sin duda, aflorarán entre una buena parte de los participantes habituales,
sería bueno desechar la idea de celebrar misas como se pueden fabricar churros
(una tentación que —por lo que me dicen— ronda a muchos de nuestros obispos y también
a algunos curas) e invitar a los miembros de esos chats (ese “circulo primero”
de la comunidad) a que, participando en estas “eucaristías en desescalada”,
puedan llevar y repartir, a quienes lo soliciten, la comunión.
Recuperaríamos, sencilla y creativamente, una vieja y añorada
figura: la de los diáconos y diaconisas que, siendo la voz de los pobres, enfermos,
ancianos e impedidos ante la comunidad, lo serían también de la comunidad ante
ellos y con ellos. Por eso, en estas “eucaristías en desescalada” tendría que
haber un momento especial, quizá en la homilía, en la oración de los fieles y
también en el canon, para recordar a las personas visitadas y conocer su
situación. Y así, teniéndolas presentes en nuestra oración y corazón, incrementar
los vínculos de pertenencia a una comunidad que tiene la oportunidad de dejar de
ser, gracias a la pandemia, tan solo un conglomerado humano.
Supongo que activando una iniciativa de este estilo (u otra
parecida) articularíamos lo que sabiamente gustaba recordar S. Vicente de Paul
cuando proponía “dejar a Dios” (la eucaristía) por Dios” (para atender, en este
caso, al hermano impedido y recluido en su domicilio). Y, a la vez, quizá estaríamos
promoviendo nuevas formas de ministerialidad laical. E, igualmente, supongo que
también sería posible empezar a poner en cuarentena el modelo (casi siempre,
tridentino) de presbítero que, marcadamente clericalista, se sigue promoviendo
en muchas de nuestras diócesis, así como las llamadas unidades pastorales; un circunloquio
bajo cuya capa se quieren ocultar los funerales (también en silencio y sin
duelo) de muchas de nuestras comunidades; sobre todo, de las más pequeñas.
Queda para otra ocasión la necesidad de repensar, siguiendo
la pista abierta en el último Sínodo sobre la Amazonía, un nuevo modelo de “presbítero
de la comunidad”, articulable con el conciliar y mayoritariamente vigente, a
pesar de que esta posibilidad ponga muy nerviosos a quienes entienden el
ministerio ordenado a partir solo del culto.
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