Jesús Martínez
Gordo
“Denunciamos
las propuestas dirigidas a instrumentalizar la fe cristiana, utilizar la
Iglesia en favor de una ideología conservadora o hacer un partido
católico”. Así se ha manifestado no hace
mucho un grupo de curas y laicos de Valencia. Sospecho que lo han hecho motivados
por la reciente deriva ideológica del Partido Popular hacia posicionamientos que,
sin dejar de ser liberales y centralistas, intentan atraer a sus filas a quienes
sintonizan con algunos puntos de la fe católica que
también dicen asumir. Y
supongo que también tiene que ver en ello la sorprendente irrupción de Vox en el
escenario político, así como la referencia a la sacrosanta unidad de España (para
nada policéntrica) a la que recurre, de manera beligerante, Ciudadanos. Creo
que tales movimientos de fondo en la derecha política son los que explican que
estos curas y laicos valencianos inviten a votar a aquellos partidos en cuyos programas
estén particularmente presentes otros puntos que, olvidados o ninguneados,
forman parte de la doctrina social de la Iglesia católica: el primero de ellos
es la reducción de los abismos de la desigualdad, poniendo “en el centro de la
gestión pública a las personas que se encuentran en peores condiciones y
oportunidades” y avalando “vías seguras a la inmigración”. “La garantía de los
bienes universales de educación, sanidad, trabajo y vivienda” es el segundo. El
tercero, el reconocimiento de “las identidades nacionales de los pueblos,
escuchando y gestionando democráticamente sus derechos” y promoviendo el uso de
“las lenguas cooficiales en todos los ámbitos”. Y, los restantes: la dignificación
de la política, junto con la promoción de una laicidad inclusiva, así como la defensa
y cuidado de la tierra.
A
diferencia de este colectivo creyente, y de otros parecidos, las demandas de
los católicos se sostienen, como manifiesta el profesor José Francisco Serrano
Oceja, ciertamente en “la preocupación por los pobres, marginados, inmigrantes
o excluidos”, pero también “en principios irrenunciables tales como la defensa
de la vida, la dignidad de la persona o la libertad para escoger la opción
educativa”. Ha habido tiempos, prosigue, en los que estas demandas fueron
acogidas —cierto que, no sin dificultades— por el PSOE. Semejante entendimiento
contribuyó a que fueran tres sus legislaturas al frente del gobierno de la
nación; dos de ellas con mayoría absoluta. R. Zapatero se encargó de quebrar dicho
entendimiento implantando “una revolución antropológica”. A ella se ha sumado
P. Sánchez al manifestar su disposición a llevarla “hasta las últimas
consecuencias”. Asumiendo este objetivo, concluye, “está complicando” el voto al
PSOE de más de ocho millones de católicos. O, al menos, el de gran parte de los
mismos.
Y así, de
repente, nos encontramos con que el voto católico puede ser, según algunos
analistas, decisivo. Quizá, por ello, puede que no esté de más recordar cómo en
la transición política la jerarquía de la Iglesia —con el cardenal Tarancón al
frente— se negó a bendecir o apadrinar partido alguno, sin renunciar, por ello,
a facilitar una serie de criterios a cuya luz convendría que los católicos emitieran
su voto. Sin embargo, con el pasar de los años y presidida la Conferencia
Episcopal Española por el cardenal A. M. Rouco, esta práctica fue interpretada
como una inapropiada injerencia partidaria, abandonándose por ello hace un
tiempo. Recientemente ha sido recuperada por los obispos andaluces en las
elecciones de 2018, así como por Ricardo Blázquez, presidente de la Conferencia
Episcopal Española, el pasado 1 de abril.
A la luz de estos datos, se multiplican los
análisis sobre la incidencia del voto católico en las elecciones del próximo 28
de abril. Me ha sorprendido que, en muchos de los comentarios a los que he
tenido acceso, se enfatice que el voto católico sea mayoritariamente
conservador, cuando no, ultraconservador. Pocos han reparado, por ejemplo, en lo
recogido al respecto en el barómetro de febrero (CIS, 2019) sobre el recuerdo de
lo votado en las elecciones generales de 2016: el 91, 5 % del voto otorgado al PP
lo fue de personas que se autoidentificaban como católicas y, he aquí la
sorpresa, también el 73,6 % del voto recibido por el PSOE y el 29,2 % por
Unidos Podemos.
Invito, a
quien tenga humor y tiempo, a consultar dicho informe, sin dejar de lado, por
supuesto, las, siempre oportunas, cautelas. Quien lo haga, creo que coincidirá conmigo
en que, en una España como la actual, en riesgo de creciente polarización, como
dijo M. de Unamuno, entre los “hunos” y los “hotros”, los votantes católicos
parecen tener un comportamiento electoral (y esperemos que también político)
muy transversal. Probablemente porque serlo, es una de las señas más genuinas
de su identidad. Veremos si esta transversalidad cambia después del 28 de abril.
Confieso que si se mantuviera sería una excelente noticia, en esta ocasión,
para “htodos”. Y perdonen la unamuniana licencia ortográfica…
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