Matteo Matzuzzi
En una de sus recientes entrevistas, el Papa Francisco ha subrayado la importancia de los místicos en la iglesia. Sin ellos, dijo, no hay religión. Como mucho, se puede hablar de filosofía. Ignacio, añadió Jorge Mario Bergoglio, fue más místico que asceta. Y esto, a pesar de la tradición literaria y pictórica que durante siglos ha presentado al de Loyola como un oscuro y silencioso asceta, entregado a la penitencia, que se hizo soldado de Cristo en los años de la Contrarreforma.
El padre Giandomenico Mucci, jesuita, ha analizado la relación entre el misticismo y el ascetismo en el último número de la Civiltà Cattolica (2 de noviembre)
Conversando, no hace mucho, con el padre Antonio Spadaro, director de la revista, el Papa le dijo: “Yo, en cambio, me siento más cercano a la corriente mística, a la de Louis Lallemant y Jean-Joseph Surin. Favre también fue un místico”.
En su análisis, a Mucci no le interesa detenerse en las biografías y perfiles de los tres autores citados, sino en la adhesión del Papa a una corriente que también ha tenido su propio recorrido en la espiritualidad ignaciana.
La clave de todo se encuentra en el “en cambio”, porque “expresa una sensibilidad, es decir, la pertenencia a una corriente hasta ahora sólo conocida por los especialistas de historia de la espiritualidad y que, sin embargo, ha sido puesta en valor por la adhesión explícita del Sumo Pontífice” que gobierna en la actualidad.
La de Francisco, no es una consideración baladí ya que, durante décadas, se ha distinguido (casi como si estuvieran en conflicto permanente, en antítesis) entre la espiritualidad de Ignacio y la espiritualidad de la Compañía.
La cuestión la planteó, a principios del siglo veinte, el historiador (y jesuita hasta 1904, cuando dejó la “Societas Iesu” para sentirse más libre y poder continuar su actividad literaria), Henri Brémond, miembro de la Academia francesa, cuando indicó que no percibía un solapamiento (y menos, total) entre la espiritualidad jesuítica y la del nacido en Loyola.
Es cierto que muchos miembros de la Compañía han acentuado las prácticas ascéticas contenidas en los Ejercicios, en detrimento de las místicas.
Pero también lo es que hoy, gracias a la difusión de los escritos de Ignacio (algo que, en todo caso, se ha hecho tardíamente, si se tiene presente que la primera edición de la “Autobiografía” no vio la luz hasta 1904 y la primera edición íntegra del “Diario espiritual” se remonta a 1934), “la espiritualidad de la Compañía se encuentra totalmente distanciada de la interpretación puramente ascética de los Ejercicios, y admite pacíficamente que las dos corrientes, la ascética y la mística, están presentes en los Ejercicios, que son su único manantial”, aclara el padre Mucci.
Por tanto, tiene sentido distinguir las dos corrientes, “históricamente individualizadas y definibles dentro de la única espiritualidad ignaciana”. Pero es arbitrario hablar de ellas como si fueran distintas y separadas.
El ensayo publicado en la Civiltà Cattolica ilustra, seguidamente, las características propias de cada una de las dos corrientes: la primera de ellas, la ascética, recibida durante siglos como la preferible por Ignacio porque, “juzgada más segura y no propensa a favorecer aquellas ilusiones que siempre o casi siempre anidan donde se habla de mística sin discernimiento”, se basa en la “meditación discursiva y en el ejercicio metódico de las virtudes individuales”. Ésta, explica Mucci, “inculca los grandes principios de la vida espiritual, pero enfatiza el esfuerzo para combatir uno tras otro los defectos, ejercitando una tras otra las virtudes”.
La otra, en cambio, es la corriente mística. También ella, por supuesto, parte de la “ascésis rigurosa”, pero insiste en la purificación del corazón y en la docilidad a la acción del Espíritu Santo. “El combate contra los vicios y la práctica de las virtudes pasan a un segundo plano”, añade el padre jesuita.
Y es a esta corriente a la que se refiere el Papa Francisco, quien, no por mera casualidad, ha citado en muchas ocasiones a Pierre Favre, el misionero del siglo dieciséis que murió, teniendo cuarenta años, camino (como delegado) del Concilio de Trento.
En esta corriente, la referencia capital la ocupa el mensaje del corazón que precede a todo, el amor que no se improvisa, sino que requiere perseverancia y paciencia. Gracias a ella se presenta límpida y seductora la imagen (tan querida del Pontífice argentino) de la iglesia como hospital de campaña que cura las heridas y calienta el corazón del hombre.
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