En el alma religiosa del pueblo latinoamericano late la profunda convicción de que Dios está con nosotros; de que nos acompaña en todo. (Puebla 454). No tengo a nadie sino a Dios... Esta presencia de Dios en nuestra vida no siempre es dinámica: no tiene la fuerza de ¡luminar y transformar los momentos críticos y decisivos de la vida. Más aún, no solemos ser conscientes, en muchas situaciones, del acompañamiento de Cristo. La fe en Cristo, compañero en el camino de nuestra vida, debe cambiar la vida misma; hacérnosla ver con ojos nuevos.
Jesús acompañó a los discípulos de Emaús. Discípulos iguales a nosotros. Su fe era débil, sometida a la prueba del aparente fracaso de Jesús y de sus mismos ideales. Estaban desconcertados; tenían miedo a los judíos y al futuro. En todo esto, no eran conscientes de que Jesús los acompañaba, pero la acción del Maestro en ellos era un hecho que, lentamente, iba cambiando la visión que tenían de las cosas y de los últimos acontecimientos. Jesús no hace eso milagrosamente, sino a través de la palabra de Dios; esta les va dando nueva luz, comprensión, optimismo. Van perdiendo el miedo, su fe se fortalece.
Aunque todavía les parece que Cristo sigue alejado,que se ha olvidado de ellos, es que estaban acostumbrados a otra presencia de Jesús, física, sensible. Cristo resucitado está presente, pero no como antes, sino por su palabra y su Espíritu, que recuerda y enseña todo, que ayuda a ver los acontecimientos con los ojos de Jesús.
El los acompaña, ya serenos y gozosos, hasta el momento de la cena. Ahí dice el evangelista, lo reconocen al partir el pan; toman conciencia de que el Señor ha estado con ellos desde el principio. Que el deseo que había surgido en ellos de que el forastero se quedara, había sido efecto de su fe, que en el diálogo con Jesús se había hecho adulta.
Pero, en ese momento, Jesús los deja. Ya no era necesaria su presencia visible, porque esos discípulos en adelante sabrían reconocerlo como compañero de ruta, sin verlo. Cuando los discípulos habían llegado a la comprensión de que Jesús siempre estuvo con ellos, y quisieron asegurarse, él los deja nuevamente con la sola convicción y presencia de la fe.
El camino de Emaús es el camino de nuestra fe. Esta debe hacerse pascual, en la convicción de que a Jesús no lo encontraremos sensiblemente, sino a través de los acontecimientos, de su palabra que los aclara, de su Espíritu que nos va explicando todo, y de su Eucaristía —la fracción del pan— en que nuestro encuentro llega a su plenitud. (Puebla 923).
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