Fuente: El Diario Vasco
Por Jesús Martínez Gordo
07/12/2024
Seguro que el lector se habrá dado cuenta de que el encabezado de este texto es una adaptación de una frase que, atribuida a Enrique de Navarra —pretendiente protestante al reino de Francia— se habría visto obligado a convertirse al catolicismo para ser aceptado como Enrique IV (1589-1610): “Paris bien vale una misa”. Haya sido proferida o no esta frase por él, lo cierto es que cuando se recurre a ella se hace porque se quiere resaltar su pragmatismo (con la conversión cesaron las guerras con los católicos y se posibilitó el reconocimiento de la libertad religiosa a los protestantes) o, más bien, porque se pretende denunciar el relativismo en que habría incurrido para poder mantenerse —por lo menos, pacíficamente— en el poder. Dando por buena —muy probablemente, con poco fundamento— esta última interpretación, no he podido evitar que también aflorara una variante más contemporánea de la misma, atribuida, en este caso, a Groucho Marx, pero publicada años antes en un periódico de Nueva Zelanda: “éstos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”; una irónica denuncia, como se puede apreciar, del relativismo y del cinismo.
A diferencia de lo recogido por Groucho Marx y de lo supuestamente formulado por Enrique IV, creo que, en general, el comportamiento del Papa Francisco no tiene nada que ver con las actitudes que evidencian tales dichos. Sin embargo, eso no me impide reconocer que, a veces, se comporta como una persona desigualmente coherente con los objetivos formulados en el inicio de su pontificado: el primero de ellos, referido a la importancia de las periferias —económicas, políticas, geográficas, culturales y existenciales— frente a los centros, sobre todo, de poder, sean del tipo que sean. Y el segundo, atento a escuchar, en expresión suya, lo que piensa y siente “el santo pueblo de Dios” sobre el asunto de que se trate.
La coherencia con el primero de estos objetivos la aprecio en su rechazo a presidir la reinauguración de Notre Dame de París e ir a la periferia —que es Ajaccio, en la isla de Córcega— para cerrar un congreso sobre la espiritualidad en el Mediterráneo. En tal decisión se evidencia su firme voluntad de seguir poniendo en el centro de su pontificado y de la información mundial no solo la indudable importancia de la religiosidad popular —tan decisiva, por ejemplo, en el nacimiento de la teología de la liberación en América latina, Asia y África— sino también la denuncia del cementerio que sigue siendo el mar Mediterráneo para quienes se asoman a las ricas mesas europeas a comer, al menos, las migajas que caen de ellas. Y, de paso, reconocer, de nuevo, el compromiso de los colectivos samaritanos que, en mar o en tierra, intentan salvar y acompañar a estos parias de nuestros días. Con esta negativa, se evidencia, de nuevo, que a Francisco le interesa más la periferia mediterránea que el ombligo mediático del mundo que va a ser París cuando se reinaugure Notre Dame. Por eso, me ha venido a la cabeza que Ajaccio —y no París y su catedral— bien vale una misa. He aquí, me he dicho, una admirable coherencia con el primero de los objetivos de su programa, en las antípodas tanto del pragmatismo y del relativismo como del cinismo.
Me cuesta más reconocer tal coherencia en el desarrollo del segundo de los objetivos (“la escucha del santo pueblo de Dios”). Es incuestionable que pide e insiste en dicha “escucha” —y con muchísima razón— a los obispos, curas y cristianos en general. Y, la verdad, es que está abriendo caminos en tal dirección. Pero también es incuestionable que le cuesta ser coherente con ella; en concreto, en lo tocante, por ejemplo, al ejercicio y concepción de un poder eclesial —y, por ello, papal— que sea codecisivo y policéntrico. Probablemente —dicen sus defensores— porque tiene miedo a provocar una escisión en el seno de la Iglesia católica. Por eso, reiteran dichos defensores, insiste en “abrir procesos” que propicien la escucha del “santo pueblo de Dios”, como paso previo a una reforma que queda en manos de sus sucesores.
Sería deseable que fuera tan coherente en todo lo referente a este segundo objetivo como lo es defendiendo sin desmayo las periferias del mundo ante la omnipotencia de sus centros. Y que lo fuera, propiciando, por ejemplo, una unidad magisterial y organizativa —añado, por mi cuenta, diferenciada y policéntrica— que ayude a poner en su sitio a los uniformistas: no todos tenemos que caminar a la misma velocidad y en consonancia total. No creo que los católicos africanos tengan que comulgar —al menos, hoy por hoy— con la concepción de la homosexualidad que se va abriendo camino en Europa. Pero tampoco entiendo que los europeos tengamos que tragar con la concepción y praxis poligámica del matrimonio que se tolera en algunas iglesias africanas. Por tanto, ni pragmatismo, ni relativismo, ni cinismo. Es mucho mejor, la coherencia que brota —en lo referido al segundo de los objetivos— de apostar por una unidad diferenciada y policéntrica, además de por un poder codecisivo.
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