martes, 31 de diciembre de 2024

La estrategia pastoral “contrarreformista” o “revival” (I)

Por   Jesús Martínez Gordo

Teólogo



En anteriores publicaciones -dedicadas a exponer y analizar el futuro de algunas de las estrategias pastorales activadas estos años a partir de la existencia de parroquias en caída libre y de restos o rescoldos comunitarios que puedan ser comunidades vivas y con futuro- me he referido a la estrategia pastoral “entreguista” y a la que pone toda su esperanza en las llamadas unidades pastorales. Hoy me adentro en una tercera que tipifico como “contrarreformista” o, empleando un anglicismo -recurso lingüístico que hechiza particularmente a sus partidarios- “revival”. Y lo hago deteniéndome en analizar -en esta primera entrega- el fondo teológico de esta estrategia en tres puntos que son capitales: su espiritualidad eucarística “sin carne”, su modo excluyente de celebrar el perdón y la matriz involutiva en la que se asienta su clericalismo.

Antes de nada he de decir que tipifico como “contrarreformista” esta estrategia pastoral porque es un intento, más en el fondo que en la forma, de retomar la contrarreforma litúrgica, espiritual, teológica, eclesiológica y organizativa impulsada en el Concilio de Trento (1545-1563) para aparcar, de esta manera, la reforma acordada en el Vaticano II (1962-1965), tímidamente implementada por Pablo VI e involutivamente repensada y reconducida durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI.

 

1.- El fondo teológico de la estrategia

     Se trata de una estrategia pastoral que busca revivificar -en el plano de los contenidos- una relectura rigorista de algunos de los puntos más relevantes de la espiritualidad, teología y eclesiología recibidos antes del Vaticano II y, particularmente, del concilio de Trento.

 

1.1.- Una espiritualidad eucarística “sin carne”


Es lo que aprecio, por ejemplo, en la centralidad que tiene la adoración eucarística en esta estrategia pastoral, presentada dicha adoración eucarística como si se tratara de una espiritualidad “contracultural” y, en algún sentido, “revolucionaria”.

Digo, en primer lugar, “contracultural” porque pretende superar la recepción conciliar del Vaticano II que, aunque fallida, entienden que ha ido demasiado lejos en nombre de una inculturación que no ha hecho otra cosa que corroer, es decir, mundanizar y secularizar el misterio de Dios hasta hacerlo insignificante.

Y digo, en segundo lugar, “en algún sentido revolucionaria” porque pretende salir al paso y superar otra presidida -así lo indican- por la centralidad de la justicia y del compromiso -supuestamente, sin eucaristía- y, por ello, entregada a los cantos de sirena de un modelo de modernidad sin Dios; algo que -desde el punto de vista espiritual y teológico- H. Urs von Balthasar calificaba como “ateísmo cristiano”.

No deja de sorprenderme el descuido teológico en el que incurren los partidarios de este recurso espiritual y del que no parecen estar dispuestos a salir: el pan y el vino eucarísticos son -sobre todo y, ante todo- para comer, alimentarse, renovar fuerzas y sostener en la esperanza de que es posible un mundo diferente al actual y que tiene que ver con el Reino de Dios. En dicho Reino de Dios -predicado, vivido y anticipado por Jesús de Nazaret- y en su programa de vida -proclamado en el monte de las bienaventuranzas y en la parábola del juicio final- la centralidad no la tiene la adoración eucarística, sino los últimos y los crucificados de todos los tiempos y de los nuestros, los “otros Cristos”.

Eso quiere decir que lo normal es “adorar” a Jesús, el Cristo, en aquellos con quienes, libremente, se ha identificado: los pobres. Y que la manera más evangélica de “adorarlos” es, acogiéndolos, acompañándolos y ayudándolos a salir de la postración en la que están sumidos. Los cristianos, es decir, los seguidores del Nazareno, contamos -para no decaer en tal encuentro y relación con el Cristo viviente- con el alimento del pan de la Vida y con el vino de la esperanza que es la eucaristía.

No creo que recordando este punto capital de la espiritualidad y teología eucarística se la esté menospreciando o relativizando, sino, más bien, poniendo en su sitio y, de paso, denunciando una estrategia pastoral que, al absolutizar la última cena y sacarla de la historia, descuida que la espiritualidad católica -desde el nacimiento de Jesús en Belén y de María- es “con carne”, es decir, se hace historia; también en nuestros días. Así lo recoge Marcos -con toda claridad- en su evangelio: “amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12, 33).

Cuando se olvidan o relegan estos puntos capitales, se acaba perdiendo la centralidad que tienen “la carne" y los pobres en la espiritualidad y en la teología católicas. Y, en concreto que, al atardecer de la vida no se nos va a examinar de las horas pasadas delante del sagrario, sino del amor a los Otros Cristos con los que se identifica Jesús en el monte de las bienaventuranzas, en la parábola del juicio final, contando, para ello, con el alimento y la bebida de la esperanza eucarísticos. Estos son alimento y bebida para seguir a Cristo en las personas con las que se identifica. Es lo que se han encargado de recordar a lo largo de la tradición cristiana la gran mayoría de los santos, mártires y místicos de todos los tiempos. Los ejemplos al respecto son abrumadores. Basta con abrir un manual de teología o de espiritualidad medianamente informado.

Creo que la espiritualidad eucarística que sostiene en el encuentro con Jesús en los pobres de carne y hueso es teológicamente mucho más coherente -además de integradora y, por ello, católica- que la mera y añeja vuelta a una adoración que -promovida, en su día, para marcar distancias con el luteranismo- acaba eludiendo el misterio de la encarnación. Y lo hace desalojando del centro de la espiritualidad católica la relación -indudablemente “espiritual- con aquellos con los que Jesús libremente se identifica: los “otros Cristos” que son los crucificados de nuestros días y de todos los tiempos.

Como se puede apreciar, se trata de una espiritualidad en la que las llamadas “horizontalidad” y “verticalidad” se dan unidas, sin dejarse, por ello, de primar una de ellas, tal y como sucede en toda la teología que, efectivamente, sea católica y, por ello, plural: unidad sin confusión, distinción sin separación. Pero cuando se yuxtaponen tales dimensiones o se olvida una de ellas, atentando contra la unidad -como se aprecia en el modo de entender y practicar la adoración eucarística en la estrategia pastoral contrarreformista- se da un deslizamiento hacia el fundamentalismo, en este caso, espiritualista y “sin carne”.

He aquí el dato de por qué esta estrategia pastoral -ocupada en propiciar una adoración eucarística “sin carne”- es tipificada como contrarreformista, tridentina y arcaizante o, lo que es lo mismo, “revival”. 

 

1.2.- Un modo excluyente de celebrar el perdón


Pero otro tanto hay que decir con respecto a la celebración únicamente individual del perdón o de la reconciliación que se practica -e impone- cuando, optando solo por ella, se descuidan -e, incluso, combaten- las dos restantes, igualmente legítimas y legales.

Al adoptar tal decisión -y hacerlo de manera exclusiva y excluyente- creo que los partidarios de esta estrategia pastoral están cerrando -como he dicho, ilegal e ilegítimamente- dos vías de acceso al sacramento del perdón y de la reconciliación en nombre de un diagnóstico pastoral convertido -en su caso- en ideología excluyente.

Y, por si este argumento pareciera desmedidamente jurídico, creo que puede no estar de más recordar que la absolutización de esta forma de administración del perdón y de la reconciliación no solo descuida la mala prensa que tiene en la comunidad cristiana y en la sociedad la fórmula por ellos absolutizada, sino, sobre todo, las denuncias de abusos de conciencia en las que, objetivamente, se sostiene dicha mala prensa. Por ello, suenan a ciega ideología -o, por lo menos, a ceguera pastoral- todos sus discursos sobre lo “contracultural” o “revolucionario” de esta opción para salir al paso -como se suele escuchar- de un “perdón de rebajas” que es lo que vendría a ser la absolución general, con o sin confesión personal.

En realidad, es una estrategia que -desplegada sin un mínimo de cautelas pastorales- acaba acelerando la caída en picado de la celebración de este sacramento en una buena parte de las parroquias o unidades pastorales que se les encomiendan. Y tan preocupante como ello es que sus partidarios parezcan no estar turbados no solo por el acelerado vaciamiento que propician de tales parroquias o unidades pastorales con estas y parecidas decisiones, sino tampoco por la progresiva disolución -y hasta desaparición- de los restos parroquiales o de los rescoldos comunitarios que pudieran existir.

Así se aprecia, por ejemplo, en la indiferencia con que acogen la fuga de feligreses a otras parroquias vecinas para recibir el sacramento del perdón y de la reconciliación o, simplemente, su alejamiento e, incluso, abandono: “una decisión muy normal -no es extraño escuchar de parte de ellos- entre quienes, secularizados, han abandonado la Iglesia hace mucho tiempo. Nuestras opciones pastorales no hacen otra cosa que evidenciar su lejanía e, incluso, el abandono en que ya estaban sumidos por culpa de una estrategia pastoral secularizada y mundanizada y, como consecuencia de ello, ajena a la verdadera iglesia”.

He aquí una segunda praxis litúrgico-sacramental de por qué esta estrategia pastoral es tipificable como contrarreformista, además de con un futuro particularmente comprometido cuando se encomiendan a los partidarios de esta estrategia pastoral parroquias en caída libre o unidades pastorales formadas por parroquias en tal situación.

 

1.3.- La matriz del clericalismo


Pero estos comportamientos litúrgico-sacramentales -y otros, parecidos- siendo relevantes, no son todo en la estrategia pastoral arcaizante y “revival”, aunque puedan ser los más comentados entre las respectivas feligresías. Lo normal es que vengan acompañados o -si se prefiere, que se les arrope- con una teología y con una eclesiología “tridentinas” y, por ello, contrarreformistas del ministerio ordenado.

Lo menos importante es que los sacerdotes que comulgan con esta estrategia presten -aunque pueda molestar a algunos- una desmedida atención a diferenciarse mediante la vestimenta del clerygman o, incluso, de la sotana o que quieran denunciar y afear -de esa manera- la supuesta falta de coraje y mundanidad en la que estarían atrapados los restantes compañeros presbíteros que no les secundan en tal opción, tal y como piensan y se les oye decir alguna que otra vez.

Lo sorprendente -y preocupante- es que la apuesta por vestir el clerygman o la sotana venga arropada y envuelta en una teología del presbiterado que fundamenta -como es su caso- el sacerdocio ministerial en el sacramento del orden por sí mismo y en sí mismo. Y que, en coherencia con tal recuperación de la centralidad sacramental del orden sacerdotal, subrayen y reivindiquen, sobre todo, el poder sacral de los ministros ordenados para impartir, en “representación de Cristo, cabeza de la Iglesia”, los sacramentos y gobernar -de manera unipersonal, absolutista y monárquica- las parroquias o unidades pastorales que se les encomiendan.

Es, como se puede apreciar, una espiritualidad y teología del sacerdocio ministerial desvinculada del sacerdocio bautismal de todos los cristianos, tal y como quedó aprobado en el Vaticano II. Y, como se puede comprobar, una inaceptable separación de la llamada dimensión vertical de la horizontal en favor de la primera de ellas, es decir, un atentado contra la unidad sin confusión y la distinción sin separación; y, por ello, una quiebra de la catolicidad.

No se ha de olvidar que tal desplazamiento del punto de gravedad espiritual y teológico hacia la verticalidad sin la horizontalidad se escora -en conformidad con el concilio de Trento- hacia una teología involutiva y sacralizante del sacerdocio ministerial que, implementada en el Sínodo mundial de obispos de 1971, será confirmada y desarrollada en sucesivos documentos magisteriales durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI.

En dicho Sínodo mundial de obispos de 1971 se asiste a una relectura del sacerdocio ministerial a partir de la teología y magisterio anterior al Vaticano II. Y se hace para marcar distancias tanto con respecto al sacerdocio bautismal de todos los cristianos como a la identidad ministerial o “servicial” del presbiterado en su relación con el pueblo de Dios. Es una relectura en la que se empieza a desatender -como se puede apreciar- la matriz bautismal del sacerdocio ministerial -la aprobada por la mayoría conciliar y ratificada por Pablo VI- en favor de otra que, anclada en el sacramento del orden, reivindica, en sintonía con el concilio de Trento, la singularidad ontológica y sacral del sacerdocio ordenado, además de sus poderes.

De ahí que se proceda a repensar -y recuperar- el sacerdocio teniendo como lo más definitivo de su identidad, tanto la “raepresentatio Christi” como el actuar “in persona Christi Capitis” y, con tales referencias identitarias, el “poder” (no, la autoridad) del ordenado. Y de ahí que los sacerdotes, partidarios de esta identidad y de la estrategia pastoral en que cuaja, reivindiquen con particular fuerza los poderes que les reconoce el Código de Derecho Canónico.

Creo que no está de más recordar que dicho Código, aprobado en 1983, es el fruto maduro -en lo referido a los poderes de los sacerdotes- de la revisión a la que fue sometida la identidad y espiritualidad del presbiterado o del sacerdocio ministerial en dicho Sínodo de obispos de 1971 con la intención de propiciar una recepción involutiva de lo aprobado en el Vaticano II y, concretamente, en el Decreto conciliar  “Presbyterorum Ordinis”, 1965).

Reivindicar -como suelen hacer los presbíteros partidarios de esta estrategia pastoral- los poderes del clero, al margen de la teología y de la espiritualidad del Vaticano II, es dar por buena la relectura involutiva implementada en dicho Sínodo mundial de obispos de 1971 y, desde entonces, desarrollada y cuidada, con particular esmero e insistencia, por el magisterio eclesial.

En el marco de esta recepción e implementación involutiva, no extraña la insistencia en fijar y reivindicar su “singularidad” y diferencia con respecto al sacerdocio bautismal y al pueblo de Dios. Por ello, tampoco extraña -aunque pueda indignar- que algunas reivindicaciones suyas sobre lo específico del sacerdocio ministerial y de los poderes conexos, recuerden la famosa entrevista de la periodista Mercedes Milá a Paco Umbral (Antena 3, 1992) cuando, invitado a presentar uno de sus libros, la locutora pareció olvidarse de ello y el escritor se lo recordó con una frase que se ha hecho referencial si alguien reivindica lo suyo, importándole poco o nada lo que pasa en el mundo y, en nuestro caso, la matriz sacerdotal compartida con todo el pueblo de Dios: “Mercedes, ¿a qué he venido yo aquí”. O dicho, de una manera, castiza y adaptada a lo que estoy abordando en estas líneas: “Mercedes, de lo nuestro ¿qué?”

Ya se sabe cuál es el precio que hay que pagar por esta recepción sacralizante y “poderosa” del presbiterado -que en eso consiste el clericalismo- y por su posterior asunción como clave identitaria: olvidar que dicho sacerdocio ministerial hunde sus raíces en el cauce del sacerdocio bautismal y se pone al servicio de los bautizados, siendo responsable de cuidar, de manera particular, la comunión y la misión de las parroquias y unidades pastorales que se les encomiendan.

Es en el desempeño de tal tarea donde el presbítero gana o pierde la autoridad, más allá de que sea mucho o poco el poder que le pueda conceder y reconocer el Código de Derecho Canónico, repensado -como he indicado- no a la luz del Vaticano II (“Presbyterorum Ordinis”), sino a la sombra de una involutiva recepción del sacerdocio ministerial, ocupada más en volver a sacralizar a los presbíteros que en ponerlos al servicio de las comunidades que acompañan y presiden.

Cuando no se es consciente de la recepción involutiva en la que ha quedado sumido el sacerdocio ministerial desde 1971 irrumpe, como se aprecia en muchos de los partidarios de esta estrategia- un clericalismo devastador que, en el mejor de los casos solo es recibido por quienes no han salido de la concepción sacralizante y “poderosa” del presbiterado o, simplemente, no están dispuestos a implementar -en conformidad con la mayoría conciliar- la espiritualidad y teología ministerial aprobada en el Vaticano II.

Siendo tal la espiritualidad y la teología del sacerdocio ministerial de quienes son partidarios de la estrategia pastoral contrarreformista, no extraña que los laicos y laicas sean solo meros receptores de los sacramentos que ellos, exclusivamente, pueden dispensar. Y que los fieles no pasen de ser leales y obedientes cumplidores de las directrices morales y canónicas que ellos interpretan y aplican, habida cuenta de que han sido ordenados para actuar como los “representantes de Cristo” en la tierra y, por supuesto, con su poder.

Entiendo que este es un asunto que necesita ser retomado en otro momento. Será entonces cuando habrá que exponer los antecedentes y pormenores del Sínodo mundial de Obispos de 1971 y la Exhortación Apostólica postsinodal “Pastores dabo vobis” (1992), así como el Sínodo de Obispos de 1990 que se encuentra en el origen de dicha Exhortación Apostólica.

He aquí otro dato y argumento teológico de por qué esta estrategia pastoral es tipificable como contrarreformista y, por ello, tridentina y “revival”. 

 

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