José Ignacio González Faus, teólogo
Que los seres humanos tenemos una
tendencia fuerte a la idolatría es dato sabido: nos mueve un hambre de absoluto
y buscamos absolutos por todas partes. Esos falsos absolutos, “obra de manos
humanas” como reza la Biblia, se valen de algo bueno de nuestra realidad. Pero
lo deforman y exageran de tal manera que acaban absorbiendo nuestra libertad y laminando
nuestra humanidad. El ídolo nos maneja, llegando a pedir hasta sacrificios
humanos. De ahí la lucha contínua de la Biblia contra toda idolatría, a pesar
de que Yahvé se muestra como un Dios más lejano y que parece oírnos menos. Pero
es así como nos da libertad y nos empuja a crecer.
Se
ha hablado ya miles de veces de la idolatría del sexo o del dinero. Y es
curioso que, en estos casos, quienes más radicalmente niegan esas idolatrías
suelen ser los que están más dominados por ellas. Hoy quisiera llamar la
atención sobre otra idolatría muy actual y bastante universal, pero nada
reconocida. Me refiero al llamado, eufemísticamente, amor patrio.
De
entrada, es un ídolo de apariencia mucho más noble que los otros citados pues
ofrece una causa para la que vivir. Los seres humanos necesitamos vivir para
algo. Y esa necesidad se acrecienta en nuestra sociedad consumista y laicista
(no simplemente laica), que no suministra ninguna causa para la que vivir. Por
eso, muchos patriotas merecen a veces aquel comentario del viejo poema del Cid:
“qué buen vasallo si oviesse buen señor”. Pero el señor no es bueno, y hay que
explicar por qué.
El
patriotismo pervierte el amor a la tierra como madre, masculinizándola como si
fuera un poder que mata, en lugar de un vientre que acoge y vivifica. Con
frecuencia, cuando ha habido enfrentamientos serios entre los humanos y se
llega a la reconciliación, todos acaban comprendiendo y proclamando: “es más lo
que nos une que lo que nos separa”. Esto, que resulta decisivo entre cristianos
(es decir: cuando lo que nos une es Cristo y, por eso, son execrables todas las
enemistades entre creyentes), vale también para todo ser humano: lo que nos une
a todos es lo substancial: la humanidad. Lo que nos separa son solo cosas accidentales
(de raza, cultura o lengua, lugar de origen o maneras de ver…). El patriotismo
pone lo accidental por encima de lo substancial. Por eso es necesariamente
divisorio.
Además,
los nombres de las patrias son siempre abstractos. Brasil, o España o EEUU o
Cataluña no son individuos concretos sino conglomerados de individuos bien
diversos. No hay una sola España sino varias (por lo menos dos, según Machado).
Pero como amar al todo real con su enorme pluralidad, impediría el propio
engrandecimiento, se recurre inconscientemente a abstraer y absolutizar una
parte de ese todo (aquella en la que yo me encuentro), eliminando al resto. El patriotismo se reduce entonces a “los
verdaderos españoles”; o “los auténticos vascos” como decía Arzalluz. Y así es
como el ídolo nos maneja sin que nos enteremos: una idea de España está manejando
a Vox igual que una idea de Cataluña está manejando a los CDR. Y ya comienzan a
pedir sacrificios humanos.
Leí
hace poco no sé dónde que cuando a Sócrates le preguntaron por su patria
contestó “soy ciudadano del mundo”. Y eso que un ateniense de entonces tenía
motivos suficientes para haber contestado orgulloso que era ciudadano de
Atenas. Lo contrario de tan gran filósofo es el poeta épico romano en la Eneida: “los otros que trabajen el
hierro o el mármol, que construyan, que escriban…; lo tuyo es el poder,
romano”. Este, desde luego, no era ciudadano del mundo; era ciudadano de sí
mismo, o de sí y los suyos. Como todos los patriotas.
Otro
poeta latino, Horacio, escribió aquello de que es dulce morir por la patria
(“dulce et decorum est pro patria mori”). No tuvo tiempo de añadir que esa
muerte “dulce” nunca le iba a tocar a él, sino que los que morirían eran otros,
en defensa de la cómoda posición burguesa del poeta. Como más tarde Margaret
Thatcher cuando envió unos cuantos muchachos ingleses a morir en Las Malvinas,
se apresuró a declarar que hay cosas más valiosas que la vida: como la
libertad. Tampoco tuvo tiempo de aclarar que esa libertad era la de ella,
mientras que la vida era la de aquellos pobres muchachos. Lo cual sí queda
claro en aquella vieja definición de la guerra: “una serie de muchachos que ni
se conocen ni se odian pero se matan entre sí, en beneficio de unos señores que
se conocen y se odian pero no se matan”. Ese es el peligro último del amor “a
los abstractos” antes denunciado.
Y
con todo eso no quiero decir que, por desgracia, no sea a veces necesario
defenderse. Solo digo que las agresiones
bélicas se han hecho casi todas en pro de la patria. En mi infancia me cansé de
oír gritar aquello de: “Caídos por Dios y por España”. Más tarde fui
comprendiendo que aquello significaba solo: caídos “por mí y por mi afán de
poder”. Los demás, los de la república legítima, eran caídos contra España, a
pesar de que la república tuviera tantas cosas buenas para el país (junto a mil
atrocidades que sus defensores se niegan hoy a reconocer, tratando de convertir
la “memoria histórica” en victoria histórica).
En
el último (y triste) debate electoral, algunos participantes se llenaron la
boca con el nombre de España: pero esa España eran solo ellos y los suyos. Los
demás estábamos de sobra. Y es que el cosmopolitismo tiende a unir mientras que
el patriotismo necesariamente divide. El cosmopolitismo tiende la mano,
mientras que el patriotismo la niega. Por eso, paradójicamente, la historia
pone de relieve que nadie ha hecho más daño al propio país que los grandes
patriotas: Hitler, Mussolini o Franco antaño; Trump, Bolsonaro o Salvini hogaño.
Pero
la patriolatría tiene también su defensa: no sé si fue J. Pujol o A. Mas quien
interesadamente acuñó el eslogan de que todo el que critica un nacionalismo lo
critica en nombre de otro nacionalismo. Por desgracia tenían buena parte de
razón porque así somos los humanos. Pero no la tenían toda. Solo trataban de disimular
el propio pecado, incluyéndolo en la pecaminosidad universal.
Hace cosa de un siglo, el gran pensador judío F. Rosenzweig se
negó a hacerse cristiano porque creía que el cristianismo, al identificarse con
naciones (“la católica España” etc.), había caído en la idolatría de
universalizar un particular. Lo auténtico era lo que él llamaba “la diáspora”
(en el sentido de universalidad) que veía encarnada en el judaísmo de entonces.
Lástima que luego el sionismo o Ariel Sharon y Netanyahu echaran por tierra su
teoría, suscitando la sospecha de que, sin darse cuenta, Rosenzweig había
sustituido la exaltación idólatra de la patria por otra exaltación idólatra de
la raza. Pero vale la pena releer estas palabras suyas: “La existencia del
judío impone en todos los tiempos al cristianismo el pensamiento de que no ha
llegado a la meta, de que no ha llegado a la verdad, sino que siempre sigue
estando de camino. (La estrella de la
redención, p. 483). Digamos pues hoy que la existencia del no nacionalista
impone a los nacionalismos el pensamiento de que no han llegado a la verdad y
siguen estando de camino.
Por eso, todo cristiano que se vea ante este problema, debería
rezar cotidianamente las viejas palabras del salmo: “Señor, no quiero que mi
corazón sea ambicioso ni mis ojos altaneros. No quiero pretender grandezas que
superan mi capacidad, sino acallar y moderar mis deseos como un niño en brazos
de su madre”. Porque el patriotismo es eso: pretender grandezas que superan la
propia capacidad. Aunque disfrazándolo de servicio y de amor filial: porque los
humanos siempre cometemos el mal revistiéndolo de bien.
Es bueno tener raíces y amar las propias raíces por supuesto. Pero
eso no significa pretender convertirlas en copas de árbol porque no nos darán
ninguna sombra.
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