miércoles, 12 de febrero de 2025

La espera en tiempos de impaciencia

Felisa Elizondo

Febrero 2025

 


Enunciados contracorriente

En 1999, un artículo publicado en la revista Christus dedicado al tema del descanso, llamó mi atención por su chocante título: “Eloge de l’intranquilité. Un étal paradoxal”. La firmante, Geneviève Hébert, partía de uno de los pensamientos de Pascal: “La naturaleza no me ofrece nada que no sea materia de duda y de inquietud”. Una confesión que tiene el tono del lamento ya que no se puede negar lo legítimo de un deseo de quietud en medio de nuestros trabajos y menos aún en el ajetreo de nuestro tiempo, De hecho –se recordaba allí– ya en la Biblia el descanso evoca el disfrute del mayor bien y, con lenguaje litúrgico propio, lo deseamos como recompensa a los que conocieron las fatigas de esta vida. Y en la historia o en la literatura no faltan quienes –como Moisés en el poema de Alfredo de Vigny– han ansiado “dormir con el sueño de la tierra” para sentirse libres del apremio.

Sin desdecir lo profundo y digno de este deseo y junto a otros tratamientos del tema, el artículo invitaba a reconocer que hay algo positivo, y por tanto salvable, en cierta intranquilidad: más precisamente en la inquietud. En su defensa, reconocía en primer lugar que la inquietud no es sólo un estado de ánimo sino que, vinculada como está a la raíz de nuestro existir, es un síntoma claro de nuestro ser finito, abocado a desplegarse ante posibilidades sin llegar a dominar el futuro ni a detener el tiempo.

A este recuerdo he asociado otro: el texto del filósofo italiano Marco Belpoliti que no hace mucho fue elegido como tema a comentar en las pruebas de madurez de los liceos y que expresa una preocupación bien actual: “Elogio dell’attesa nell’era di Whats”.

Pero me he detenido más en el pequeño volumen: Grandeur de l’attente, donde Jacqueline Kellen, una mujer atenta a la historia de la espiritualidad, después de un recorrido por las referencias al tema en firmas antiguas y modernas, concluye que: “inmensa y misteriosa, la espera (aguardo, podríamos traducir también) teje toda la existencia y eleva a los humanos hacia lo alto”.

Enunciados así, justo porque hablan de algún modo contracorriente, merecen atención. Y la reclaman justamente en este tiempo nuestro en el que las posibilidades técnicas nos ofrecen una inmediatez en la comunicación no conocida y prometen el logro casi instantáneo de cualquier intento. Al cuestionar los ritmos acelerados que se imponen en las agendas diarias, estas defensas de otro modo de pensar tienen el mérito de hacer valer lo olvidado de la calma, la pausa y el sosiego, que no dejan de ser realidades que hacen más humana nuestra vida.

A falta de mayor espacio nos detendremos sólo en alguno de los títulos citados.

 

Hay grandeza en la espera

Jacqueline Kellen, que ha escrito sobre itinerarios espirituales y sobre la elocuencia del silencio, abre Grandeur de l’attente con una frase de André Breton que no puede ser más afirmativa: “Con independencia de lo que suceda, lo magnífico es la espera”. Adelanta así su convicción de que, en un mundo febril que calcula y programa con vistas a resultados tangibles, mantener esa actitud es poner freno al activismo y a la avidez. Y lleva a descubrir la gratuidad de los bienes más preciados, los más altos, algo que deja presentir que hay alguna conexión entre el común aguardar y la esperanza, y algo que incluso la etimología de los términos (pensemos en ”espera” y “esperanza”) ayuda a percibir.

En otros trabajos la autora ha venido interesándose por lo nunca agotado del deseo y lo interminable de las búsquedas de los incansables buscadores y de los verdaderos amantes. De hecho –argumenta– desde la Biblia, en la historia de la espiritualidad y en las culturas más variadas, la figura del centinela en la noche, la del vigía que otea el desierto sin confín como en el conocido relato de Dino Buzzati, la significativa línea del horizonte en la pintura o la atención que siguen mereciendo algunas obras de arte no concluidas, muestran que en nosotros late una secreta atracción por lo abierto, lo inacabado. Una atracción que subyace en la espera de algo más, algo nunca poseído que no llegan a satisfacer los más optimistas planes ni finales trazados de antemano. 

Aunque con brevedad, observaciones varias, antiguas y recientes, son recogidas por la autora porque guardan todo su valor para encarar la situación en nuestros días. Y estas páginas, que enlazan referencias a géneros tan diversos como el mito, la literatura fantástica, la poesía y la mística, mantienen como hilo conductor la certeza de que hay un bien y una densidad en la espera. Saber esperar, lejos de vaciarlo, da peso al tiempo que trascurre. Así, esperar es prepararse, interiorizar y prolongar el encuentro deseado, como han expresado los trovadores medievales, que cantaron el amor “de lejos” o “amor cortés” y como en la antigüedad representó la figura de Penélope. Lo mismo se puede encontrar en plumas más cercanas que nos avisan de que ninguna presencia llega a anular totalmente la ausencia o la distancia que responden a lo único, lo “otro” de cada persona.

Con citas de escritos debidos a espirituales de tradiciones varias, la autora insiste en recordar que la condición expectante acompaña desde el arranque nuestra existencia mortal. Porque la nuestra es una existencia nunca cumplida sino llamada a proseguir “de comienzo en comienzo” hasta el mayor Bien, como escribió el gran Gregorio de Nisa y han seguido repitiendo los buscadores más fieles. En tramos en que se alternan la ausencia y algunos vislumbres de lo que aguardamos, la espera es inseparable de nuestro camino hacia el Dios que, a su vez. nos espera. Algunos párrafos de Simone Weil ilustran la conexión entre la nuestra y la espera de Dios: “El tiempo –la cita es de los últimos escritos de la pensadora judía– es la espera de Dios que mendiga nuestro amor” .

“La espera representa el rechazo de lo fútil y lo inconsistente” asegura Keller.  De ahí que ignorar la necesidad y el valor de la espera es dejarse cegar pronto por una actualidad en la que hay mucho de efímero y olvidable, sentencia. Una tesis que deberíamos hacer valer ante la ilusión de que cuanto se desea o se busca puede hacerse presente al instante. Mientras, la precipitación, la prisa y la distracción caracterizan nuestros ambientes urbanos. Lejos de considerarla como un mero “perder el tiempo” aceptar que la espera conforma nuestro ser, permite que en nuestra vida maduren los acontecimientos exteriores y los que se suceden en lo interior. Gracias a ese saber aguardar, ni la dispersión ni el excesivo afán llegan a malbaratar nuestros días.

Esa disposición (attente/espoir) es valorada por ella como una actitud que implica firmeza, pues supone tanto negarse a aceptar que todo es inconsistente como entregarse a la mera distracción. En un mundo febril que calcula y programa con vistas a resultados tangibles, la espera frena el activismo y la avidez y lleva a sospechar lo gratuito de los bienes mayores. Es “una ascesis y una ascensión”, avanza ya desde las primeras páginas.

Y en el breve epílogo reitera que la espera, lejos de ser pensada y vivida como un tiempo pesado y casi muerto, es una actitud que requiere resistir  sin altivez pero también sin conformismos ni cesiones. La espera forma parte de recorridos nobles, como el estudio, que nos elevan como humanos. Activa y paciente a la vez, nos ayuda a descubrir y a redescubrir la verdadera grandeza y la libertad, mientras que demasiadas ocupaciones y distracciones envilecen y encadenan. Además, “la espera de uno sólo, consciente, despierto, arrastra con ella, invisiblemente, la de muchos otros y garantiza la espera de un mundo que pasa, transitorio y que la ha olvidado”.

Así se despide este pequeño volumen que es un alegato a favor de lo dignamente humano de una tensión, la de la espera, con su humildad y su grandeza

 

Inquietud, espera y esperanza paciente

 En el primer artículo aludido, dedicado a una deseable inquietud, se advertía que el término no ha de ser leído necesariamente como sinónimo de “angustia”. Porque la inquietud, como la espera, derivan de nuestra radical precariedad y responden a una condición básica: nuestro ser es ser en el mundo, con los otros y sin capacidad de dominar todo lo que puede acontecer y acontece. Una y otra nos llevan a reconocer que vivir humanamente es aceptar que la vida transcurre sin que podamos apresar el tiempo ni detenerlo. Y que nuestro vivir está atravesado por un aspirar a lo que nos excede. Inquietables por naturaleza, estamos obligados a pensar el futuro en términos de posibilidad, pero también capacitados para esperar bienes de los que no tenemos plena disposición, aunque pueden ser esperados como don.

De ahí que reconocer lo necesario del aguardo y aun lo positivo de cierta dosis de impaciencia ayuda a estimar lo que precisamente en estas “horas bajas” se contiene en la palabra “esperanza”. Una realidad del orden de la fe y de la gracia, que sólo podemos aguardar, pero no por ello ajena a otros naturales deseos y expectativas. Así de humano es el esperar más alto del que andamos necesitados, que es también “una floración de la espera”, como dice Kellen.

En tiempos dados a todas las prisas, guarda todo su valor la discreta aliada del esperar que es la paciencia: una virtud que ha mantenido siempre en su haber la sabiduría cristiana. Virtud –añade en un momento la misma autora– que el mundo moderno apenas conoce y confunde con pasividad, debilidad o resignación siendo como es la fuerza interior que permite no solo atravesar las pruebas sino arraigar y enriquecer la fe: “Ella asegura una estabilidad y una continuidad en el camino espiritual y alumbra una paz profunda”.

En la Bula que abre el año jubilar el curso, el papa Francisco invita a esperar cristianamente, que es como decir hacerlo con la certidumbre de que, como afirma Pablo, “la esperanza no defrauda”. Sin pasar por alto que, acto seguido, el apóstol se muestra realista: “sabe que la vida está hecha de alegrías y dolores, que el amor se pone a prueba cuando aumentan las dificultades y que la esperanza parece derrumbarse frente al sufrimiento”. Así la invitación a vivir un año de gracia aparece como una llamada a ensayar un esperar paciente. A una esperanza que sabe de la espera y hasta de la impaciencia a las que hemos oído referirse en los títulos citados.

Cuando estamos incitados a quererlo todo y de inmediato, de la paciencia dice la Bula que abre el Jubileo que “es hija de la esperanza y al mismo tiempo la sostiene”.

Felisa Elizondo 

Febrero 2025

 

 

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