sábado, 22 de febrero de 2025

El ministerio de la caridad y la justicia


Propongo que la desmedida centralidad que tiene el actual modelo de Cáritas en la gran mayoría de los restos parroquiales, rescoldos comunitarios o comunidades estables vaya cediendo el paso al ministerio laical de la caridad y de la justicia; y más, en una Iglesia que pretenda asentarse en comunidades vivas, con futuro y estables, estén asociadas o no en unidades pastorales.

Fuente:   Vida Nueva Digital

PLIEGO Nº 3.400

22-28 de FEBRERO de 2025

Jesús Martínez Gordo

 

Entiendo que el precio que ha de ir pagando Cáritas –si algún día recorre voluntariamente o se ve obligada a recorrer este camino– es el que le va a llevar a ser, por ejemplo, una fundación de “inspiración cristiana” que, integrada por profesionales y atendiendo a sus propios programas de intervención social, también se pone al servicio y colabora con quienes reciban el ministerio de la caridad y de la justicia en los restos parroquiales y rescoldos comunitarios cuando se considere necesario.

 

Hechos y consideraciones

Ofrezco los siguientes hechos y consideraciones intentando mostrar la razón de ser de esta doble propuesta.

Confieso que no he sido testigo de ello, pero también que no es la primera vez –e intuyo que no va a ser la última– que me toca escuchar un comportamiento como el que voy a reseñar por parte de algunos profesionales de la caridad y de la justicia con grupos de voluntarios, en este caso, de Cáritas: convocados a algún encuentro por los servicios centrales y liderado dicho encuentro por los profesionales de la institución, pudieron oír cómo se les comunicaba que no iba a haber ningún momento de oración en el inicio de la reunión por respeto a los voluntarios no creyentes, ateos o agnósticos.

Ya sé que este hecho, aunque se diera con más frecuencia de lo que pudiéramos pensar, es, probablemente, una anécdota irrelevante para una buena parte de nosotros. Pero, a diferencia de esta valoración, sospecho que no lo es tanto si se enmarca en las opciones de fondo de una estrategia pastoral que, de hecho, es de caridad y justicia “sin Jesús”.

 

Más que una anécdota

Y no me parece irrelevante porque, sumada a otros datos, diagnósticos y debates, puede ser algo más que una anécdota en el proceso de “normalización” con que tal estrategia puede estar siendo practicada por algunos profesionales de la caridad y de la justicia y, sobre todo, recibida por algunos restos parroquiales y rescoldos comunitarios.

Por ello, creo que no atender a la expresión y comunicación de la fe en un encuentro de esta naturaleza, es, cuando menos, un preocupante indicio, digno de alguna consideración.

Como también lo puede ser que los criterios de comportamiento que brotan del programa dado por Jesús en el monte de las Bienaventuranzas o en la parábola del juicio final no sean tenidos explícitamente en cuenta o ignorados o, simplemente, queden sometidos a los formulados por las instituciones civiles que subvencionan o puedan subvencionar determinados programas de actuación social como, por ejemplo, recomendar no dar limosna a la salida o entrada de las iglesias.

Cuando ello sucede, la suma que resulta de decidir no rezar por respeto a los voluntarios no creyentes y el olvido –y más, si es sistemático– de los criterios que brotan del Evangelio puede ser una señal que va más allá de lo anecdótico o irrelevante. Igual resulta que, efectivamente, hemos empezado a deslizarnos por la pendiente que Hans Urs von Balthasar denunciaba como “ateísmo cristiano”, es decir, al primar la indudable centralidad del compromiso con los pobres, estamos empezando a descuidar, minusvalorar o rutinizar la relación con el Crucificado y a desatender los criterios que brotan del programa de Jesús en el monte de las Bienaventuranzas.

 

Sorpresa y silencio

Otro hecho del que, en esta ocasión, soy actor directo. Hace ya, por lo menos, tres décadas, tuve varios encuentros con un responsable eclesial para ver si era posible pensar y poner en marcha el ministerio laical de la caridad y la justicia.

En aquella ocasión formulé la propuesta, consciente de que, si algún sentido pudiera tener la restauración del diaconado, tendría que ser –siguiendo en aquel tiempo las aportaciones teológicas al respecto de B. Sesboüé– la de ser, sin duda alguna, responsables de la caridad y de la justicia, además de otros posibles ámbitos. Y visto que esta propuesta parecía un exabrupto –habida cuenta de que con la restauración del diaconado se estaba intentando tapar algunos de los agujeros que iba dejando la merma de presbíteros–, añadí que, al menos, podíamos pensar y poner en funcionamiento el ministerio laical de la caridad y de la justicia.

Recuerdo la sorpresa y el silencio –supongo que llenos de perplejidad– que entonces sucedió a la formulación de esta propuesta. Es cierto que, a pesar de la sorpresa inicial, fue posible hablar de la necesidad y oportunidad de promover la formación para el ministerio laical de la caridad y de la justicia. Pero también lo es que no fue posible ir muy lejos. El responsable eclesial se interesó por la figura, pero, en cuanto expuse –mejor dicho, balbuceé– su contenido y alcance, se bloqueó y entró “en modo no colaborativo”.

Lo único que salió de aquellas conversaciones fue la acogida de la vinculación que se establecía entre la caridad y la justicia, algo así como el anverso y el reverso de una moneda. Y es lo único que salió porque el interés de dicho responsable eclesial no iba más allá de reforzar el formato profesional de la institución y de los miembros que dirigía y repensar la relación del voluntariado con los profesionales, para robustecer, todavía más, la centralidad de tales profesionales y la subsiguiente dependencia de los voluntarios. Por tanto, ni pensar en eso de promover un ministerio laical de la caridad y de la justicia.

 

Intereses muy fuertes

A partir de ese momento, me percaté de que eran muy fuertes los intereses en todo lo referido a la caridad y la justicia, y que cualquier cambio –por muy necesario y teológicamente fundado que fuera– estaba condenado al fracaso: los intereses profesionales –gustara o no– se colocaban por encima de los pastorales. Había que olvidarse de promover tal ministerio laical, al menos, contando con la institución que representaba aquel responsable eclesial. Y si se promovía, tenía que hacerse de tal manera que no se tocara ninguna estructura organizativa.

En esto de la caridad y de la justicia –empecé a decirme desde entonces– prevalece el modelo profesional de la rica Iglesia alemana. Igual –proseguí– algún día tendremos que articularlo con el modelo más modesto implementado por la francesa. No queda más remedio –volví a decirme– que dar tiempo al tiempo.

Y desde entonces, pasados unos cuantos decenios, he empezado a oír, más recientemente, que la institución diocesana encargada de gestionar la caridad tiene problemas económicos –entre otras razones– por exceso de profesionales, disminución de la cantidad aportada en las colectas imperadas y por insuficiencia, reducción o estancamiento de las subvenciones públicas.

Pero todavía no he oído hablar de que, tal vez, hay que repensarse el actual modelo de Cáritas y poner en marcha otro en el que la identidad y espiritualidad del diaconado no sean las propias –tan usuales en nuestros días– de un extraño “sub-presbítero” o suplente de sacerdotes ordenados, sino las de quien es sacramento de Cristo, servidor de los pobres y promotor de la justicia, y en el que se promueva el ministerio laical de la caridad y de la justicia. Y que se les encomiende a ellos la responsabilidad de implementar la caridad y la justicia, uno de los tres pilares de todo resto parroquial o rescoldo comunitario que quiera ser algún día una comunidad viva, con futuro y estable. (…)

 

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